Agosto, 2025
Es uno de los autores alemanes más populares y famosos del siglo XX. Y con justa razón: aunque también publicó libros para adultos, sin lugar a dudas el nombre de Michael Ende estará ligado siempre a la literatura infantil y juvenil. Corrección: a la gran literatura escrita para niños y jóvenes. De hecho —y si le hacemos caso a los números—, sus libros se han traducido a más de cuarenta idiomas, han vendido más de treinta y cinco millones de ejemplares, y, esto sí nos consta, han inspirado películas, obras de teatro y óperas. (Además de ser enormemente influyentes en las nuevas generaciones de autores). Ahora que se cumplen tres décadas de su partida —nació en noviembre de 1929 y murió en agosto de 1995—, Víctor Roura recuerda al escritor alemán.
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En medio de la vasta estepa africana vivía un rinoceronte llamado Norberto Nucagorda que, como todos los rinocerontes, era sumamente desconfiado.
Pero en su específico caso, la desconfianza iba, sin duda, más lejos de lo habitual. “Hacemos bien, solía decirse Norberto, en ver un enemigo en cada uno de los demás; así, en todo caso, no se lleva uno sorpresas desagradables. El único de quien me puedo fiar soy yo mismo”.
Esa era su filosofía, y estaba orgulloso de tenerla, “pues ni siquiera en ese punto quería fiarse de ningún otro”.
2
Me encanta mirar esta ingenua fábula de Michael Ende —alemán fallecido a los 65 años de edad hace tres décadas, el 28 de agosto de 1995— como una semejanza política. Sobre todo en los tiempos en que los aparentes poderíos de los partidos pueden ser desmoronados, el cuento de Ende resulta irónicamente aleccionador. Ahora que los altarcitos, las estatuas y los monumentos, pacientemente erigidos por las sucesivas cúpulas políticas a lo largo de los años, han sido aparentemente derribados, es conveniente traer a colación el bello relato de Ende (Norberto Nucagorda, 32 páginas, colección infantil de Alfaguara con ilustraciones de Stella Wittenberg), una aguda metáfora, después de todo, de la soberbia política.

3
El rinoceronte, como puede apreciarse, “no era demasiado exigente en el aspecto espiritual. En cambio, en el aspecto físico era poco menos que inexpugnable. Tenía al lado izquierdo una plancha acorazada, y otra al lado derecho, una delante y otra detrás, una arriba y otra abajo; en pocas palabras, tenía planchas defensivas en cada sitio de su voluminoso corpachón. Y, como arma, no le bastaba un cuerno en la nariz, según suele tenerlo la mayoría de sus congéneres; él poseía dos: un cuerno grande, situado sobre la punta de la nariz, y uno más pequeño, de reserva, más atrás, para el caso de que el grande no le fuera suficiente”.
Uno hace bien en estar siempre desprevenido para lo peor, decía Nucagorda.
“Cuando avanzaba pesadamente por su senda habitual a través de la estepa, todo el mundo hacía un rodeo en el camino. Los animales pequeños le tenían miedo, y los grandes, por prudencia, evitaban encontrarse con él. Hasta los elefantes preferían hacer un desvío en su ruta, pues Norberto era un cascarrabias de mucho cuidado, y por menos de nada entablaba una pendencia. Además, su conducta iba empeorando de día en día”.
En sus dominios se hallaba la única charca de la estepa. Sólo bajo peligro de muerte podían acceder a ella los demás animales cuando necesitaban aplacar la sed: “A las crías de las distintas especies no les era posible jugar allí ni bañarse; los pájaros no podían ya ni cantar, porque inmediatamente aparecía Norberto Nucagorda encendido de cólera y revolvía todo, y gritaba que le habían atacado a él”.
La situación llegó a las fronteras de lo soportable.
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En asamblea plenaria se reunieron los animales para deliberar sobre lo que cabía hacer, “y para que todos, efectivamente, pudieran tomar parte en las conversaciones, cada cual hizo solemne promesa de comportarse de manera pacífica y sosegada, pues, como es natural, había muchos que no mantenían entre sí una amistad demasiado estrecha”.
Surgieron varias propuestas, todas ellas inútiles (¡cavar una enorme trampa en sus dominios!, ¡atizarle una paliza entre todos!). No faltó ni la sugerencia intelectual, proveniente del profesor marabú Eusebio Perforalodos, que proponía un método científico para aplacar el extendido poderío del rinoceronte: “En el caso de Norberto Nucagorda —resumió el marabú— se trata de la llamada psimulación urebolánea específica de la énfasis caurepatomalística, la que, con seguridad, y mediante comunicación semántica, puede ser simboturmida e, incluso, enteramente extrospinatizada”.
Nadie le entendió.
Al final, la gacela Dolores Todatemores propuso lo único cuerdo, ante su incapacidad organizativa y de ingenio: hacer un atadillo con cuatro cosas y partir hacia otros rumbos. Así que todos se fueron a la búsqueda de otra comarca.

5
Excepto uno, el pequeñín e intrascendente bufago, ese pajarillo que se pasea por los lomos de los búfalos, elefantes e hipopótamos para, con base en severos picotazos, limpiar toda clase de sabandijas que se pudieran haber instalado en cada animal. Enojado porque Nucagorda le había ahuyentado su clientela, ideó un perfecto plan para acabar de una vez con el poderoso y omnisciente rinoceronte.
“Ea, ¿qué tal se siente uno como vencedor?”, le preguntó a Nucagorda.
“¡Fuera de ahí! ¡Exijo respeto! ¡Desaparece, y a toda prisa!”, le gritó el dueño de la estepa.
“Poco a poco —dijo Carlitos Cazabichos, el bufago—. Estamos en que ya eres soberano, único y absoluto. Has alcanzado, real y verdaderamente, una gran victoria. Pero, ¿no echas en falta algo?”
“Nada, que yo sepa”, contestó el rinoceronte.
“Sin embargo —dijo el bufago—, una cosa te falta todavía, una cosa que, necesariamente, debe tener todo vencedor y todo soberano: ¡un monumento!”
A Nucagorda comenzó a cosquillearle la magnífica idea, pero como ya los súbditos se habían marchado de sus terrenos y nadie podía construirle un monumento a su imagen y semejanza, no había otro remedio que ser él mismo su propio monumento.
“Tienes que subirte —le dijo Carlitos— a un alto pedestal, de manera que se te vea desde bien lejos. Y luego debes permanecer quieto, como si estuvieras fundido en bronce”.
En esa posición Nucagorda tendría que mirar hacia el futuro, “porque un monumento no tiene que ver sino ser visto”.
Ya arriba el rinoceronte, el bufago todavía le hizo una última advertencia: “A veces ocurre que los soberanos resultan derribados; por ejemplo, a causa de una revolución. Y cuando un soberano es derribado se derriba también, como es natural, su monumento. Porque si uno derribara el monumento de un soberano que no ha sido derribado, aquél, naturalmente, iría en seguida a la cárcel, o sería ejecutado. A menos que escapara a tiempo”.
6
La parábola es genial y, para mayor claridad, para no dejar ninguna duda de su astucia diríamos política, Carlitos remató su ingenioso discurso: “Si tú, por ejemplo, te bajas del pedestal, entonces has derribado tu monumento. O eres todavía soberano, o no. Si te has derribado como soberano, tienes que ejecutarte, porque eso es lo usual en las revoluciones. Pero si sólo has derribado tu monumento, entonces tienes que ejecutarte, porque todavía eres soberano. A menos que escapes a tiempo, antes de que tú mismo hayas podido tomarte preso”.
Menudo problema en el que se había metido Nucagorda por su intransigencia y por su desmedida soberbia, acorralado en sus propios dominios.
Porque el poder, pese a sus ambiciosos y aparentemente invulnerables políticos, no es, ciertamente, eterno.