Junio, 2024
Poca presentación necesita Michael Joseph Jackson, posiblemente uno de los mayores iconos de la historia de la música pop. Cantante, compositor y bailarín estadounidense, nació en agosto de 1958 y se fue de este mundo en junio de 2009. Apodado como el «Rey del Pop», desde muy temprana edad su vida estuvo marcada por el talento y el estrellato, pero también por la infelicidad y la polémica: sus operaciones, el color de su piel y, muy especialmente, las gravísimas acusaciones de pederastia. Por otra parte, sus contribuciones son irrefutable; de hecho, el sonido, estilo y movimientos de baile de Michael Jackson lo convirtieron en uno de los artistas más influyentes. Ahora que se cumplen tres lustros de su partida, Víctor Roura aquí lo recuerda.
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Hace tres lustros, el 25 de junio de 2009, moría a los 50 años de edad, en Los Ángeles, Michael Jackson, el ídolo pop que, olvidados sus fans del hecho, había abusado de varios niños tras convertir, en una obsesión aún incomprendida, su negra piel en una aparente blanquitud. Pese a estas visibles contrariedades, el último popero llorado multitudinariamente logró traspasar su investidura, acaso debido a los milagrosos arreglos musicales de Quincy Jones, consolidando el pop como una música repartible: la única figura que envidió, a quien vigilaba por temor a ser derrocado por él, fue a Prince quien, a diferencia de Michael Jackson, hacía su propia música. Prince había nacido dos meses antes (el 7 de junio de 1958 en Minnesota) que Michael Jackson (el 29 de agosto de ese mismo año en Indiana) muriendo, Prince, a los 59 años el 21 de abril de 2016 sin haber causado ninguna conmoción mediática, pese a haber grabado el cuádruple de discos que Jackson, quien posee sólo una decena.
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Thriller es un disco que, en su género, es indispensable en la historia moderna de la música: en él se incorpora no sólo la fatuidad del impecable y tenaz ritmo (que serviría de fuente reiteradora y crucial en, por ejemplo, Madonna) sino la trascendente tenuidad de los sordos ruidos que acaban en apaciguadas viñetas del romanticismo. Y los dineros, entonces, empezaron a sangrar de modo exorbitante y continuo, al grado que hicieron marear al extraviado joven reconcentrándolo —con la ayuda, acaso, de la infaltable morfina— en una atmósfera de fantasía, dilapidando su exorbitante dinero en mansiones con parques zoológicos y ferias de entretenimiento en réplicas caseras de castillos y epopeyas de Walt Disney. A pesar de haber vendido, en cifras supuestamente actualizadas (si bien su disquera se ha negado a proporcionar los números reales), más de 300 millones de discos (¡en Estados Unidos se habla de una cifra superior al medio millón de copias, si no es que abrumadoramente más, revolviendo sencillos con álbumes!), Michael Jackson estaba endeudado, y ni su finca de Neverland traspasada, en 2008, a la Sycamore Valley Ranch Company lo salvó de las apreturas económicas.
¿Por qué?
Esas son cosas personales que no nos llevarían a ningún lado, mas lo cierto es que, artísticamente, su vida —en el agobio del consumismo y la ligereza del encuentro con la belleza quirúrgica— se halló en un abismo sin fondo, con ausencias inexplicables de creatividad, con problemas aireados —y airados— de pederastia, con pesarosos ocultamientos de personalidad, a escondidas del mundo, refugiado en habitaciones de jerarcas comprensivos, entrampado en su propia fama.
Esta ansiada e imparsimoniosa codicia por pertenecer a la clase pudiente del orbe lo llevó a comprar, en 1985, los derechos del catálogo musical de los Beatles por 34 millones de euros, que una década después vendiera (sólo la mitad del repertorio) a la multinacional Sony por más de 70 millones de euros, que no le sirviera para finiquitar sus numerosas deudas.
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El dinero de Michael Jackson lo compraba todo: hasta a Marlon Brando, quien el popero le pagó cerca de un millón de euros para que en 2001 apareciera como invitado especial en el Madison Square Garden durante el homenaje que él mismo, Michael Jackson (no Brando), se tributara por su 30 aniversario como cantor profesional. Empero, su último disco en estudio: Invincible (de 2001), lo muestra —a pesar de su invencible poderío económico— ya como un reiterativo de sus propias fórmulas, sin ingenio, proclive a delatarse en sus hondas predecibilidades: un rey agobiado, extenuado, cansado.
Tal vez su agudeza y su perspicacia musicales las usó por última vez en 1991 en su también importante álbum Dangerous, en el cual pareció agotar todos sus decires creativos. Lo que hizo un mito de este hombre que nunca quiso envejecer fue su industria mediática que empezaba a revelarse como la máxima autoridad de los gustos caseros. Porque nadie con sólo dos discos de valoración sonora comercial: Thriller de 1982 y Bad de 1987, ambos producidos por el inquebrantable Quincy Jones, el verdadero responsable del “sonido” que todos creen es de Michael Jackson, y ya no participante del siguiente álbum (Dangerous), producidos en adelante por el propio Jackson, tal vez de ahí el inicio del declive y la reiteración musical formulada por Quincy Jones, nacido en 1933. Los dos discos que deslumbraran en el mundo del pop son de una calidad indudable que realzaba al propio pop (esa música secuela del rock más estratégicamente comercial, es decir menos vinculada con las interioridades de un autor), etiquetándolo en una fórmula que persiste incluso hoy en día con luminarias del pop como Lady Gaga o Sam Smith. Nadie, digo, con sólo dos discos memorables en su catálogo podía haber conseguido el vuelo ultraexitoso que alcanzó este hombre de coreografías atractivas y únicas (se dice que era mejor bailarín que cantante, pero esta controversia posee demasiados colores en los cristales con que se los mire), de tesituras vocales extraordinarias, de retos paradójicamente antisociales: ¿cuándo se había visto que un afamado renegara de su fama sumiéndose a cotas undergrounds indecibles? Porque, fuera de su música, todo su ámbito vivencial se envolvió en especulaciones y adivinanzas al servicio de la industria mediática, que no perdona la fama ajena.