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Una década, apenas (a penas), de la Secretaría de Cultura federal

Diciembre, 2025

En diciembre de 2015, por decreto presidencial, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, se elevó al antiguo Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) a rango de Secretaría de Estado. Una década ha pasado desde entonces, y las cosas no han cambiado demasiado. De hecho, si ha habido una constante ésta ha sido la continuación de varios de los mismos, eternos, vicios. Como señala en este texto el veterano periodista Víctor Roura: nuevamente hemos sido testigos del favoritismo discrecional a ciertos hacedores de la cultura, continúa el desequilibrio en la repartición publicitaria oficial, incluso hemos visto el agravio a la honorabilidad de los creadores de la cultura, etcétera, etcétera, etcétera.

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Hace veintitrés años el poeta Alejandro Aura, cuando fungía como el segundo director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México (creado en 1998 cuyo primer encargado fue, brevemente, el morelense historiador Marco Buenrostro), propuso inútilmente la fundación de una Secretaría de Cultura, en esos momentos inexistente, si bien un año luego de que Aura renunciara al Instituto de Cultura por sentir, el poeta, una absoluta falta de apoyo económico de López Obrador, fue construida el 31 de enero de 2002, sólo en la Ciudad de México, una Secretaría de Cultura que ocupara, desde el 30 de abril de 2002, Enrique Semo (nacido en Bulgaria hace 95 años, el 30 de julio de 1930, instalado en nuestro país en 1942 por haber sido perseguida su familia por el fascismo europeo, mas naturalizado mexicano a partir del 28 de agosto de 1950), siendo reemplazado sucesivamente por Raquel Sosa (2005-2006), Elena Cepeda (2006-2012), Nina Serrano (2012), Lucía García Noriega (2012-2013), Eduardo Vázquez Martín (2013-2018), José Alfonso Suárez del Real (2018-2020), Vannesa Bohórquez López (2020-2022), Claudia Curiel de Icaza (2022-2024), Argel Gómez Concheiro (2024) y Ana Francis Mor (6 de octubre de 2024-).

Se apunta, sin embargo, que el primer secretario de esta dependencia capitalina fue, no siéndolo, Alejandro Aura, quien fuera desoído justamente por Andrés Manuel López Obrador, y así lo puso, con todas sus letras, el poeta Aura: “Esta es la página que no mereció ningún comentario de tu parte sino que, más bien, antecedió a la negativa de ampliación presupuestal”.

Y subrayaba el poeta tres incisos básicos que nunca fueron tratados, razones por las cuales, en su dignidad, Aura renunció a su puesto burocrático: “Presencia central de la cultura en la política del gobierno. Jerarquía para aportar puntos de vista sobre los aspectos culturales de las políticas generales… Proyección nacional de la política cultural del [entonces] DF. Capacidad de negociación con (el) CNCA [entonces Conaculta, el centro rector de la cultura sin bases jurídicas] para discutir políticas culturales. Aplicación de recursos. Puesta en práctica de programas que definan los conceptos de cultura en la capital del país”.

Imágenes institucionales de la Secretaría de Cultura federal.

Y, al final, “creación de la Secretaría de Cultura. Definición de apreciación de la cultura como asunto central de las políticas de gobierno. Incorporación de la cultura a las preocupaciones centrales de la transformación de la sociedad: honestidad, pertenencia, participación. Civilización vs barbarie. Labor de la cultura en la definición de país y nación”.

Pero Alejandro Aura no fue escuchado; su carta de renuncia, hoy en el olvido, nos exhibe lo que 17 años después, de 2018 en adelante, vendría a ser el mismo calvario cultural desde que México es México: el favoritismo discrecional a ciertos hacedores de la cultura, un desequilibrio en la repartición publicitaria oficial, el agravio a la honorabilidad de los creadores de la cultura, el ofensivo desinterés político para proteger a los consentidos de la administración sexenal.

Aura no pudo constatar, acaso para su bien, cuánto entendimiento racional tenían sus palabras en aquella carta, hoy olvidada, de su renuncia: murió una década antes de que López Obrador asumiera la Presidencia de la República… con el mismo desinterés hacia el aspecto cultural.

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Entre otras circunstancias negativas, Alejandro Aura (2 de marzo de 1944 / 30 de julio de 2008) externaba en su carta de renuncia que “de 20 pesos destinados en el 2000 por habitante al año”, el presupuesto de la cultura se pasó “para el ejercicio del 2001 a tres pesos con 77 centavos” por ciudadano, lo que imposibilitara el trabajo directivo de Aura (“lo que ni en broma es suficiente ante el atraso y las carencias, pero la desproporción vuelve ridícula la actual atención cultural”), quien según apuntara en aquella misiva, se negaba a cobrar por no hacer nada: “No quiero seguir cobrando sin hacer nada, y con el presupuesto que tengo no puedo hacer nada”, aseguraba.

Pero nadie lo detuvo, ni nadie dijo nada al respecto.

Finalmente estas dependencias “culturales”, tal como se sigue demostrando hasta el día de hoy, fueron ideadas, en un principio, para la organización de festivales en el Zócalo capitalino: “El ICCM [Instituto de Cultura de la Ciudad de México, antes de su transformación en Secretaría en 2002] se ha visto —decía Aura—, una y otra vez, durante los últimos cuatro meses, reducido al triste papel de la antigua Socicultur: abastecedor de tarimas, micrófonos y conjuntos musicales para amenizar actos de gobierno”.

Rafael Tovar y de Teresa y Cristina García Cepeda. / Fotos: Secretaría de Cultura|Wikimedia Commons.

Una década antes de la invención del Instituto de Cultura de la Ciudad de México vino, el 7 de diciembre de 1988, el obsequio del presidente Carlos Salinas de Gortari a Octavio Paz: el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA o Conaculta), como “un órgano administrativo desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública”, dirigido en su comienzo por Víctor Flores Olea (Toluca, 1932, fallecido 88 años después en Acapulco el 20 de noviembre de 2020), despedido —aunque el sistema ahora lo niega aduciendo que jamás fuera Flores Olea expulsado de aquel centro, sino yéndose, en santa paz tal como llegó— abruptamente de aquel Consejo luego de que el poeta Octavio Paz, suntuoso Nobel de Literatura 1990, no fuera invitado a participar en el Coloquio de Invierno organizado en febrero de 1992 por el Centro de Estudios sobre México y Estados Unidos de El Colegio de México, la UNAM y la revista Nexos, que erizó de ira al ensayista mexicano a tales grados que pidió a su amigo Salinas de Gortari que descabezara a “su” Conaculta o él mismo, el apreciado Nobel mexicano, se iba a radicar a Francia, cortando de tajo el mandatario el camino político de Flores Olea sustituyéndolo, nada más ni nada menos, por Rafael Tovar y de Teresa quien, yerno entonces de José López Portillo, empezara a tener cargos públicos a sus 25 años de edad, en 1979, sabedor de todas las triquiñuelas habidas y por haber en la cultura, benefactor económico de todos los males de la cúpula intelectual, al grado de que incluso, durante la docena trágica panista (de 2000 a 2012), siguió en la diplomacia y asesor de asuntos culturales en las gestiones administrativas —encargadas de la presidencia del Conaculta— de Sari Bermúdez en el foxato y de Consuelo Sáizar en el calderonato: su presencia —la de Tovar y de Teresa— prácticamente fue emérita en la burocracia cultural (¡hasta la secretaria de Cultura en el obradorismo, Alejandra Frausto —nacida en la Ciudad de México en 1972—, decía orgullosa haber colaborado con Tovar y de Teresa siguiéndole de cerca los pasos!).

Después de haber sido dado de baja del Conaculta, entonces Flores Olea, obviamente, se convirtió en punzante crítico de la sociedad.

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Las palabras peticionarias, sí, de Alejandro Aura no fueron escuchadas por López Obrador cuando éste era el jefe de gobierno de la Ciudad de México. La carta de renuncia en 2001 (“a partir del 30 de abril del año en curso quedarán totalmente terminados los efectos del nombramiento que como director general del Instituto de Cultura de la Ciudad de México me otorgara el C. Jefe de Gobierno del Distrito Federal”) aclaraba la incompetencia política sobre las cuestiones culturales: “Comentaste —le decía Aura a López Obrador— que aunque las recaudaciones eran mayores a lo esperado, las prioridades de tu gobierno eran, en ese momento (hace un mes [marzo de 2001 en una gestión gubernamental que abarcara del 29 de noviembre de 2000 hasta el 5 de diciembre de 2005]), acciones en el terreno de las obras públicas y de la atención a problemas sociales y que cuando estuvieran cubiertas esas necesidades atenderías los asuntos de cultura que, por supuesto, también son prioritarios, dijiste”.

Pero esa promesa no fue cumplida, de ahí la despedida de Aura de una inservible burocracia: “Ninguna [entonces] delegación [ahora alcaldías] reconoce tener un presupuesto suficiente para atender bienes y servicios culturales de sus gobernados, aunque en algunas se hacen esfuerzos, más bien filantrópicos, para subsanarlos. Pero la Asamblea Legislativa aprobó un presupuesto en los programas 31 y 32 de 979 millones, 108 pesos aproximadamente por habitante del [entonces] Distrito Federal [ahora Ciudad de México], lo que se acerca a la proporción recomendada por la Unesco de 1.5 por ciento del gasto total. O sea que de 108 pesos destinados a la cultura por habitante, sólo se aplican este año 3.77; lo demás es burocracia, o algo así”.

Se fue Aura del país para estar al frente, aun con presupuesto federal de la Secretaría de Relaciones Exteriores, del Instituto de Cultura de México en Madrid, de julio de 2001 a diciembre de 2003.

Alejandra Frausto y Claudia Curiel de Icaza. / Fotos: Secretaría de Cultura|Wikimedia Commons.

Y aunque Aura ya no lo viviera, pues falleció en 2008 en Madrid a los 64 años de edad, 14 años después de su propuesta a López Obrtador de convertir el Instituto de Cultura en una federativa Secretaría de Cultura, el priista Enrique Peña Nieto se tomó en serio estas palabras y el 18 de diciembre de 2015, hace apenas (a duras penas) una década, fundó, por fin, la Secretaría de Cultura —difuminando al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes— encargándosela, but of course, a Rafael Tovar y de Teresa, primer secretario del ramo por un año ya que falleció, a los 62 años de edad el 10 de diciembre de 2016 en una carrera de 37 años abocada a financiar los gastos de los admirados intelectuales (Paz y su esposa, por ejemplo, se mudaron a una casa en Coyoacán en diciembre de 1997, domicilio del poeta hasta su muerte, en abril de 1998).

Al morir Tovar y de Teresa (en activo, aun a sabiendas de que tenía cáncer de médula ósea —incluso el funcionario estuvo ingresado 14 días en un hospital de Phoenix, Arizona—, que lo debilitaba en extremo, mas no quiso separarse de su cargo porque, vaya cosas, la familia de un político muerto en funciones recibe más millones que un político retirado de su empleo no accede, su familia, a un monto excesivamente millonario), la Secretaría fue asumida por María Cristina García Cepeda (1946) antes de que Frausto Guerrero la ocupara durante el obradorismo, y ahora, el cuarto secretario (tres mujeres, un solo hombre), es Claudia Curiel de Icaza (Ciudad de México, 1979), quien antes se había encargado, de 2022 a 2024, de la Secretaria de Cultura de la Ciudad de México.

Estas Secretarías en realidad sólo han servido de propagandistas en actos culturales proporcionando, sobre todo, dinero para surtir los efectos adecuados; sin embargo, esta naturaleza financiera, tanto en los periodos priista y panista como en el obradorismo, ha sido entregada a las personas de las confianzas de las autoridades, que han sabido proteger a los suyos, convirtiendo a estas Secretarías en departamentos de parcialidad benefactora, pues así como López Obrador ignoró por completo las peticiones democráticas de Alejandro Aura, del mismo modo, con semejante comportamiento, lo han hecho las otras burocracias políricas del respectivo partido en el poder.

Apenas diez años va de una Secretaría federal de Cultura, una década de camino a penas contrariadas, de actitud acaso involuntariamente facciosa, si bien el modelo social de apoyar a los que se mantienen del lado de la autoridad (en una falsía naturalidad, en una ejemplarizante simulación, en una apariencia legitimada), tal como lo practicara idílicamente Tovar y de Teresa, es un cordial patrón aprehendido con idóneos resultados replicándose una y otra vez sin ninguna consecuencia gravosa ciudadana.

El consentimiento ha sido, ya, oficializado en estas Secretarías culturales, probablemente más que en ninguna otra.

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