Septiembre, 2025
José Emilio Pacheco escribió: “Me acuerdo no me acuerdo: ¿qué año era aquél?” Ahora que se cumplen 40 años del terremoto del 1985, recolectamos un coro de voces a las que les planteamos una pregunta: “Me acuerdo no me acuerdo: ¿en dónde estaba hace 40 años durante el temblor?, ¿qué recuerda de aquel sismo de 1985?, ¿cómo recuerda ese jueves 19 de septiembre, ese minuto y medio (diríamos hoy interminables)?” Esta fue la respuesta de Maricarmen Elizalde.
Me acuerdo que caminaba rumbo a la secundaria, iba bromeando con mi hermano y su amigo. Éramos unos adolescentes que nos divertía llevarnos pesado, nos empujábamos, y se nos soltaba alguno que otro manotazo. De repente sentimos que la tierra se movía como si estuviéramos en el mar. Nos quedamos helados. Vimos hacía arriba y nos percatamos que los cables de luz se movían igual, como si la naturaleza despertara en medio del asfalto, con furia. Me sentí sin control en las piernas, como si me fuera a caer. Mi hermano corriendo a casa, y yo seguí el camino directo a la escuela; para mí el deber siempre ha sido primero.
Cuando llegué a la escuela no me dejaron entrar. El portero me veía como si fuera una extraterrestre; molesto, me dijo:
—Niña, regrésate a tu casa, ha pasado algo terrible.
Cuando regresé a casa me di cuenta de que el vigilante tenía razón: mi madre y mis tías estaban rezando en sus recámaras, mi tío Urbano, ateo y medio loco, no paraba de reírse mientras decía:
—¿Dónde está su Dios?, ¿a quién invocan?
Y como buen escéptico se levantaba de su silla para reírse, cuando empezaron a llegar las noticias de lo sucedido, los edificios, los muertos… Pensé que mi tío ya no diría nada, y aceptaría en silencio lo que había pasado, dejaría en paz a mi madre y mis tías, lo cual no sucedió. Mientras ellas seguían rezando, él continuaba burlándose de todo, les gritaba:
—¿Por qué lloran, hipócritas? ¡Que Dios acabe con todo, este mundo ya no da para más! Ahora sí tienen miedo, ¿dónde está su fe?
Yo quería decirle que se callara, pero no había forma, lo conocía muy bien, y sabía lo incendiario que podía ser. Mi madre y mis tías querían ir a ayudar a la gente que había quedado atrapada en los escombros, pero mi tío no paraba de gritar, no les dejaba rezar. Mis tías pararon sus rezos y empezaron a pelearse con él.
Seguí viendo imágenes; pero, hoy que lo recuerdo, no podría decir nada en contra de mi amado tío, pues yo usaba ese mismo mecanismo, sólo que no lo decía. No era atea, lo único que me importaba era regresar a la escuela, a la normalidad. Los eventos sucedieron de una manera tan rápida…
De repente vi a mi padre que llegaba a la casa asustado, pálido, no quería hablar frente a nosotros. Cada quien, desde su lugar, nos fuimos acercando paulatinamente a la cocina donde todos nos sentíamos seguros, acogidos. Así que nadie se fue a sus recámaras, algunos por miedo, y otros porque querían sentirse acompañados o necesitaban saber más. De esta manera, mis tíos y mi padre se llevaron la televisión de la sala a la cocina y allí todos veíamos las imágenes de desolación, los edificios destruidos, los gritos de los que quedaron atrapados, la gente que lloraba esperando a que en medio de los escombros apareciera su familiar…
De repente, y como siempre he tenido una conexión muy fuerte con mi padre, volteé a verlo justo cuando pasaban la imagen de un restaurante del centro del entonces Distrito Federal, muy famoso en aquella época, que también se había caído en el temblor, se llamaba el Súper Leche. Nunca había visto a mi padre con una cara tan descompuesta. Me acerqué a él, y lo jalé de la chamarra, nos fuimos a la sala, mientras la cocina era una locura. Mis tías y mi madre seguían llorando y rezando; mi tío en la burla, y yo en la sala con mi padre.
Me contó que su hermano trabajaba en ese restaurante que se destruyó totalmente con el temblor, y que mi tío no logró salir. Aunque estaba muy afectado al decirlo, tampoco lloró. Supongo que las lágrimas sólo existían en algunos familiares o en algunos momentos, pero yo tampoco podía llorar, ni pensar mucho, sólo quería regresar a la escuela. Nadie quería irse a dormir, pero poco a poco nos fuimos a nuestras habitaciones. Continué pensando en mi padre. Él había salido, me imagino que a buscar entre los escombros a su hermano. Mis tías se cansaron de rezar y dejaron todo en las manos de Dios. Mi tío Urbano se encerró en su cuarto.
Al día siguiente las malas noticias seguían apareciendo en los diarios. Intenté preguntar a mi madre si podía ir a la escuela. Me miró molesta, como si tuviera enfrente a una retrasada mental que no entendiera la magnitud de la tragedia. Desayunamos en silencio. Mi tío Urbano, el Satanás, como le decían mis tías, había salido. Las mujeres de la casa seguían muy preocupadas. Salí a buscar a mi tío, quería pedirle que dejara la burla, que lo del terremoto era algo terrible, que fuera misericordioso. Qué bueno que no lo encontré, tal vez me hubiera visto con lástima, me hubiera dicho que regresara a leer a Nietzsche, que era una sentimental. Así es que abrí un libro e intenté leer. No fue sencillo, tenían la televisión con todo el volumen y mis tías rezaban por toda la casa pidiéndole a Dios piedad para todas las personas. Me imagino que se cansaron nuevamente de llorar, así que se empezaron a apagar los ruidos poco a poco.
Todo quedó en silencio, pasaban las horas, más noticias y lentamente se fue haciendo de noche.
Mi padre ya estaba en casa. Nos contó, ya sin guardarse nada, que su hermano había alcanzado a salir del restaurante, pero tenía sus ahorros en su locker, así que regresó por ellos. Sus compañeros le rogaron que se quedara, que no entrara. Vieron cómo, después de que mi tío entró al edificio, éste se cayó súbitamente, haciendo un ruido estrepitoso.
Después de eso mi padre ya no dijo nada, se quedó callado.
Mis tías y mi madre estaban preparando la cena. Seguí viendo las noticias, cuando nuevamente empezó a temblar. Mi padre me agarró de la mano y salimos en cuestión de segundos de la casa. Mis tías y mi madre gritaban, llevaban sus rosarios en la mano. Miré hacia al cielo y pensé que tal vez algunos quedaríamos vivos para escribir sobre aquel temblor.
Fui una de ellas, lo demás ya ha quedado dicho.