Los utensilios
Octubre, 2025
Como el corazón de la casa es la cocina, se tiende a pensar que todos los utensilios son de ahí. Sin embargo, dado que pueden ser cualquier cosa útil, éstos, más bien, se encuentran sabiamente distribuidos por toda la casa, por lo que se identifican más que nada por su zona geográfica, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega. De hecho, por lo prácticos que resultan, se diría que son los genuinos habitantes, ya que ocupan su puesto y se quedan en su sitio cuando en la casa no hay nadie más, como si además de útiles fueran vigilantes, esperando que alguien los necesite.
Aunque sean molcajetes, son todos de género femenino; y como el corazón de la casa es la cocina, se tiende a pensar que todos los utensilios son de ahí, como las cazuelas, las palitas o las cafeteras. Sin embargo utensilia, en latín, es todo lo que sirve para usar, y en español, en el diccionario de Martín Alonso, es “lo que sirve para el uso manual y frecuente”, palabra totalmente doméstica que es el nombre de todos los instrumentos, adminículos, bártulos y enseres que andan por la casa y que, dado que pueden ser cualquier cosa útil, agujas, cerillos, trinches, portavasos, ganchos, palillos de dientes y el libro que está junto a la cama, se identifican más que nada por su zona geográfica, ya que, en efecto, están las tijeras del costurero y las tijeras del cuarto de atrás y las tijeras que están en las herramientas que ahorita son utensilios porque están en la casa —a lo mejor en el mueble del pasillo—, de suerte que también hay utensilios del baño —con sus tijeritas para las uñas—, de la recámara, del escritorio, de la sala de estar, del cuarto de los niños, del antecomedor, del clóset, del corredor. Solamente hay que distinguirlos de los adornos, que como no sirven para nada, son más bien inutensilios.
Los utensilios son propiamente innumerables, y se encuentran sabiamente distribuidos en las mesas, los cajones, las repisas, las paredes, en rigor poblando toda la casa, y por lo prácticos que resultan (cosa que no se podría decir de varios prójimos), se diría que son los genuinos habitantes, ya que ocupan su puesto y se quedan en su sitio cuando en la casa no hay nadie más, como si además de útiles fueran vigilantes, esperando que alguien los necesite y luego los deje fuera de su lugar, y que por arte de magia luego vuelven a aparecer donde siempre. Pero la verdadera practicidad de los utensilios no es que sirvan para algo sino que siempre están ahí, y el que entra reconoce su casa por todas las cositas medio aleatorias, la engrapadora, el candelero, el sacacorchos, que lo están esperando.
Los utensilios portan más que nadie el signo de lo humano, son su mejor expresión psíquica, porque contienen en su forma y función la necesidad y el talento y la habilidad que se han ido acumulando a lo largo de la historia, y por eso nosotros nos comprendemos a nosotros mismos de sólo mirarlos: están para hacernos saber que fuimos una especie interesante (ya no, ahora somos abominables). Y como los utensilios tienen también —en letras pequeñas— la marca de sus usuarios personales, de ése que los compró o los conservó porque le gustaron o porque creía que le iban a servir para hacer su vida llevadera, entonces el usuario lee su propio nombre y se reconforta en ellos, y se siente bienvenido por la casa tras todo el día que estuvo fuera y que los únicos utensilios que lo acompañaron fueron las llaves y el celular, dos instrumentos bastante desarraigados, razón por la cual se pierden tan seguido.

O sea que la función de fondo de los utensilios es la de crear la familiaridad; siempre presentes nunca cambiantes, toda vez que los utensilios no deben ser novedosos ni innovadores ni espectaculares, sino, como la tabla de picar o el destapacaños o la ratonera, meramente constantes, para hacer sentir y saber que forman parte de la casa adonde se regresa, aunque no se note expresamente que existen hasta que un día no están en su lugar, y entonces se les extraña. Los utensilios son compañeros, son instrumentos de compañía: las mascotas también, pero ésas, como ensucian todo y no ayudan en nada, han de pertenecer más bien a los juguetes, a los juguetes con pilas.
Las herramientas están en la caja de herramientas, los juguetes están en el cajón de los juguetes, pero los utensilios están a la mano, porque tienen la característica notoria de que no se sabe cuándo se van a usar, de que de hecho no se piensan usar: si uno planea alguna actividad o labor, asume que ya está todo preparado, pero a la hora de ponerse manos a la obra siempre se da cuenta de que necesita el escurridor, o de que ya usó la espátula de repente sin pensarlo ni preverlo, y la agarra y la usa y la deja y sigue como si nada. Los utensilios, mientras se están usando, parecen herramientas, mientras se están acomodando parecen juguetes, pero solamente parecen utensilios cuando nada más están ahí para lo que se ofrezca, como cuando uno busca el cenicero cuando la ceniza ya está a punto de caer y… ahí está; una estira la mano sin ver para coger el trapo de las cosas calientes en el instante que se empieza a quemar, y ahí está.
Y cuando cae la tarde, y las luces se amortiguan y entran en una especie de silencio antes de prender los focos, cuando los quehaceres se reposan, los utensilios, que estuvieron desde temprano atentos y listos para usarse (y las herramientas, y los juguetes —y los adornos—), se calman y entonces ve uno cómo se recogen dentro de sí mismos, dejan de proyectarse hacia el exterior y a las actividades, y difuminan sus aristas y sus colores y sus texturas, se repliegan, se quedan ahí, quietos, tranquilos, agazapados, como animalitos dormidos, como si se guardaran dentro de su propia interioridad, como si retornaran a su intimidad introvertida de cosa, y translucen, callados, su humanidad cansada, igual que la de uno: como si uno pudiera ver su propio día que termina también depositado dentro de las cosas; y uno los puede contemplar y dar las gracias de que están ahí. La paz del hogar existe a las 6:30 p.m.