ConvergenciasEl Espíritu Inútil

Las sobremesas

Julio, 2024

Una sobremesa es un tiempo en el comedor o el restaurante que corre sin relojes, sin prisas y sin tener que levantarse, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega. Como todo lo que sea sagrado, la sobremesa es un acto, una pieza, una obra, delicadísima, en donde ya no se come ni se bebe: apenas se pellizca el pan, se chiquitea el anís o la cuba, se aflojan las corbatas. Pero el acto de la sobremesa no se trata ni siquiera de estar juntos, ni de que los invitados se hagan más amigos ni de estrechar lazos, sino que se trata de que empiece a existir, ahí flotando, la esencia de la sociedad.

Una sobremesa es un tiempo en el comedor o el restaurante que corre sin relojes, sin prisas y sin tener que levantarse al día siguiente, que empieza cuando ya se acabó de comer o cenar y nadie parece querer levantarse de la mesa, y por eso lleva el prefijo sobre, que significa que hay una añadidura, una excedencia que rebasa lo acostumbrado, y lo vuelve una sobrecena, una sobrehora, una sobremesa, y que se inicia en el momento en que se escombra un poquito para poder poner los codos y que quede un espacio para mover las manos sin tirar ni ensuciar mucho, mientras se van soltando comentarios como al pasar como que qué rico estuvo todo y gracias por la invitación o ¿no tendrás un vasito de agua? que se van enganchando sin querer con otros un poco más firmes como ¿te acuerdas la vez que fuimos a las carreras? (nota bene: el truco de hacer preguntas es que obligan a una respuesta) que se van alargando con anécdotas medio en broma para que alguien las continúe; y es que no hay tema de conversación —no es una mesa redonda— sino algo así como una serie interminable de ideas al vuelo con apuntes al margen que se reciben con gozo especialmente porque con eso no hay que levantarse de la mesa. Si tiene mantel, debe ser de cuadritos rojos.

Thomas Merton —que sólo hablaba inglés— decía que el español era el idioma para hablar de lo sagrado. Por ello, los traductores dicen que la palabra Sobremesa no se puede traducir porque no existe en ningún otro idioma. Sobremesa ha de ser el nombre de lo sagrado; tal vez por eso ahí hay pan y vino, o cacahuates y cervezas, que es lo mismo, aunque cabe aclarar que la Última Cena fue un fracaso, porque los comensales empezaron a hablar de asuntos graves, y hubo Uno que creía que sabía más que todos —pero no sabía chistes—, otro que sólo estaba pensando en sus negocios, otros que cuchicheaban entre sí, y acabó en el ministerio público.

Ciertamente, como todo lo que sea sagrado, la sobremesa es un acto, una pieza, una obra, delicadísima, que se rompe con cualquier cosita, que se echa a perder por nimiedades: se destruye cuando alguien se emborracha, o no suelta su celular; cuando alguno se pone a tirar netas, o a platicar con otros aparte de los demás; cuando alguno se las quiere dar de sabihondo, o se enfrascan en una discusión. Y cuando alguien se pone a recoger y lavar los platos, que es la forma hipócrita de destruir sobremesas, porque todos sienten que ya se tienen que ir, mientras quien la destrozó se siente bondadosísimo. En los restaurantes, los grandes meseros de antaño son los que dejan correr la sobremesa, estando para lo que se ofrezca pero no estando para lo que no se ofrece (al revés de los nuevos, ésos que les ponen a las mujeres la servilleta en las piernas y les dicen “damita”).

En las sobremesas ya no se come ni se bebe: apenas se pellizca el pan, se unta una rebanadita de algo, se chiquitea el anís o la cuba; se aflojan las corbatas, se pide prestado un chalecito; los que fuman tienen permiso, porque aquí todo el mundo se da cuenta de que no es el humo lo que le hace daño al ambiente, sino acaso la música que insisten en poner los que no escuchan el ritmo de la sobremesa (nota bene: solamente se vale poner música que no se oiga). Se permite voltear una copa no muy llena, arrimándole nada más la servilleta para no interrumpir; las migajas se juntan con los dedos. Y sólo se habla de lo que no se sabe, del bosón de Higgs, del Mercedes Benz Fórmula 1, de la importancia de la milpa en la historia de México, es decir, de lo que nadie sabe a ciencia cierta sino sólo a ciencia incierta, ya que así cualquier puede agregar lo que sepa y cualquier otro puede decir todavía algo más; y entonces se habla de El séptimo sello, de El Quijote de la Mancha, de Esperando a Godot, o sea, que a nadie le interesan las aseveraciones porque todos prefieren las dudas, las interrogantes, las aporías, así que se habla de la venganza, del amor, de la indiferencia, ya que éstas no son terminantes, esto es, no terminan en nada, y por ende no terminan con la sobremesa, que es lo único que importa.

Michel Maffesoli dijo que la religión, que significa a la letra volver a unir, reunir, volver a ligar, religancia, se refiere a lo sagrado pero no a Dios, sino al acontecimiento terrenal en que los seres humanos se vuelven a ligar con sus semejantes. Johann Gottfried Herder, un romántico alemán, decía que la religión consiste en hacer aparecer lo invisible a través de los visible, de que a través de los platos y los modales brote lo está en el aire, de que a través de las palabras surja lo que ya no se puede decir.

Y en efecto, el acto de la sobremesa no se trata ni siquiera de estar juntos, ni de que los invitados se hagan más amigos ni de estrechar lazos —para eso está el futbol y el cine—, sino que se trata de que empiece a existir, ahí flotando, la esencia de la sociedad, algo que no tiene que ver estrictamente con los que están ahí, sino con algo más, con lo sagrado, que es una especie de añadidura, de excedencia que rebasa eso de nada más estar vivos o ser muy sociables. Y adquirir por un rato un poco de eternidad. Después de eso, la gente comienza a distraerse buscando las llaves en el bolso o mirando al reloj, y a decir el chiste terminal de que las visitas tienen sueño.

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