Junio, 2025
No hay duda de que Carlos Monsiváis fue uno de los intelectuales más importantes de la segunda mitad del siglo XX mexicano, y un cronista indispensable de nuestra realidad. Pero tampoco hay duda que, encaramado en la cúpula de la cultura, encaramaba a su vez a sus íntimos y amistades, siguiendo el ejemplo de la vieja mafia cultural. Nacido en la Ciudad de México en 1938, Monsiváis inició de manera temprana su trayectoria en el oficio escritural: fue periodista, cronista, ensayista, crítico de cine, arte y literatura, además de editor. Cuando murió, en junio de 2010, tenía 72 años y una extensa y variada obra. Ahora que se cumplen tres lustros de su ausencia, Víctor Roura lo recuerda.
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Quizás el libro de Carlos Monsiváis, intitulado El Estado laico y sus malquerientes (Debate / UNAM, 2008), era el que le debía a su nutrido grupo de seguidores o, para acabar pronto, el que se debía a sí mismo, aunque lo haya publicado sólo dos años antes de su muerte, ocurrida hace tres lustros, el sábado 19 de junio de 2010, a la edad de los 72 años.
A propósito de las batallas por la renovación de una sociedad secularizada, Monisváis se introdujo, de lleno, a los terrenos de la preferencia de un mismo sexo, que también ha tenido que librar demasiados combates para poder fincar su propio territorio: el propio autor, por ejemplo, jamás salió del clóset, guardándose para sí su jocunda y perenne homosexualidad, al grado de, para ocultar o mantener en sigilo su gusto por los hombres, se llegó a hablar del matrimono entre Monsiváis y la ensayista y dramaturga coahuilense Nancy Cárdenas (1934-1994), evidentemente lesbiana que aparentaba no serlo.
Dividido en dos partes (la primera cronicada en 20 capítulos y la segunda convertida en una especie de larga columna parecida a “Por mi madre, bohemios” —sólo que esta vez sin la colaboración de Jenaro Villamil—, donde recababa importantes sucesos recogidos de las publicaciones que leía el cronista, apartado que aprovechaba, a veces desviándose de su originaria ruta —¿o se debía entender que la convivencia homosexual estaba innegablemente ligada a la construcción del sistema laico?, ¿no la historia de la homosexualidad merecía otra revisión en un contexto distinto de la contienda del laicismo?, ¿o tenía que contemplarse, de modo necesario, una cosa dentro de la otra?—, para lanzar un feroz denuesto contra los homófobos), el libro “aborda sucintamente las etapas de México muy determinadas por un concepto, una idea, una suma de realizaciones y fracasos parciales: el Estado laico, en el proceso que va de las Leyes de Reforma liberales (1857-1860) a los primeros años del siglo XXI”.
El Estado laico, decía Monsiváis, “de modo obvio atraviesa por varias etapas, a partir de las metas explícitas de sus primeros impulsores: la libertad de cultos y de expresión, la separación de la iglesia y el Estado, la educación fuera del ámbito confesional. Y la legislación de los liberales va transformando las mentalidades a partir de su victoria militar y política. Si las Leyes de Reforma se dejan ver como formulación más bien utópica, en el sentido de inaplicable, se impone una idea: sin laicidad y sin laicismo el país no dispondrá de sentido histórico o, como se diría ahora, de viabilidad”.
Por supuesto que era indispensable separar las concepciones religiosas de la vida política, porque la cotidianeidad no obra por milagros divinos: “El punto de partida del Estado laico es la obligación que un sector se impone de crear la educación sin tutela”, advertía Monsiváis. Ello “unifica a todos los liberales del siglo XIX”.
José María Luis Mora, por ejemplo, dice a Gabino Barreda: “No es cosa difícil extraviar a un pueblo que en lo general carece de instrucción”, tal como hemos podido apreciar en el sentido inverso: cuán sencillo es de extraviarse un político religioso en sus funciones de Estado. Y aquí Vicente Fox cabría como anillo al dedo: Carlos Monsiváis (de nombre real Carlos Pascual Aceves Monsiváis, nacido en la Ciudad de México el 4 de mayo de 1938), evidentemente, se regodea en su libro de las numerosas estupideces del ex presidente panista guanajuatense.

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Debido a su amplia cultura y a su irrebatible conocimiento de los procesos históricos locales, Carlos Monsiváis —quien alrevesaría sus apellidos trasladando el de su madre como paterno y el de su padre como materno, siendo su padre el afamado doctor Salvador Aceves (Michoacán, 1904-1978), fundador y director de la Sociedad Mexicana de Cardiología, miembro de la Academia Nacional de Medicina presidiéndola de 1952 a 1953, secretario de Salud (de octubre de 1968 a noviembre de 1970) en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, además de haber sido también fundador y director del Instituto Nacional de Cardiología Dr. Ignacio Chávez— hace —Carlos Monsiváis— una redonda síntesis —en el libro El Estado laico y sus malquerientes— del desarrollo de las políticas del país desde mediados del siglo XIX hasta la aparición, sin duda victoriosa, de la nueva derecha en el siglo XXI, que ha reivindicado la educación católica incluso contra los mismos estatutos del Estado laico.
Al México de la “etapa institucional” (“1940-1968 aproximadamente”) “le importa rectificar el rumbo del laicismo radical, sin concederle demasiado a la iglesia católica, pero ya sin confrontarla”; de ahí los “acuerdos” básicos con el clero en las cuestiones de la industria fílmica: la censura gubernamental, decía Monsiváis, “también representará los intereses de la jerarquía eclesiástica”, de manera que se implanta un “catálogo de prohibiciones”, tales como la no permisividad del desnudo femenino (“el masculino no se concibe”), no “a las representaciones de los actos sexuales; no al ombligo (a las rumberas o exóticas no se les permite exhibirlo); no a la imagen de una prostituta en la cama; no a los actos contranatura; no al adulterio (de las mujeres, el otro es, curiosamente, cosa de hombres), no, ni siquiera por alusiones, al aborto; no a la unión libre”.
Por eso, sentenciaba el autor de Escenas de pudor y liviandad, “el Estado-laico-a-sus-horas es descuidadamente conservador”.
¿Qué se censura en la radio y en la industria del disco?: “Las letras que pueden ofender”, decía Monsiváis. Y ponía dos ejemplos: el compositor cubano José Antonio Méndez escribió: “Desmiento a Dios / porque al tenerte yo en vida / no necesito ir al cielo tisú / porque, alma mía, la gloria eres tú”, que se convierte, asesorada por el clero y las agrupaciones conservadoras, en su “versión seráfica”: “Bendito Dios / porque al tenerte yo en vida / no necesito ir al cielo tisú”, etcétera.
Y Agustín Lara: “Aunque no quieras tú ni quiera yo / ni quiera Dios / hasta la eternidad te seguirá mi amor”; pero el clero, decía Monsiváis, se indigna porque “si Dios lo quiere lo que sea sé hace”, de modo que la canción “queda teológicamente correcta” de esta forma: “Aunque no quieras tú ni quiera yo, / lo quiere Dios”, etcétera.
Sin embargo, la sociedad, y con ella los ciudadanos ilustrados, avanza: “Entre 1970 y 1990, aproximadamente, el conservadurismo pretende ponerse al día sin demasiada convicción”, pero progresa en varias cuestiones: los “fracasos de la censura son frecuentes, los filmes inconvenientes se exhiben y en la década de 1980 el videotape quebranta el cerco último del Cinturón del Rosario”, mientras los jóvenes “excitados por el rock y el Demonio del Ahora” actúan sin “controles”. El temor se basa en “ofender” al Eterno: los que no creen en Dios sólo le piden no ir al infierno cuando mueran.
“En unos cuantos años” (y aquí las imprecisiones son comprensibles, quizá porque lo afirmaba un autor consagrado) “se divulga ampliamente en México un concepto básico: los derechos humanos —decía Monsiváis—, que son una interminable movilización, un patrimonio moral y político, un instrumento de uso político y burocrático. Nada distinto de lo que ocurre en casi todos los países, en un número apreciable en los cuales resulta el primer gran dique social contra la impunidad. En las últimas décadas [quiere uno pensar en dos o tres, no en cinco o seis, ni ocho o diez] ningún otro asunto expresa con claridad el desarrollo de la laicidad, de la conciencia social y de la ética colectiva y personal e, incluso, el desarrollo y las limitaciones de las fuerzas políticas, los movimientos sociales, las reivindicaciones familiares y personales”. Sin embargo, el asunto se recrudece cuando Monsiváis recurría a su breve antología con recortes periodísticos sobre los graves casos, como el del Ajusco en febrero de 1999 donde estuvo a punto de repetirse aquella tragedia en la poblana Canoa: los hechos aterrorizan. Y es ahí, en dicho recuento, donde Monsiváis aludía atendiendo quizás a su nutrido grupo de seguidores de la comunidad LGBT —a la homofobia como parte de la lucha laica, aunque en este caso había laicos retrógrados que reprobaban esta convergencia sexual.
¿Era, es, de veras necesario entablar esta disputa en un tema de política del laicismo o merece, con mucho, un capítulo aparte, porque la diferencia sexual no sólo es un “problema” para los creyentes sino también, por desgracia, para los ateos o escépticos?

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Lo recuerdo bien porque por esos días había salido mi primer artículo editado en una revista. Se llamaba Dimensión, el pasquín de marras. Mi texto, creo que prácticamente inadvertido, hablaba sobre la carrera solista de Tom Fogerty, el hermano del líder de los Creedence Clearwater Revival. Era noviembre de 1972. Recuerdo que por esos días, digo, había leído Días de guardar (introducido en el mercado editorial dos años antes, en diciembre de 1970) y puesto atención, con azoro, a dos líneas, la cuarta y la quinta de la página 199: “Los Doors eran buenos porque eran los Doors y además porque posiblemente eran buenos”.
Después de leídas, no supe ya qué hacer. La rotunda consigna anterior era el mayor comentario que se podía hacer al grupo de Jim Morrison (1943-1971) y Ray Manzarek (1939-2013) porque justamente dejaba en el aire cientos de banales razonamientos acerca de su grandeza. En esas dos brevísimas líneas estaba dicho todo.
Pero más, aún.
El texto de Carlos Monsivaís (yo tenía entonces 17 años, él 34) no se quedaba únicamente en la alabanza o el vituperio, tal como todavía se acostumbra hacer en las publicaciones dedicadas a la música pop, sino su mirada recorría el entorno social, de manera que tuvimos, los lectores, oportunidad de adentrarnos en un Morrison distinto, “repelente, sucio, negativo, antisocial, que los así llamados periodistas de la Onda descubrirían mañana con el horror de quien no adivinaba detrás de ‘Light my fire’ la ausencia de los grandes almacenes de compra, la ausencia de Sears Roebuck, Aurrerá o Vips”.
(En el peyorativo señalamiento monsivaisiano “los así llamados periodistas de la Onda” se halla, sí, el desprecio inicial que este autor sentía por todo aquello que sonara a rock en México. Además, y Monsiváis lo sabía bien, la Onda es un término impuesto por Margo Glantz, hoy con 95 años de edad, que los cumpliera el pasado 28 de enero, etiqueta que jamás convenciera a gente como José Agustín o Gerardo de la Torre, que nunca se llamaron “periodistas de la Onda”).
De no ser por aquella lectura sobre los Doors yo hubiese pensado, como lo leí en muchos otros lados (frívola nunca ha dejado de ser finalmente la prensa somnolienta mexicana de los espectáculos), que la visita a México —en junio de 1969 en un club privado denominado El Forum en la colonia Del Valle— de la banda comandada entonces por Morrison había sido el acontecimiento de 1969, que incluso habíamos entrado a una etapa de reactualización juvenil, que el entonces Distrito Federal se convertía en una especie de réplica neoyorquina por las celebraciones roqueras y no sé cuántas demencias más.
Sin embargo, faltaban aún 22 años para que se alzara en definitiva la prohibición del rock en el país durante el salinato con la presencia en el Palacio de los Deportes de INXS el 12 de enero de 1991, ocasión donde volvimos a encontrarnos Monsiváis y yo para hablar de esta insospechada aunque urgente apertura roquera.
Cuando Carlos Monsiváis escribió en Días de guardar que, en un momento dado, el concierto de los Doors zarpó hacia un naufragio moral, entonces fui entendiendo que el papel del articulista no era nada sencillo. En ese mismo libro, además de internarse Monsiváis una y otra vez a los prototipos y los recovecos en derredor del rock, hallé un texto sobre Raphael que, de plano, debió haberme tocado hasta el fondo porque para esos días, entre los que participábamos dinámicamente en las ediciones de las mediocres revistas roqueras (yo cursaba el CCH Vallejo y ya la Piedra Rodante, de Manuel Aceves, no circulaba en los kioscos, la única publicación de rock que hasta ese momento había elaborado otro procedimiento periodístico en la cultura juvenil, suprimida la Piedra Rodante por el gobierno echeverrista luego de nueve números, el último de los cuales publicó un reportaje, como ningún otro medio, sobre el halconazo del 10 de junio de 1971, que incomodara al presidente de la República censurando de tajo la publicación ante el silencio ominoso de los informativos que circulaban entonces), escribir, o tan sólo hablar, del Ruiseñor de Linares o de Julio Iglesias o de Palito Ortega era, quién sabe por qué, una bajeza comparable a Tener Encendida la Radio Todo el Santo Día en la Charrita del Cuadrante. Monsiváis termina dicho texto con una frase mordaz: “El que esté libre de pósters que arroje la primera piedra”.

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Tres años después, un domingo de 1975, por una petición expresa de Óscar Sarquiz (Ciudad de México, 1948), que en aquella época teníamos una casi cotidiana comunicación, los llevé a ambos, a Sarquiz y a Monsiváis, al Salón Chicago, en las calles de Felipe Villanueva, hoyo fonqui al cual entraron como reyes sin necesidad de mostrar sus pasaportes, ya que mis bonos en ese congal eran muy subidos. Aquella tarde tocaba como grupo principal nada menos que Toncho Pilatos, ese enmudecedor grupo jalisciense cuyos dos fundamentales músicos: los hermanos Alfonso y Rigo Guerrero, muertos en 1992 y 1988 respectivamente, habían en ese momento engrandecido al rock mexicano con su presencia. Monsiváis no daba crédito a lo que veía: nunca antes había estado en el centro de un concierto de rock nativo, porque, al no estar en ese tiempo en el país, no le fue posible asistir al Festival de Avándaro en septiembre de 1971, aunque sí, a la distancia, hablara pestes de lo que se hacía juvenilmente en Méixco, recuérdese que él fue el autor de la frase lapidaria, refiriéndose a los roqueros, “la primera generación de estadounidenses nacidos en México”, que sirviera a los políticos como Fidel Velázquez —vitalicio presidente de los trabajadores, fallecido a los 97 años de edad el 21 de junio de 1997— a denigrar con aquiescencia social a la juventud mexicana.
Gran parte de lo que vio Monsiváis ese domingo de 1975 en aquel hoyo fonqui lo describiría dos años después, en 1977, en su libro Amor perdido.
Hablábamos con cierta regularidad a partir de esa fecha (incluso llegó a decirme que yo podía publicar un libro donde yo quisiera, en España si así yo lo deseare, gracias a su prestigio y a sus personales relaciones, cosa a la que no accedí nunca, no sé si causándole a él extrañeza por mi constante reticencia, asunto que me permitió percatarme de su inmenso poder en la cultura en castellano) hasta que un día —yo que no estoy, jamás he estado, a favor de esa sórdida leyenda que reza que perro no debe comer carne de perro, es decir que siendo uno periodista debe silenciar los tejemanejes de otro periodista, nunca morderlo, ser su callado cómplice— publiqué reconditeces del mundillo literario que no fueron de su agrado (como su cercanía con el gabinete zedillista o sobre el regalo que le hiciera Jorge Herralde, dueño de la española Editorial Anagrama, con el Premio de Ensayo 2000 con un libro de Monsiváis ya publicado anteriormente en México bajo el fondo del ISSSTE), y supe entonces de su ira sectaria: la mafia cultural se basa precisamente en la connivencia entre los agremiarlos. Lo que yo hacía, entonces, era del todo innombrado: ya se sabe que entre las clases superiores todo debe quedar oculto, nada de airear las incomodidades.
—Pensé que éramos amigos, Roura —fue lo último que me dijo Monsiváis mediante la vía telefónica.
Tres veces repitió la misma frase tras escuchar que yo le decía que, desde mi punto de vista, aún seguíamos siendo amigos: que yo revelara verdades no significaba que no lo respetara, pero Monsiváis no me oía.
—Pensé que éramos amigos, Roura —repetía enfadado.
Hasta que decidió colgar el auricular del teléfono.
Y nunca más volvió a dirigirme la palabra, me desterró de su lenguaje, ya no fui parte de sus referencias habituales, me invisibilizó enteramente para luego desaparecerme por completo de su espectro cultural… a pesar de que siempre yo lo mandaba entrevistar cuando publicaba una obra suya nueva. Porque admiraba —admiro, no voy a dejar de admirar— su aguda mirada escritural, aunque siempre buscara quedar bien tanto con Dios como con el Diablo, consiguiéndolo irremediablemente, al fin intelectual que decidía demasiadas cosas en las instituciones (se sabe que fue él, y no otro, el que decidió abirle las puertas de Bellas Artes a Juan Gabriel, acaso emparentándose con el neoliberalismo salinista que perseguía el dinero por cualquie lado): jamás le faltaron a Monsiváis, por ejemplo, premios, viajes, becas, prebendas, dinero, mucho dinero, extraído de rincones incluso ocultos. Siempre se rodeó, Monsiváis, de gente joven que lo admiraba, mas no buscó, nunca, la manera de repartir su omnisciente poder intelectual, que para eso luchó (¡vaya si no!) desde los años cincuenta del siglo XX, junto con su maestro Fernando Benítez (1912-2000): encaramados en la cúpula cultural, encaramaban a su vez a sus íntimos y amistades, no a quienes los interpelaban: no en vano José Joaquin Blanco escribió el 14 de febrero de 1999 el ensayo “Los viernes de El Chico” en “Crónica Dominical”, número 111, suplemento del diario La Crónica de Hoy, donde describiera los afanes de Monsiváis de sentirse engrandecido con los jóvenes que lo rodeaban, texto que le costara a Blanco el destierro, asimismo, de la cultura escrita ya que de ser, a decir de Monsiváis, el grandioso cronista urbano pasó a invisibilizarse repentinamente en el panorama literario mexicano: Monsiváis jamás lo volvió a mencionar nunca más.
Cuando fui secuestrado, a mediados de los setenta, torturado y golpeado a causa de lo que escribía —acto sin repercusión ninguna, aunque estoy cierto de que aquella casi muerte mía provino de un roquero como Paco Gruexxo (1946-2020), jefe de guaruras en la entonces Delegación Cuauhtémoc—, pero nada se hizo ante tan severo o radiante servidor público.
Cuando hablé con Monsiváis, al día siguiente de esta tropelía, me escuchaba apacible —él, Monsiváis, no yo— por la vía telefónica, después de lo cual sólo exclamó:
—Son cingaderas.
Y nos despedimos cordialmente.

Nota bene: descrito como “un homenaje íntimo y vibrante, escrito por quienes conocieron, quisieron y admiraron al gran intelectual público”, ya circula Nostalgia de Monsiváis, libro coordinado por la investigadora Marta Lamas y el antropólogo Rodrigo Parrini, el cual reúne textos que abordan la vida y el legado del escritor y periodista mexicano. Publicado con motivo del 15.° aniversario de su partida por el sello Siglo XXI, el libro será presentado este 18 de junio, a las 19 horas, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.