Entonces cerró los ojos y disparó
Cuando le depositaron la pistola en la mano, su visión se nubló.
Empezó a temblar, pero la dura mirada de quienes lo rodeaban lo hizo volver a desempolvar sus miedos.
El sudor corría, raudo, por su frente, por su cabello, por sus orejas.
El dedo índice rozaba el gatillo, negándose a apretarlo.
Los segundos transcurrían con violencia.
—¡Ya, dispara! —le ordenaron. Con brusquedad. Con rudeza. Con vehemencia.
Tenía que hacerlo.
¿No él mismo quiso vivir esa aventura?
Allí estaba.
No debía acobardarse.
Entonces cerró los ojos y disparó.
El estruendo casi perturba sus sentidos.
Y de inmediato oyó los gritos de algarabía de sus cómplices: ¡había dado justo en el blanco!
El pato de metal estaba derribado.
Le dieron por su puntería el rinoceronte de peluche que tanto anhelaba.
Y de allí se fueron directo, alborozados, a la rueda de la fortuna.