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“Yo tengo un poco de estas dos almas: la ciudad y el campo”

Luego de vivir 30 años en la Ciudad de México, el periodista y poeta Javier Molina volvió, en 1993, a la ciudad que lo vio nacer: San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Ahí se quedó por siempre. Volver al territorio le permitió trabajar apartado de los grupitos literarios, pero, sobre todo, le abrió la posibilidad de dedicarse a escribir y a enseñar poesía. El arte fue, para él, una forma de estar unido a los demás a pesar de la distancia. Hoy que Javier ya no está con nosotros, la memoria, hecha de palabras, recrea su presencia.


Ante todo, Javier Molina fue siempre un poeta. En su conversación, en sus textos periodísticos, en sus talleres, en su andar por la vida afloraban la sencillez, la concisión y la sagacidad silenciosa del buen verso. En este momento, Javier ya no está con nosotros. Falleció hace unos días en su natal San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Tenía 78 años.

No es sencillo asimilar que de pronto ya no pueda compartir su mundo un hombre que se sentía obligado a no perder la imaginación, a serle fiel a sus principios, a hacer todo lo posible para comprender y estar de acuerdo con lo nuevo, con lo que sale a la superficie impulsado por los jóvenes, por la curiosidad o por el talento; no es sencillo aceptar que vaya extinguiéndose esa clase de hombres que tanta falta hace en cualquier lugar, esa clase de hombres que sabe nutrir el alma de la tradición literaria, musical, histórica, cultural de su tierra, de su país, del mundo entero.

Hace casi 30 años, Javier Molino regresó a San Cristóbal de Las Casas y no se imaginó, ni por un momento, que ya no saldría de ahí. Claro, no pensaba quedarse. Sólo iba de vacaciones. Era octubre de 1993 y se había afincado varias décadas atrás en la Ciudad de México, donde estudió sociología en la UNAM, participó en el movimiento estudiantil de 1968, fundó con otros periodistas el diario La Jornada y promovía con su pluma el universo cultural de la época. Pero mientras Javier vacacionaba, San Cristóbal de Las Casa estaba a punto de convulsionar gracias al movimiento zapatista, que el 1 de enero de 1994 le declaró la guerra al gobierno mexicano para mostrarle al mundo, de forma brutal, el rostro de un país pobre y con millones de excluidos que el salinismo se empeñó especialmente en ocultar.

Su vieja casa en el barrio de La Merced, el mismo lugar donde Javier nació el 8 de noviembre de 1942 y falleció el domingo 28 de marzo de 2021, se volvió entonces un sitio de paso obligado para amigos que llegaban de la Ciudad de México, en aquel convulso 1994, atraídos por las consecuencias del movimiento armado. Así, se fue prolongando su estancia en su natal San Cristóbal hasta que no la dejó nunca más, a pesar de la trayectoria que marcó su paso por la gran urbe en publicaciones como Punto de Partida, La Cultura en México, El gallo Ilustrado, como reportero cultural del viejo unomásuno y La Jornada (de la que también fue corresponsal en San Cristóbal de Las Casas) o como autor de los títulos Bajo la lluvia (1974), Para hacer plática (1978), Muestrario (1984). En 2003, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y La Casa de las Imágenes le publicaron un cuadernillo con el poema “La luz se rebela”, para acompañar a la obra fotográfica de José Ángel Rodríguez intitulada lok´tavanej: cazador de imágenes. Famoso fue también el taller de poesía que por muchos años dirigió Javier en San Cristóbal.

A pesar de que nunca se sintió marginado del mundo literario, volver al territorio de sus orígenes le permitió trabajar apartado de los grupitos que pretenden (y a veces logran) controlar la cultura, lo que le abrió el camino para determinar con toda libertad su propio rumbo y, en especial, el poder dedicarse a escribir poesía. Sabía con precisión que el arte, en general, otorga a sus participantes la posibilidad de estar juntos estando lejos el uno del otro, como decía el poeta francés Guillaume Apollinaire: “Nosotros que vivimos de morir lejos/ uno del otro/ tendemos nuestros brazos y sobre esos rieles/ se desliza un largo tren de carga”.

—La intención del escritor no es aislarse —me dijo Javier Molina en una ocasión en que conversamos a propósito de sus 70 años—: sigo en contacto, hasta donde es posible gracias a la tecnología y los medios, con lo que sucede en México y en el mundo. Esto es muy notorio en lo que escribo: está presente el paisaje urbano de la gran Ciudad de México, pero también el paisaje chiapaneco, la naturaleza, el drama de la lucha indígena. En América Latina la ciudad y el campo son parte de nuestros países. Y yo tengo un poco de estas dos almas: la ciudad y el campo.

A Javier Molina lo conocí al finalizar un encuentro de escritores en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Su apariencia chocaba con la esfera jactanciosa y pesada que formaban algunos de los funcionarios e intelectuales que celebraban la reunión. Javier caminaba por ahí, silencioso, sencillo, retraído, pequeño, delgado y de pasos breves. Traía bajo el brazo un periódico, un libro, una libreta quizá. Y empezamos a conversar. Le pregunté, entonces, por la brigada Marilyn Monroe, que integró, junto a otros estudiantes, en 1968. Javier, algo sorprendido, cambió su rostro reflexivo, melancólico, curtido, con una breve sonrisa cargada de recuerdos.

Porque para Javier el movimiento estudiantil de 1968 fue no sólo de lucha política, sino también, y quizá sobre todo, un gran movimiento cultural, de la sensibilidad, de la expresión plástica, literaria, musical, cinematográfica. Fue una gran manifestación por la libertad, por ocupar las calles, en contra de la autoridad. Y la belleza no podía quedar fuera. Dentro de ella, Marilyn Monroe era un personaje especial: víctima de las grandes mafias y compañías de cine hollywoodense, desde que se murió en 1962 dejó una fuerte presencia. Poseía una verdad muy limpia, antisolemne.

A tal grado, me contó Javier en 2012, que en la poesía el mismo Ernesto Cardenal la inmortalizo en la afamada “Oración por Marilyn Monroe”, que dice, en sus primero versos: “Señor/ recibe a esta muchacha conocida en toda la tierra con el nombre de Marilyn Monroe/ aunque ése no era su verdadero nombre/ (pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a los 9 años/ y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar)/ y ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje/ sin su Agente de Prensa/ sin fotógrafos y sin firmar autógrafos/ sola como un astronauta frente a la noche espacial”.

Javier Molina. / “La foto que me tomó Rogelio Cuéllar en 1968”.

Javier Molina llegó a la gran capital en 1963. Tenía claro que deseaba estudiar en la UNAM. Así, en 1963 ya estaba inscrito en la Preparatoria 7. Fue una jugada que hizo sin plena consciencia de lo que vendría. Pero, con los años, lo reconfortaría aquel fragmento de Heráclito que dice: “Si no esperas lo inesperado, nunca lo encontrarás, ya que es harto difícil de hallar”. Por lo tanto, su participación en las protestas estudiantiles de 1968 no fue la de un militante cuadrado, sino de la de alguien más cercanos al arte, a la imaginación. He ahí la razón de la Brigada Política Marilyn Monroe: le daba a su actuar un poco de alegría e informalidad, cierta ligereza sana que le quitaba la solemnidad. Fue un momento de jóvenes que decidieron apartarse de las formas antiguas y anquilosadas de los viejos políticos.

Javier Molina nunca fue un autor con prisa por publicar. Su interior le dictaba la madurez del verso. Sólo entonces caía el poema. Tal vez por eso su marcha, su paso, su andar por la vida dejó siempre esa sensación de viento tranquilo, de lentitud, de contemplación, de pausa. Una poesía más emocional que reflexiva: “Enciende la fogata de uvas/ en la aurora/ rescata la mirada de las cosas/ del agua, del camino./ Olvida la tormenta, los desvelos/ y el olvido. El cazador descansa/ encuentra en el sueño/ su destino”.

Porque bien lo sabía Javier: “La poesía tiene que ver tanto con el momento, como con todo aquello que se ha experimentado desde el principio: el sentido de la vida, la razón de la existencia, la grandeza de las relaciones humana, la grandeza de lo pequeño”. Quizá por eso fue un creyente de que, para el poeta, el primer libro era la semilla de lo que vendría después. De ahí, de ese primer volumen, brotarían los temas, la entonación, la musicalidad, la respiración que se irían puliendo y enriqueciendo al no abandonar el oficio, un oficio —el de poeta— que él practicó por casi medio siglo.

Un oficio que, decía, le da la posibilidad, a quien lo ejerce, de expresar las verdades de nuestra historia, de nuestra vida cotidiana, de expresar la emoción, el sentimiento, el amor, la amistad, el compañerismo y la admiración por la naturaleza.

A través de la poesía, Javier supo ver el mundo, sus cambios, pero también aprendió a observar y modificar su forma de escribir y los escenarios en que movía la pluma o presionaba la tecla. Javier fue un recolector de palabras, ya fuera para representar el mundo exterior o para transformarlo al transformar también las palabras. Toda su obra (periodística o poética) tiene una profunda raíz humana. Y toda su vida halló cauce en la poesía. Porque la poesía, para Javier, significó la vida misma. En la poesía, la vida tomaba forma; la poesía era el canto de los pájaros, la libertad. La libertad, decía, de cantar y expresar lo que uno siente.

Poemas de Javier Molina

La luz se rebela

La luz se rebela
Llegaré al fondo más oscuro del bosque
donde los niños juegan
ocultos de todo. Llegaré
a un lugar donde el sueño es difícil
y las casas se han incendiado. Preguntaré
por la luz de una gota
de lluvia en la hierba. Escucharé
lo que dices
para regresar a casa.

Enciende la fogata de uvas
en la aurora
rescata la mirada de las cosas
del agua, del camino.
Olvida la tormenta, los desvelos
y el olvido. El cazador descansa
encuentra en el sueño
su destino.

Están las antiguas palabras:
No habrá gloria ni grandeza
en nuestra creación y formación hasta que exista
la criatura humana, el hombre formado. Así dijeron.

En un cuarto oscuro
se revela la luz del amanecer.

La música del agua

La música del agua
de la lluvia
recuerda el día
inicial del barco navegando
en las ciudades,
en trenes que recorren el paisaje
de una muchacha dormida
que sueña el campo donde llueve.
La luz de la linterna
en la noche del pueblo
en el otoño. Las
hojas del cuaderno,
la luz del agua
de tus ojos.
La escritura del tiempo
en los árboles del patio,
en el color del barro de las tejas,
en las huellas de la lluvia
y de tus pasos.

Azul era el cuarto

El día era gris pero azul era el cuarto, en el tiempo
de un ala iba otro árbol a cantar a otra barca. El silencio
era un oro que navegaba en el trigo como campanas en una aurora
demasiado escondida como para no ver las estaciones del año
en el movimiento de la bailarina.
En el cielo nubes fugaces decían que las calles
pasaban como damas riachuelos la danza de caminos que nunca
llegaban a decir una sola palabra.
Entonces la manta era extendida en el campo
y vinos manzanas trifulcas desvelos
se desparramaban como canciones en labios de miradas
acuáticas y somnolientas como una madrugada.
Despertar era una obra de arte
Salir de una circunferencia que habíamos visto
antes de conocer la calle la ciudad y la ventana
y la montaña y la barca y la palabra entera
esperando un trago en el frío de una dulce llovizna.

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