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Woody Allen, nonagenario

Noviembre, 2025

Dejemos a un lado, por un momento, la acusación de la que fue objeto —agresión sexual infantil—, una acusación que tras intensas investigaciones no procedió ni judicial ni jurídicamente. Así que detengámonos por un momento en lo que ha sido su prolífica y diversa trayectoria: no hay duda de que Woody Allen es, hoy por hoy, uno de los grandes personajes de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos del presente siglo. Humorista primero, artista total después, la suya es una carrera que abarca la televisión, el cine, el teatro, la literatura y la música. Como cineasta, que es su faceta más conocida, lleva una cincuentena de películas hechas desde su debut en 1966, un número que crece si contamos en las que ha participado sólo como actor y guionista. Tiene, también, una quincena de obras teatrales —la primera de ellas montada a mitad de los años sesenta— y una docena de libros publicados desde 1976. Como melómano ha sido un fervoroso divulgador del jazz, siendo él mismo músico clarinetista con algunos discos publicados y con algunas giras realizadas. Nacido en Nueva York en noviembre de 1935, Woody Allen llega a las nueve décadas de vida sin renuncia a ser él mismo; como apunta en su polémica autobiografía de 2020, A propósito de nada: “Sin creer en una vida futura, no veo qué cambiará si me recuerdan como director o pedófilo. Sólo pido que mis cenizas se esparzan cerca de una farmacia”. Sí, aquí festejamos al gran Woody Allen. Con este texto, Víctor Roura se suma a la celebración.

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Este 30 de noviembre Woody Allen llega a sus nueve décadas de vida con una numeralia asombrosa de arte: una quincena de puestas teatrales a partir de 1960, una filmografía que rebasa las sesenta películas que comenzara a grabar en 1966 y una docena de libros editados desde 1976.

Cuando Woody Allen contaba con 62 años de edad se casó con su hija adoptiva Soon-Yi Previn, entonces de 27 años, originaria de Corea del Sur donde nació el 8 de octubre de 1970: ambos tienen dos hijas adoptivas, de los cinco en total del cineasta cuatro adoptivos que se llaman Moses, Dylan, Bechet y Manzie, más uno supuestamente biológico, Ronan (quien viera la luz primera en 1987), de su relación amorosa con Mia Farrow que durara siete años, de 1980 a 1987, aunque la actriz, nacida en Los Ángeles el 9 de febrero de 1945, revelara en 2013 que Ronan era posiblemente hijo de Frank Sinatra, con quien estuvo casada dos años de 1966 a 1968 si bien su amorío, según Mia Farrow, duró toda la vida hasta la muerte del cantante el 14 de mayo de 1998 a sus 82 años de edad.

Woody Allen se casó en tres ocasiones; con Harlene Rosen de 1956 a 1962, Louise Lasser de 1966 a 1970 y Soon-Yi Previn desde 1997, matrimonio que causara un escándalo social en la prensa rosa al considerarla, a Soon-Yi, prácticamente una hijastra del cineasta por ser la madre adoptiva Mia Farrow con quien el director cinematográfico había mantenido una relación amorosa, pero no los unía ningún lazo familiar al ser ella, Soon-Yi, la hija adoptiva de Mia Farrow y de su entonces esposo André Previn, que la trajeron de Corea en 1978, cuando la niña contaba con ocho años de edad.

Woody Allen a principio de los años 1970. / Foto: Jerry Kupcinet (Wikimedia Commons).

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Después de un cuarto de siglo de haberse distanciado del relato, luego de haber publicado tres tomos: Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Perfiles y Sin plumas (reunidos en castellano en un solo volumen por Tusquets, en 1988, bajo el título Cuentos sin plumas), Woody Allen (Nueva York, 30 de noviembre de 1935) retornó victoriosamente a este género con Pura anarquía, el cual reúne 18 textos, que, por aquel entonces (si agregamos los 17 del primer libro, los 18 del segundo y los 16 del tercero), en un lapso literario de cuatro décadas —si consideramos que su primer cuento lo escribió en 1966—, dan un total de 69 narraciones, un número por cierto muy perspicazmente alleniano.

Para modificar su modo de vestir, Benno Duckworth visita a un tal Binky Peplum para que lo aconsejara cómo cambiar de personalidad, pero resulta un petimetre como los que abundan en torno a las “estrellas” de los espectáculos. “Pese a lo poco que lo conozco —le dijo Peplum, entrando de lleno en confianza—, estoy seguro de que es usted un hombre que deposita gran cantidad de icor en su ropa. Ya sabe, crema de leche, pegamento, mousse de chocolate, vino tinto barato, ketchup. ¿Me equivoco?”

Duckworth se sonroja, él es sólo autor de libros, como uno de ensayos sobre el dímetro anapéstico. “No diré que lo haya leído —admitió Peplurn—. Pero tengo la impresión de que es usted un hombre de temperamento volátil. Propenso a los cambios de humor. Incluso bipolar, me atrevería a decir. No se esfuerce en negarlo. Pese al escaso tiempo que hemos pasado juntos, veo que su psique oscila entre la actitud benévola y paternal y el arrebato de ira o, si se pulsan los botones adecuados, el impulso homicida”.

A cualquier hombre, no sólo a Duckworth, podría por supuesto sacar de quicio Peplum, mas los personajes centrales de Allen, y tal vez por eso sean entrañables, son, en una palabra, nobles, al igual que en sus películas: el protagonista siempre es bueno, aunque esté rodeado de truhanes o embusteros. Duckworth tuvo que salir huyendo de allí cuando se entera de que un traje que habían vendido el día anterior, el “de cachemira con cables conductores microscópicos”, podía hacer explotar, en cualquier descuido, al caballero que lo vestía.

Portadas de tres de sus libros publicados.

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En una ocasión, en los últimos años del siglo XX, Woody Allen platicaba sobre su filme Deconstructing Harry con Martin Scorsese: “Me hubiera gustado que la hubiese protagonizado otra persona —le dijo—. Me resulta muy aburrido hacerlo yo siempre. Es más divertido dirigir de vez en cuando y no tener que afeitarte todos los días. Pero no conseguí a nadie. Yo fui mi última opción. Estuve luchando hasta tres semanas antes de empezar a rodar. Se lo ofrecí a media docena de personas y, por una u otra razón, no conseguí nada. Así que finalmente la hice yo. No hay duda: todo el mundo me identificará con el personaje. Pero siempre pasa lo mismo con todo lo que hago. No me importa. Para bien o para mal sucede así, y ésa es la razón por la que me aceptan o me rechazan”.

Así sucede, en efecto, no sólo con sus cintas sino también con su dramaturgia y con sus cuentos: irremediablemente sus personajes centrales son él mismo; o, mejor dicho, el lector supone que las escenas son sin duda, con sus respectivas variaciones, una especie de prolongado autorretrato, donde el humor es —y he ahí la prodigiosa, por lo compleja (si bien a él pareciera brotarle de manera natural), fórmula alleniana— felizmente perpetuo.

Sus relatos, por decir lo menos, son divertidísimos.

¿Cómo se le puede ocurrir a Woody Allen tantas insensatas e inimaginables historias?

Un detective (quizá su famoso Kaiser Lupowitz, cuyas apariciones en anteriores libros nos había dejado intrigados, aunque aquí lo deja sin nombre) es enviado por la hermosa April Sensualle (“pelo rubio”, “labios como almohada”, “dirigibles idénticos que tensaban la blusa de seda hasta el límite de su resistencia”) a pujar por un objeto valioso a Sotheby’s: una suculenta trufa.

“Y no me falle —le advirtió la Sensualle—, porque hace poco un magnate del petróleo me superó en la puja por un trozo de foie, ofreciendo ocho millones contra mis siete. Eso después de vender yo dos Chagalls para reunir el dinero”, manjar que le costara finalmente la vida al acaudalado empresario, asesinado por un conde rumano, “a quien nada satisfacía más que degustar el sublime hígado de oca”.

¿Por qué la bella mujer no podía ir personalmente a pujar por la trufa a la casa de subastas? “Los gourmets de una red gastronómica de Estambul —explicó April al detective—, desesperados por rayarla sobre sus fettucini, se han infiltrado en nuestras fronteras. Quieren la trufa, y no se detendrán ante nada. Toda mujer soltera que posea semejante delicia pondrá su vida en grave peligro”.

En Sotheby’s, revela el detective, “las pujas estuvieron animadas. Una quiche se remató en tres millones, un par de huevos duros a juego alcanzó los cuatro, una tarta de carne que en su día perteneció al duque de Windsor se vendió por seis millones”. La trufa fue disputada por el detective y “un plutócrata porcino”, que se rindió, “visiblemente afectado”, al llegar a los 12 millones, lo que hizo que el investigador privado le llevara “esa cosa de un kilo 200 gramos” a la exigente Sensualle, con la que pudo resolver, el detective, mediante un intrincado ingenio deductivo, el asesinato del playboy Harold Vanescu.

Woody Allen durante el rodaje de Coup de Chance (2023). / Foto: woodyallen.com

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No en vano, sabiéndolo un excelente cuentista, Nadine Gordimer incluyó a Woody Allen —con alguna rabieta de algún exquisito intelectual de los que piensan que un cineasta no puede ser sino un cineasta, como un periodista no puede pasar de ser periodista, y sólo ellos, los literatos, son los únicos con derecho a escribir cuentos, para luego premiarse a sí mismos haciendo a un lado a los que los estorban— en el volumen que ella recopiló: Contar-Cuentos (SextoPiso Editorial, 2007), junto a eminencias como John Updike, Michel Tournier, Gabriel García Márquez, Salman Rushdie, Amos Oz, Kenzaburō Ōe, Arthur Miller y Günter Grass, entre otros.

“El rechazo” fue el relato que Allen envió a Gordimer para su antología, mismo que está incorporado en Pura Anarquía (Tusquets Editores, 2007, en una traducción de Carlos Milla Soler), la historia de cómo una familia, los lvánovich, se va a pique por el rechazo que sufriera su hijo de tres años, Mischa, de la mejor guardería de Manhattan. ¿Cómo iba a afrontar Boris lvánovich la situación?, “¿cómo iba a mirar a la cara a sus compañeros de trabajo en Bear Stearns si el pequeño Mischa no había sido admitido en un centro preescolar de prestigio?”

La desgracia los abismó a una cruel e inesperada desolación.

A diferencia de sus tres anteriores libros de relatos, en el de la anarquía no escribió ninguna comedia (son memorables “Dios” y “Muerte” de Sin plumas o “La pregunta” de Perfiles), pero a cambio hay un breve diálogo, que lo mismo puede ser representado en un festival de humor, donde se pone en tela de juicio la actitud de Michael Ovitz, el presidente saliente de la empresa Walt Disney, quien, para el testigo Mickey Mouse, mantenía relaciones sospechosas con algunos trabajadores de la compañía y donde revela la adicción al Percodan de Tribilín y la infidelidad de Petunia con Porky al tener una aventura, a espaldas del cerdo, con el Pato Donald, una verdadera calamidad, pues una vez, ya borracho, le lanzó los perros a Nicole Kidman, un “acto bochornoso”, recuerda Mickey Mouse, “porque entonces Tom Cruise y ella aún estaban casados”.

Porque en el mundo de Woody Allen todo, absolutamente todo, es posible.

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