La «Evocación de Píndaro» de Salomón de la Selva
La presencia de Píndaro en las letras castellanas se remonta, por lo menos, a los días de la prisión de Valladolid en que fray Luis de León pedía que le trajeran de su librero en Salamanca un ejemplar griego del príncipe de los líricos. Sin embargo, la difícil naturaleza de la obra pindárica explica por qué ha sido más bien un ave peregrina —si se pondera la enorme influencia de otros autores antiguos como Plutarco, Virgilio u Horacio— en nuestra tradición, y aún en las extranjeras. Son excepcionales casos como el de Hölderlin que se dio a la tarea de recrear metódicamente el aliento poético del tebano para las letras alemanas. Materia tan compleja, no sólo por la dificultad de la lengua o de los temas sino por su métrica intrincada, que incluso la filología ha tenido que esperar —habida cuenta de los adelantos de Boeckh— a Bruno Snell a mediados del siglo pasado para venir a entender el mecanismo de las famosas Odas.
Pero rara vez los creadores han esperado el aval del especialista para apropiarse, con sus intuiciones y hasta con su erudición particular, de un escritor antiguo. En este sentido destaca en las letras hispanoamericanas, publicado en 1957, el libro Evocación de Píndaro del poeta Salomón de la Selva (León, Nicaragua, 1893 – París, 1959). Este epinicio, como se llama al género de poesía que saluda una proeza atlética y que floreció precisamente en el siglo V a. C. con las Odas pindáricas, está compuesto, según reza la portada interior, “para Celebrar la Victoria de Mateo Flores en la Carrera de Maratón de los Segundos Juegos Deportivos Panamericanos, celebrados en México en Marzo de 1955 y para Conmemorar el Primer Cincuentenario de la Publicación, en 1905, del libro Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío”. Así lo expresa el poeta en sus versos:
… persuadido
de que en su tiempo Píndaro te hubiera honrado,
bajo su avocación, Mateo Flores, quiero
celebrar tu victoria con el honor de un canto
de vida y esperanza,
en alabanza para Centroamérica
(de donde soy, nacido en Nicaragua)
dada la circunstancia de cumplirse este año
el primer medio siglo de los mejores versos
del Cisne americano.
(Canto primero, VI, 6)
Como sucedió con Telesícrates de Cirene o Sógenes de Egina, atletas celebrados por Píndaro, el nombre de Mateo Flores no sería conocido fuera del ámbito local y deportivo de no haber sido cantado por Salomón de la Selva. El nombre verdadero del corredor fue Doroteo Guamuch Flores; nació en Guatemala en 1922 y allí mismo murió en 2011. Su mayor victoria fue la del Maratón de Boston de 1952 con un tiempo de 2:31:53, razón por la cual un estadio en su patria lleva su nombre.
Sin embargo, la celebración del atleta victorioso es pretexto, como también en Píndaro, para repasar toda una mitología, una poética e incluso la historia. Este gran ciclo poemático (175 páginas en total) está dividido en Epinicio, Primer canto: Recordación y defensa del cisne, Primer interludio: Himno a Perséfone; Segundo canto: Alabanza del Valle de México y Recordación de Maratón, Segundo interludio: Himno a Palas Atenea; Tercer canto: Píndaro en Delfos, Final del poema: Himno a Apolo.
El poema está compuesto en verso libre pero minuciosamente sonoro, intercalando versos canónicos aquí y allá, así como Píndaro refrenaba en sus Odas el metro dactílico para no caer en la monotonía del hexámetro o de otros versos regulares. La simetría cobra más sentido cuando nos percatamos de que el antecesor y maestro de Salomón de la Selva, y a quien le dedica efectivamente una larga estanza del poema, fue Rubén Darío, artífice de concinidad, rima y rigurosidad métrica, si bien variadísima: también Píndaro dialogaba con los versos de Homero en una tensión de apropiación y ruptura. Sin embargo, mucho más cercana a la época y al ambiente de Salomón de la Selva, que a fin de cuentas se educó en Estados Unidos desde los doce años y comenzó en Nueva York su carrera literaria en inglés con el libro Tropical Town and Other Poems (1918), era la influencia de Walt Whitman y del caudal de la nueva poesía norteamericana del momento: se encontrará en la Evocación de Píndaro, por lo tanto, una abstención a la música y a la rima modernistas, y un gusto por la enumeración, la sonoridad de los nombre aborígenes, el prosaísmo y el tono magnánimo y declamatorio, amén del free verse o verso libre, expedientes todos ejercitados por el bardo norteamericano. Esta influencia en la poesía de Salomón de la Selva, manifestada tempranamente desde su libro fundamental en español, El soldado desconocido (1922), fue un elemento novedoso —como en su momento lo notaron Octavio Paz y Xavier Villaurrutia— en una literatura hispanoamericana referida entonces casi exclusivamente a las letras francesas. Miguel Ángel Flores apuntó:
Con el libro de Salomón de la Selva [El soldado desconocido] se funda nuestra vanguardia; según José Emilio Pacheco, con él comparten ese acto de fundación su amigo y maestro Pedro Henríquez Ureña y Salvador Novo, cuyos libros Espejo y Poemas proletarios deben mucho a la poesía de De la Selva: ambos inauguran la “antipoesía”, que tiene en el prosaísmo uno de sus rasgos expresivos más importantes.
Estas características formales lo acompañarán a lo largo de su producción poética hasta llegar a la Evocación de Píndaro (1957), habiendo pasado por su Evocación de Horacio (1949) y su Canto a la Independencia nacional de México (1955), y aún en sus últimos libros como De Acolmixtli Nezahualcóyotl (1958).
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A lo largo de su vida mantuvo Salomón de la Selva una propensión política, y hasta se diría que ésta fue el signo de su vida: la anécdota cuenta que a los doce años pronunció un discurso apologético sobre los derechos del hombre y del ciudadano frente al dictador nicaragüense José Santos Celaya, lo que valió la libertad de su padre disidente, Salomón Selva, y aún le consiguió al niño la definitiva estancia de formación en Estados Unidos, patrocinada por Celaya. Pasado el tiempo, De la Selva apoyaría la causa del líder revolucionario Augusto Sandino en Nicaragua, en cuya defensa escribió el libro La guerra de Sandino o pueblo desnudo, no publicado en vida del autor. Poco después fue nombrado en México consejero particular del presidente Miguel Alemán, a quien dedicó su libro Ilustre familia, derroche tipográfico, tirado en gran formato por los Talleres Gráficos de la Nación, con estas palabras: “A Miguel Alemán/ presidente de México/ en reconocimiento/ de su genio/ de gobernante/ democrático” (M. A. Flores consigna la noticia de que nuestro poeta era escritor fantasma del presidente Alemán, de quien incluso pudo haber elaborado su discurso de ingreso a la Academia en 1953). En sus últimos años De la Selva fue nombrado embajador de Nicaragua en la Santa Sede por Luis Somoza Debayle, el dictador.
Esta cercanía con el poder, bastante ambivalente, caracteriza el itinerario de Salomón de la Selva de un modo que no puede menos de recordarnos a un Píndaro patrocinado por Hierón, tirano de Siracusa, sólo que en vez de pequeñas ciudades griegas, el ámbito de Salomón de la Selva fue el de los países americanos: su patria Nicaragua, El Salvador (cuyo Ministerio de Educación publicó la Evocación de Píndaro), Costa Rica, Panamá y, sobre todo, el México que atravesaba la época de su mayor influencia en la región. Así como Atenas en el siglo V a. C., en palabras de Mme. De Romilly, “llegó a ser algo así como un centro para Grecia, y vio venir a ella toda suerte de especialistas, de intelectuales, y de artistas originarios de todas las ciudades griegas”, México era, a mediados del siglo XX, el foco cultural de Hispanoamérica y aún el político y económico, y el exilio centro y sudamericano de intelectuales ya era una realidad que sólo aumentaría en los años sesenta y setenta. Pero esta fácil asociación, poco histórica en sentido estricto, acaso haya sido la enarbolada por Salomón de la Selva al presentarse como otro Píndaro. Tal vez por esto en su libro Ilustre familia (1952), De la Selva había descrito la figura del griego en los siguientes términos (auto)exculpatorios:
De fuerte individualidad, de hondas pasiones, y reaccionario empedernido a quien atribuló ver en decadencia el sistema aristocrático que él amaba, Píndaro fué, sin embargo, el más reservado de los hombres. Visitaba las cortes, deseosos de agasajarlo los tiranos de su época, semejantes en mucho a los del Renacimiento que se preciaban de la compañía del Petrarca, amigo y adulador de Galeazzo Visconti. Pero, superior al italiano, Píndaro llegaba siempre con talante de profeta, a instruir que no a dar diversión, a conferir más bien que a recibir honores, y si no se le recibía de esa suerte, se retiraba con demasiado orgullo para mostrar enfado. Píndaro no rebajó nunca a plano de halagadora de príncipes su categoría magnífica de intérprete de Apolo. (“Esencia de la poesía épica” en Ilustre familia, pp. XX-XXI)
A pesar de su juventud “socialista y sindical” y de su “simpatía por la izquierda latinoamericana” tan ampliamente desarrolladas por María Montealegre y otros críticos, Salomón de la Selva —y esto no se ha dicho tanto— no fue en absoluto ajeno a la figura y a los procedimientos propios de un poeta de compromiso, que tiene por función cantar a los héroes nacionales apoyado por un Mecenas poderoso dentro del aparato estatal: en este sentido, y para retomar las palabras de Françoise Perus sobre Rubén Darío, Salomón de la Selva “no hace más que prolongar la función más tradicional de la poesía latinoamericana, función cuyo origen arraiga, a no dudarlo, en un sustrato feudal y colonial”: el poeta de oficio. Recordemos simplemente que la Evocación de Píndaro fue publicada por el Ministerio de Educación de El Salvador, su Evocación de Horacio por el estado de Yucatán a través de unos juegos florales y su Ilustre Familia por el Estado federal mexicano. Por su parte, su Acolmixtli Nezahualcóyotl tiene por motivo “celebrar la elevación del señor licenciado don Adolfo López Mateos a la Presidencia de los Estados Unidos Mexicanos”, motivo al que siguen estrofas que conviene olvidar.
En cuanto al tratamiento que Salomón de la Selva dio a ciertos temas patrióticos mexicanos es innegable su convencionalismo y hasta su extravagancia, como cuando compara la Batalla de Puebla con la de Maratón para celebrar después el fusilamiento de Maximiliano con tono grandilocuente:
…las doradas
barbas del necio príncipe,
rivales de las rosas
que el viento abate,
barrieron humilladas
el sacrosanto suelo patrio, borrando
de ese modo la afrenta hecha a nosotros
y la esperanza torpe
de levantar un trono sobre la cerviz de México.
(¡Y más cayó que el infeliz austriaco:
allende el mar se derrumbó un imperio,
y en el Norte de América quedó vencida
la esclavitud del hombre por el hombre!)
(Segundo canto, II, 18)
Así, sus grandes digresiones sobre la historia indígena de Mesoamérica y la historia nacional mexicana a lo largo de su obra vienen a ser una especie de gran mural de letras, modalidad que venía bien con la atmósfera artístico-política de México en los años cincuenta. El propio Diego Rivera ilustró uno de sus libros. El panfleto de José Luis Cuevas, “La cortina de nopal” (1951), donde ponía en tela de juicio el nacionalismo y la supeditación de la individualidad en el arte, habría de tocar puntos que no eran ajenos a las letras. ¿He aquí la explicación del olvido del poeta nicaragüense, conocido apenas en nuestro tiempo? Es posible pensar que su desconocimiento no se debe únicamente a que sus libros fueron ediciones de autor, escasas y por lo tanto, difíciles de difundir y encontrar, como suele argumentarse, sino a que, fuera del El soldado desconocido, su producción poética posterior cae en gran parte en los tabuladores críticos de lo convencional y lo oficial.
Por lo demás, su relación con los escritores en México parece haber sido algo fría. A pesar de las afinidades antiquizantes y de la común amistad con Henríquez Ureña, Alfonso Reyes apenas y llega a mencionarlo. Por otro lado, pervive la anécdota de cuando Salomón de la Selva le pidió a Felipe Servín que lo presentara con el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob entonces radicado en México. El encuentro se dio en una taberna de Coyoacán:
Al iniciarse la conversación Salomón de la Selva abrumó –es la palabra– a Porfirio con sus latines y sus menciones de poetas y versos en griego e inglés. Pero a medida que los ajenjos se agotaban y los tenebrosos cigarrillos de Barba se consumían, Salomón, que no acostumbraba a beber en las cantidades industriales que nosotros lo hacíamos, ni mucho menos fumaba la cannabis, se sumergía en asoporado silencio. Era en cambio la suntuosa hora de Porfirio Barba Jacob, que, literalmente, se henchía de talento y resplandecía de elocuencia, sagacidad e ingenio. De pronto, al advertir el embotamiento de Salomón, el poeta intemporal dijo: –Y usted, poeta, que sabe tantas cosas, puede decirme ¿por dónde se le escapa el talento? –Para rubricar, Felipe Servín confirma: “la amistad no fructificó”…[1]
Toda evocación supone una tradición que se vivifica. El ejemplo de Salomón de la Selva nos da una medida de los logros y descalabros a que está sujeta la reivindicación del mundo grecolatino en nuestro tiempo. El que una vez fuera el iniciador de la vanguardia cantando la individualidad en la guerra y renovando el verso terminó convertido en un poeta cortesano que cataloga anales y nombres a la sombra de un cetro. Quedan, del libro pindárico del poeta, sus versos mejores, ésos que De la Selva logró proyectar fuera de la circunstancia y del compromiso:
Y las sinuosas tribus de los peces,
las gárrulas naciones de los pájaros,
y hasta el tigre feroz del gran bramido
y el enorme elefante que ensordece
–todo animal, en fin–, con igual mansedumbre
para morir se esconden en silencio,
de muerte natural, sin lucha, en mar y en selva;
y la sierpe en su lóbrego escondrijo
debajo de la tierra.
El hombre no, que se aferra a la vida
con las frágiles uñas de su instinto
desesperadamente
por más que la ceguera le prohíba el júbilo
de la luz, y la melancolía
con amargor de lengua
la verde sabrosura y dulzor y olor bueno,
y el oído le cierre a toda voz las puertas
en el entendimiento,
y flácida la carne no consuma
ascuas de amor en pebetero vivo.
Ya no el gozo del mundo lo sustenta:
el terror de la muerte lo domina.
¡Que nunca llegue a dominarme quiero!
(Primer canto, II, 6)