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Las citas de las cosas

Septiembre, 2023

Dice Pablo Fernández Christlieb que las cosas, a medida que se piensa en ellas, se van haciendo más quietas. Esto sucede cuando cae la tarde, esa hora que está entre el cansancio y el descanso. Entonces sí: los poetas se fijan en las cosas, las contemplan, escriben sobre ellas. Es como si las cosas llegaran a la hora de la cita en que ya pueden ser ellas mismas y no utensilios ni aparatos ni mercancías.

Al principio las cosas son todas las cosas, en bloque, todas juntas de forma masiva, como cuando Georges Perec dice “Las cosas” para titular un libro sobre las ansias consumistas de unos clasemedieros con mala chamba, que sólo quieren tener cosas, no importa cuáles, que incluyen casas, vajillas, veleros, coches, gadgets: todas éstas son cosas indiferenciadas, como sin pensarse, y todavía no se distinguen unas de otras ni se personalizan. Son las cosas sin nombre, raudas y desdibujadas, y no se piensa en ninguna de ellas cada una por su cuenta, y sólo sirven para tenerlas, de preferencia demasiadas o por lo menos muchas.

Pero con esas cosas no se hace nada porque son pura imaginación borrosa: para que empiecen a ser útiles se deben ir perfilando sus características más concretas, y ser menos móviles, un poco más estables, para que se puedan coger con las manos y sirvan para algo. O sea, hay que ir pensando más precisamente en ellas, de una en una. Si se piensa, por decir algo, en un coche, que ya sea uno específico, por ejemplo el que me quisiera comprar. Una licuadora, unas pinzas, una cartera, un celular. Estas son cosas, por decir, de horas hábiles, y aunque ya son señalables, todavía son un poquito tambaleantes porque vienen envueltas en un artículo indeterminado: una casa, unos guantes, una pluma, un taxi, y son más o menos intercambiables: si no pasa un taxi, pasará otro.

Pero cuando se les pone el artículo determinado, “el” “la” “los” “las”, ya se concretan, se perfilan, se personalizan, aunque todavía se mueven bastante, sobre todo porque están hechas de piezas móviles, tuercas, palancas, motor, perillas —por eso se las suele llamar aparatos o máquinas—, y son: la licuadora (¿cuál?: pues la veintiúnica que tenemos), la lavadora, la camisa —cuyas piezas móviles son los botones, como tuerquitas—, y todavía sirven para hacer algo. Si se dice “pásame las pinzas”, ya se sabe cuáles son. Y ya se sabe dónde están: en la repisa, en el costurero, en el refri, en la calle, en los tejados.

Hay unas cosas ya muy precisas, que no se deben mover nada, siempre ser iguales, y ser muy viejas, que ya sólo se usan para evocarlas, que aparecen sobre todo en los recuerdos, en los cuentos, en las historias. Son cosas que ya no tienen artículo, ni determinado ni indeterminado, como si ya más bien fueran un nombre, y que además tienen algo así como un apellido: novias de mayo, tazas de té, manteles de cuadritos, galletas de animalitos, “bicicletas para dos” —dice Paul McCartney cuando se pregunta por qué hay tantas cosas en el patio—, agua de uso, aguja de canevá, valija de viaje, verduritas para hoy y cosas así. Ese “de” del apellido les da su alcurnia de familia añeja, y siempre indica que se trata del caso genitivo: de dónde provienen, de qué están hechas: no son unas galletas cualquiera.

Las cosas, a medida que se piensa en ellas, se van haciendo más quietas: primero eran volátiles y borrosas, después eran útiles y móviles, pero a medida que alguien se fija en ellas, ellas se quedan fijas y sus piezas dejan de moverse. La cosa deja de funcionar como si ya fuera de una sola pieza, como cuando la licuadora está guardada en la alacena como estatua sin moverse. Y con ellas no se puede hacer nada y solamente resta mirarlas y agradecerles su presencia.

Esto sucede al atardecer. Es cierto, cuando cae la tarde —esa hora que está entre el cansancio y el descanso— ya se empiezan a fijar los poetas en las cosas, contemplándolas y escribiendo sobre ellas: como si las cosas llegaran a la hora de la cita en que ya pueden ser ellas mismas y no utensilios ni aparatos ni mercancías, y como si a los escritores les diera por escribir citas sobre ellas —a la mejor es lo mismo—, porque como dice Francis Ponge, uno se pone “De parte de las cosas”:

⠀⠀“La vida sosegada de las cosas” (Perec).

⠀⠀“Sentirse al fin maduro para ver en las cosas nada más que las cosas” (Jaime Torres Bodet).

⠀⠀“Cuando una cosa no es más que lo que es, se hace demasiado útil” (Honoré de Balzac).

⠀⠀“Las cosas son el único sentido oculto de las cosas” (Fernando Pessoa).

⠀⠀“Sin el amor a los objetos caeríamos prontamente en la barbarie” (Alfonso Reyes).

⠀⠀“Cosas: en tanto digo esto —escuchad— se hace un silencio; el silencio que hay alrededor de las cosas” (Rainer Maria Rilke).

Cuando ya va a oscurecer, uno voltea alrededor y ve todas las cosas que sirvieron durante el día que se quedan quietas, calladas, como replegadas hacia adentro. A los juguetes, que estuvieron tan activos durante el día, y a los cucharones y los portafolios, se les ve cómo se duermen, y hasta parece que sueñan. Y es que a esas horas las cosas que sirvieron durante la jornada dejan de ser utensilios y dejan de ser útiles y entran en el silencio como entran en las sombras, y se recogen —se hacen bolita— y se guardan a sí mismas, y recuperan el alma que anduvieron desperdigando durante el día, y entonces, ahí, quietas, sin moverse, sin distraerse con otras cosas, ya se les puede contemplar la vida que tienen dentro, cargada de trabajos, de fatigas, de deberes cumplidos, de una vida interior enormemente parecida a la de nosotros.

Por todo eso dice Rilke que El beso de Rodin es una cosa. Y que lo primero que vimos y con lo único que nos encariñamos de niños fueron las cosas, las patas de la mesa, los biberones, los zapatos de los adultos, la cucharita de plata, la nariz de la mamá; y el niño las miraba y “adquiría su calma, su dignidad tranquila”.

O sea, así, toda cosa es una escultura, y toda escultura es nada más una cosa, y entonces Rodin decía que de lo único de que se trata es que quede bien hecha.

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