ConvergenciasEl Espíritu Inútil

Sísifo

Junio, 2024

Todos alguna vez pertenecimos o hemos pertenecido al Club de Fans Sísifo 24 horas, un club de los más antiguos, al que sus miembros pertenecen sin credencial y que se les reconoce por la cara de cansancio de repetir y repetir la misma rutina. Y es que, como explica Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega, a Sísifo le quisieron enseñar los dioses que él y todos los humanos eran un absurdo, que todo lo que hacen no tiene sentido y que, aunque no tenga sentido —lo que es peor—, hay que seguir haciéndolo sin fin.

Las amas de casa, que justo en el momento en que acaban de hacer la cama, de lavar los trastes, de tender la ropa, saben que exactamente 24 hrs. después va a estar igual de deshecha, de sucios los platos, intuyen recónditamente, a lo mejor entre una que otra lagrimita, que seguro debe de haber un cuento, un mito, una historia, una leyenda que hable de ellas y que las salve de este sinsentido de nunca acabar; o tan siquiera que haya un club de fans.

Se llama El Club de Fans Sísifo 24 hrs., y es de los más antiguos —por lo menos desde los monjes medievales que copiaban día tras día la Biblia, interminablemente—, al que sus miembros pertenecen sin credencial y se reconocen entrañablemente por la cara de palo de un cansancio que traen no después de hacer las cosas sino antes de empezarlas, y cuyo presidente honorario, no vitalicio sino post mortem es un señor de nombre Albert Camus, que escribió El mito de Sísifo y hasta ganó un premio Nobel pero que un día se fue a estampar contra un árbol, totalmente sin querer, ya que a lo que aspiraba era a seguir presidiendo, día tras día, cansancio tras cansancio, interminablemente, su club, en donde están prohibidas las juntas y las asambleas, porque se sabe que en este tipo de reuniones todos se animan a todos, lo cual le parecía francamente de mal gusto.

Sísifo era un rey griego lleno de ingenio y travesura que la verdad sí se pasaba de la raya, pero ya nadie se fija en eso, sino más bien en el castigo que recibió, que superaba todas sus diabluras (asaltar viajeros, delatar a Zeus, engañar a la muerte); como dice Fernández-Galiano en su Diccionario de la mitología clásica: “Fue condenado a empujar eternamente en los infiernos una roca hasta lo alto de una colina, desde donde caía de nuevo hasta la base, viéndose obligado Sísifo a empujarla otra vez…”.

La vida cotidiana es la cantaleta de Sísifo: ahí ve uno a todos los de los puestos de tacos, de verduras, a los de los restoranes de comidas corridas, diligentes y serios, montándolo todo tempranito en las mañanas, para al final tener que desmontarlo todo completo, con todo y lonas y mercancías y dejar el piso bien lavado, para empezar al otro día tempranito, cada 24 hrs., igual que los del camión de la basura que son Sísifos haciendo trabajos de Hércules separando plásticos de latas, compactando cartones y papeles concienzudamente para al terminar volver a empezarlo. La verdad es que Taylor Swift está en las mismas.

Ni siquiera se puede decir que es una rutina mediante la cual lograr cosas mayores; y no es que se cansen con la tarea, sino que el cansancio es su tarea. Todo lo que se hace se deshace al acabarlo, y nunca se logra nada: eso es lo que aprenden los “sisifans” a la hora de escribir su curriculum vitae, y con ello se enteran, sin que les importe mucho, de su superioridad moral sobre los emprendedores, los aspiracionistas de la superación personal que una vez subida la cumbre buscan otra más alta que escalar, y nunca se rinden y siempre dicen ¡yes!, porque si tuvieran dos dedos de frente —y un poquito de humildad— se darían cuenta de que parecen hamsters: cada día volver a empezar su optimismo para volver a ver derrumbarse por la tarde, frente a lo cual los fans de Sísifo nada más se abanican con su curriculum mientras les entra una sonrisita de ternura.

A Sísifo le quisieron enseñar los dioses que él y todos los humanos eran un absurdo, que todo lo que hacen —la cama o la vida— no tiene sentido y que, aunque no tenga sentido, lo que es peor, hay que seguir haciéndolo sin fin. Pero Sísifo, ocurrente que era, empezó a entretenerse con su absurdo, porque, en efecto, no le gustaba subir la piedra, pero, en cambio, le divertía ver cómo bajaba saltando medio trompicada por el mismo caminito y caía exactamente en el mismo sitio que ayer, mientras él regresaba de bajadita quitado de la pena —y de la piedra— con esa alegría resignada de que terminó el día y sin las falsas esperanzas de que mañana será mejor, cantando ésa de José Alfredo Jiménez que dice Estar perdido y volver a perder (que en griego antiguo se oye mejor), y con eso le encontró, o le inventó, el sentido a la vida. “…Sólo una vez Sísifo interrumpió este trabajo, cuando Orfeo cantó en los infiernos”.

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