Los 90 años de Thomas Bernhard
Novelista, poeta y dramaturgo austriaco, Thomas Bernhard es considerado como uno de los más grandes autores de la literatura en lengua alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial. Nació en Heerlen, Países Bajos, 1931, y murió en Gmunden, Austria, en 1989. Después de seguir estudios de música, se orientó hacia la literatura, y desde su primera novela, Helada (1963), desarrolló un universo nihilista habitado por personajes ferozmente autocríticos y autodestructivos. En este mes de febrero de 2021, el escritor habría cumplido 90 años de edad. Aquí lo recordamos…
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Thomas Bernhard habría cumplido las nueve décadas de vida de no haber fallecido el 12 de febrero de 1989, tres días después de haber celebrado 58 años de edad. Había visto la luz primera en los Países Bajos y cerrado los ojos en Austria.
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Cuando le concedieron el Premio Grillparzer, Thomas Bernhard no podía creerlo. “Ahora que los austriacos, mis compatriotas —relata en su libro El sobrino de Wittgenstein (Anagrama)—, que hasta este momento sólo me han pisoteado, me distinguen con este prestigiado galardón, creía realmente haber alcanzado un punto culminante”, para lo cual incluso fue a comprarse, insólitamente, un traje nuevo, que, confiesa, le quedó a la postre demasiado estrecho. “Las concesiones de premios —dice—, si prescindo del dinero que reportan, son lo más insoportable del mundo. Había tenido ya esa experiencia en Alemania. No ensalzan, como creí antes de recibir mi primer premio, sino rebajan, y por cierto de la forma más humillante. Sólo porque pensaba siempre en el dinero que traen, las soportaba. Sólo por esa razón fui a los más diversos ayuntamientos viejos y a todos esos salones de actos de mal gusto”.
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Su opinión, por supuesto, es dura, severa, pétrea, porque así le fue en la feria, pese a que realmente era admirado en muchos sitios. Hasta los 40 años, según apunta, aguantó esas “humillaciones”. Dejó que lo “defecaran en la cabeza” en esos “ayuntamientos y salones de actos”, porque, asegura, “aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la cabeza, porque le pagan a uno por ello”.
Por haber aceptado tantos premios, decía Bernhard, se hizo “abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo”. Y, sin embargo, cuando aceptó el galardón Grillparzer, “pensaba que aquello era distinto” porque se lo entregaba la Academia de Ciencias. Y, por tanto, era una magnífica excepción.
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Mas no fue así.
“Hubo algunos discursos sobre Grillparzer y se dijeron unas palabras sobre mí —apuntó Bernhard—; en conjunto el acto duró una hora y, como siempre en esas ocasiones, se habló demasiado y, como es natural, tonterías. Durante esos discursos la ministra se durmió y, como pude oír claramente, se puso a roncar, y no se despertó hasta que los músicos de cámara filarmónicos empezaron a tocar otra vez”.
Cuando terminó la ceremonia, “se arremolinaron en el estrado tantos como pudieron alrededor de la ministra y del presidente Hunger. A mí ya nadie me hizo caso —apuntó Bernhard—. Como no dejé inmediatamente el salón de actos con los míos, oí todavía cómo la ministra exclamaba de pronto: ¿Pero dónde está el escritorcete? Entonces tuve bastante, definitivamente, y dejé la Academia de Ciencias tan de prisa como pude”.
Y avergonzado, y rabioso… y defecado, de nuevo.
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Al recibir en 1968 el Premio Nacional de Literatura, mucho antes del Grillparzer, el ministro que, “en el salón de audiencias del Ministerio, hizo lo que se llama mi elogio —escribió Bernhard—, no dijo en ese elogio más que tonterías de mí, porque no hizo más que leer en un papel lo que le había escrito alguno de sus funcionarios encargado de la literatura; por ejemplo, que yo había escrito una novela sobre los mares del sur, lo que, naturalmente, jamás había hecho. Aunque siempre he sido austriaco, el ministro afirmó que yo era holandés. Aunque yo no tenía la menor idea de ello, el ministro afirmó que yo estaba especializado en novelas de aventuras. En su discurso afirmó varias veces que yo era extranjero y huésped de Austria”.
Sin embargo, pese a las “insensateces” proclamadas por el ministro, Bernhard dijo no verse afectado porque sabía muy bien que “aquel tonto de Estiria que, antes de ser ministro, había sido en Graz secretario de Agricultura, encargado sobre todo de la ganadería, no tenía la culpa. Aquel ministro, como, sin excepción, todos los demás ministros, llevaba la estupidez escrita en el rostro, lo que era repulsivo pero no indignante, y aguanté sin más aquel elogio ministerial de mí”.
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Empero, cuando Bernhard leyó su breve discurso (“a toda prisa y con la mayor repugnancia”), que no duró más de tres minutos, donde hizo “una pequeña digresión filosófica” en la que “sólo decía que el hombre es miserable y tiene la muerte segura”, el ministro, “que no había comprendido nada de lo que yo había dicho, saltó de su asiento, indignado, y agitó el puño cerrado ante mi cara; resoplando de rabia me llamó además perro delante de todos los presentes y dejó el salón, no sin cerrar tras de sí la puerta de cristales con tal fuerza que se partió en mil pedazos”.
Durante unos minutos reinó, escribió Bernhard, “un profundo silencio”, luego de lo cual ocurrió “lo curioso: toda la concurrencia, a la que sólo puedo calificar de jauría oportunista, se precipitó tras el ministro, no sin arremeter antes contra mí no sólo con insultos sino también con puños cerrados”.
Los periódicos, al día siguiente, hablaban de aquel Bernhard “que tiraba piedras a su propio tejado”.
¿Cómo se atrevía el escritorzuelo, pues, a comportarse de tal modo si lo estaban premiando, con dinero incluido, si le estaban sirviendo el banquete con la mesa puesta?
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Los que reciben premios como por encargo tal vez sepan de estas minucias.
Yo, la verdad, lo ignoro, aunque sí sé, porque uno no es tonto, cómo algunos premiados —bastantes— agachan la cabeza, se ponen de hinojos ante la autoridad, se congratulan de su servilismo, se dan golpes de pecho para borrar sus pensamientos anteriores, se refocilan de su conservadurismo y de sus buenas costumbres… y se dejan defecar en la cabeza.