Julio, 2025
En este mes de julio se cumple un año del fallecimiento del escritor albanés Ismaíl Kadaré. Titán de la literatura europea, la suya era una voz a la vez universal pero también una voz profundamente arraigada en la cultura de su propia tierra. Autor prolífico, Kadaré publicó numerosos relatos y novelas que conforman un panorama de la historia albanesa, marcada ésta por la dictadura estalinista de Enver Hoxha; por ende, su obra está unida a una constante reflexión sobre los totalitarismos. Víctor Roura recuerda al escritor en su aniversario luctuoso.
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“Por la belleza y el hondo compromiso de su creación literaria”, en 2009 el escritor albanés Ismaíl Kadaré obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. En el acta, el jurado apuntó: “Ismaíl Kadaré narra con lenguaje cotidiano, pero lleno de lirismo, la tragedia de su tierra, campo de continuas batallas. Dando vida a los viejos mitos con palabras nuevas, expresa toda la pesadumbre y la carga dramática de la conciencia. Su compromiso hunde las raíces en la gran tradición literaria del mundo helénico, que proyecta en el escenario contemporáneo como denuncia de cualquier forma de totalitarismo y en defensa de la razón”.
Y, sí. Traducido a más de 40 idiomas, su obra conjugaba belleza y un hondo compromiso a la hora de diseccionar cómo los regímenes totalitarios funcionan y cómo penetran en la vida cotidiana.
“Soy un autor de los Balcanes, una parte de Europa que se ha conocido durante mucho tiempo sólo por noticias sobre perversidad humana”, reconoció el propio Kadaré en aquel momento, deseoso de que, en adelante, la opinión europea y mundial también viera en esa región los logros en campos como la literatura o el arte.
Nacido en Gjirokastra el 28 de enero de 1936 y fallecido 88 años después, en Tirana, el 1 de julio de 2024, Ismaíl Kadaré fue sin duda el albanés más famoso del siglo XX, un título que durante años le disputó Enver Hoxha, el dictador con pretensiones literarias que durante 41 años, de 1944 hasta su muerte en 1985, dictó los designios de su país.
En esa Albania comunista, aislada del mundo y sometida al régimen de Enver Hoxha, Ismaíl Kadaré logró crear desde lo particular y lo local una obra de alcance universal, ayudado en gran parte por su conocimiento de la tradición albanesa y de la idiosincrasia de este pueblo balcánico.
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Los montañeses de Albania tienen sus leyes muy particulares, que siguen inexorablemente al pie de la letra.
Por ejemplo, Gjorg Berisha se cobra la sangre de Zef Kryeqyqe, cuadragésima cuarta víctima de una venganza que se prolongaba ya durante siete décadas, constituyéndose en una práctica común para el próximo vengador, quien a su vez se convertirá en el punto de mira del siguiente desagraviador, y así sucesivamente: el asesino se transfigura en el deudor que pagará, de manera inevitable, su atrevimiento mortal.
Después de haberle dado por fin muerte al tal Kryeqyqe, Berisha regresó tranquilamente a su casa: había cumplido los ordenamientos del kanun, el código de derecho consuetudinario albanés. Ya en la kulla, la edificación tradicional de piedra con forma de torre donde suelen habitar los montañeses, “flotaba el aroma del café recién tostado —relata el albanés Ismaíl Kadaré en su novela Abril quebrado (Editorial Alianza, 2001)—. Para su sorpresa, sentía un sueño. Hasta bostezó un par de veces seguidas”.
—¿Qué hago ahora? —dijo de pronto sin dirigirse a nadie.
—Hay que proclamar la muerte en la aldea —respondió el padre.
Así de sencillo.
No se podía dar marcha atrás.
Las reglas son las reglas: el asesino sorbía el café que su madre le había preparado cuando oyó la primera de las proclamas afuera: “Gjorg, el de los Berisha, ha disparado contra Zef Kryeqyqe”.
La voz “tenía un timbre particular, entre la del pregonero que proclama un decreto gubernamental y la del viejo salmista. Fue como si en un instante aquella voz inhumana lo despertara de la somnolencia. Tuvo la sensación de que su nombre se había desprendido de su ser, de su piel y de su pecho para esparcirse de manera cruel por el exterior. Era la primera vez que experimentó una sensación semejante. Gjorg, el de los Berisha, repetía para sí la proclama del implacable pregonero. Tenía veintiséis años y era la primera vez que su nombre ocupaba un lugar en los cimientos de la vida”.
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Media hora después trajeron al muerto.
“De acuerdo con la tradición, lo habían colocado sobre unas parihuelas fabricadas con cuatro ramas de haya. Aún se alentaba la vaga esperanza de que no hubiera expirado”.
El padre del muerto esperaba de pie ante la puerta de la kulla.
Cuando le dieron la noticia de que su hijo no venía herido, “su lengua buscó la saliva dentro, muy adentro, en la cavidad de la boca”.
No obstante, alcanzó a articular las palabras: “Métanlo dentro y divulguen el duelo en la aldea y entre nuestros parientes”.
Cuatro hombres, entre ellos un anciano, se encaminaron con prontitud a la casa del muerto: pedirían la besa de 24 horas para los Berisha. La besa, en el derecho albanés, es una protección jurada, la palabra de honor, que al ser otorgada no se vertería más sangre en el lapso de 24 horas desde el mismo momento de la concesión: “La ceremonia fúnebre tuvo lugar al día siguiente a mediodía —relata Kadaré—. Las plañideras llegaron de lejos, arañándose los rostros y arrancándose los cabellos según la costumbre. El viejo cementerio de la iglesia se llenó con las xhoka [prenda de gruesa lana prensada] negras del cortejo. Terminado el entierro, la comitiva regresó a la kulla de los Kryeqyqe. Gjorg iba entre ellos. No lo hacía ni mucho menos de buen grado. Entre él y su padre se había producido la que Gjorg esperaba que fuera la última de sus disputas y que, con toda certeza, se había repetido miles de veces en las montañas. Asistirás sin falta al entierro e incluso a la comida de difuntos. Pero yo soy el gjakës [término que designa al que ha perpetrado la venganza de sangre o ha de perpetrarla sobre el primero, sin matiz alguno vergonzoso o peyorativo, pues la muerte se ejecuta en cumplimiento del kanun], yo he sido quien lo ha matado, ¿por qué debo ir precisamente yo? Precisamente porque eres el homicida debes ir. Cualquiera puede faltar hoy al entierro o a la comida de difuntos, cualquiera menos tú. Porque a ti se te espera allí más que a nadie. Pero, ¿por qué?, había replicado Gjorg por última vez. ¿Por qué deberías hacerlo? Su padre le lanzó una mirada fulminante y Gjorg no volvió a decir una palabra”.
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Dice Kadaré que dos o tres veces le asaltó la idea a Gjorg Berisha “de huir de aquella situación absurda, de escapar corriendo del cortejo fúnebre, de que lo insultaran, lo injuriaran, lo acusaran de violar la costumbre secular, de que incluso le dispararan por la espalda si querían, pero huir, huir de allí. Sin embargo, sabía que no lo haría jamás. Igual que no habían huido su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, cincuenta, quinientos, mil años atrás”.
La comida de difuntos “transcurrió según el ritual. Gjorg se pasó todo el tiempo imaginando la suya propia. ¿Cuál de aquellos comensales asistiría del mismo modo que él lo hacía hoy aquí”.
Finalizados los alimentos, y dado que el plazo de las 24 horas estaba por concluir, los miembros del consejo de ancianos de la aldea se preparaban para presentarse, de acuerdo con las reglas, en la kulla de los Kryeqyqe a fin de solicitar, ahora, la besa grande, la de 30 días, para Gjorg: “En los umbrales de las kulla —dice Kadaré—, en las plantas altas donde se encontraban las habitaciones de las mujeres, en las fuentes y plazoletas, no se hablaba de otra cosa. Era la primera muerte por venganza de sangre de aquella primavera; por tanto, era normal que se comentara con detalle cuanto se relacionara con ella. Había sido una muerte ejecutada dentro de los cánones más estrictos y, de igual modo, el entierro, la comida de difuntos, la besa de veinticuatro horas y todo lo demás se había realizado según el antiguo kanun. De modo que era muy probable que fuera concedida la besa de treinta días, que el consejo de ancianos se disponía a solicitar a los Kryeqyqe”, que, a última hora de la tarde, poco antes de que concluyera el plazo de la pequeña, generosamente otorgaron la besa grande, lo que permitiría la vida de Gjorg durante, y sólo durante, un mes completo.
“Treinta días, se dijo Gjorg —relata Kadaré—. Para siempre en la guarida, entre penumbras como un bandolero. Aquel fogonazo, allí, en el talud del Camino Real, había seccionado bruscamente su vida en dos partes: un período de veintiséis años, que duraba hasta el día de hoy, y otro de treinta días a partir de la misma jornada, el 17 de marzo, hasta el 17 de abril. Después vendría el vagar del murciélago, con el que él ya no contaba ni siquiera”.
Las reglas de la vida, caray (el kanun, por ejemplo, no permite otra venganza de sangre que la del fusil; no son válidos el cuchillo, la piedra, la soga y todo lo demás que no produce fuego ni hace ruido desde lejos).
Y es que, sin reglas, la vida tampoco sería posible: sólo 30 días le daban de vida a Gjorg Berisha.
Sólo 30 días para hacer lo que quisiera, incluido amar, si le fuera posible.
Treinta días, no más.