«Amor, mentiras y sangre»: un thriller queer con esteroides
Junio, 2024
La práctica del fisicoculturismo no ha sido un tema recurrente dentro del cine de ficción. Más allá de la decorosa Sangre, sudor y gloria, filme de Michael Bay de 2013, hay poco que escribir sobre este asunto. Sin embargo, la directora Rose Glass ha querido salirse del molde, tal y como lo prueba Amor, mentiras sangre. Con guión propio escrito en colaboración con la también cineasta Weronika Tofilska, el segundo largometraje de la cinerrealizadora británica es un musculoso, erótico y virulento thriller lésbico, escribe Alberto Lima en esta nueva entrega de ‘La Mirada Invisible’.
La práctica del fisicoculturismo no ha sido un tema recurrente dentro del cine de ficción. Más allá de la decorosa y entretenida Sangre, sudor y gloria (Bay, 2013), hay poco que escribir sobre este asunto. Sin embargo, siempre hay esperanza, tal y como lo prueba el reciente estreno de Amor, mentiras sangre, de la prometedora cinerrealizadora londinense Rose Glass.
En la árida ciudad de Albuquerque, Nuevo México, año 1989, la infeliz empleada de un gimnasio mugrosón Lou (Kristen Stewart) pasa sus noches limpiando a mano retretes rebosantes de mierda, toreando los perros que le avienta la lanzada Daisy (Anna Baryshnikov) y masturbándose boca abajo en la soledad del sofá de su departamento, hasta que cierto día arribe al gimnasio la forzuda y electrizantemente guapa fisicoculturista Jackie (Katy O’Brian) y la saque de su letargo, sentirse atraída por ella al punto de abordarla más tarde en el estacionamiento del local, ser preferida por Jackie en vez de unos güeyes mamados que intentaban ligársela y, al ser rechazados, presenciar los cates que Jackie se da con ellos, e invitarla a pasar la noche en su depa, ignorando que la noche anterior la musculosa chica había copulado en el auto del cuñado de Lou, JJ (Dave Franco), el machín golpeador esposo de su hermana Beth (Jena Malone), a cambio de conseguirle empleo en el campo de tiro, cuyo dueño es el siniestro aficionado entomólogo Lou (Ed Harris), y quien resulta ser padre de Lou y Beth. Pronto, la relación de ambas chicas se estrechará carnal y amorosamente, pero también tensará la interacción con los demás miembros de la familia cuando la hermana Beth sea enviada al hospital luego de una brutal golpiza por parte de JJ, que provocará la ira de Jackie y ésta decida ponerlo en su sitio y devolverle la golpiza a domicilio, pero con nefasto resultado que enturbiará su sueño de competir en un certamen de fisicoculturismo en Las Vegas, y la naciente pero apasionada relación con Lou también quede en riesgo.
Con guión propio escrito en colaboración con la también cineasta Weronika Tofilska, el segundo largometraje de la británica Rose Glass es un musculoso, erótico y virulento thriller lésbico, cuya originalidad radica en desarrollar sin aspavientos los avatares del fisicoculturismo desde un desprejuiciado enfoque femenino, sazonándolo con una buena dosis de sexo, sangre, sudor y nada de lágrimas, gracias a una fotografía deslavada de Ben Fordesman que capta de manera sobresaliente esa atmósfera ochentera de la provincia estadounidense árida y solitaria de Nuevo México, que por momentos remite al sombrío Nebraska de Los muchachos no lloran (Peirce, 1999), porque desde el pretexto del culto al cuerpo es donde se ramifican otras lecturas, como los entresijos del deseo y las filiaciones amatorias entre dos tipas duras muy en la línea de Viólame (Despentes/Trinh Thi, 2000), o la destrucción del mito de la familia feliz, donde el cobarde marido golpeador de la hermana abusa ferozmente amparado en la condescendencia de ella, para enarbolar así la aciaga máxima de “me pega porque me ama”.
Ya en su interesante ópera prima Saint Maud (2019), con esa enfermera algo mística que confundía su devoción hacia Dios con el demonio, Glass manifiesta un estilo fílmico sobrio y recio donde el cuerpo femenino y sus pulsiones ocupan un examen preponderante, sea éste como la materia sacramental en Saint Maud, o bien una entidad en descomposición que hay que cultivar como en Amor, mentiras y sangre: en la primera, por ejemplo, es la penitencia de calzarse los tenis con agujas dispuestas en las plantillas, antes de salir a andar sobre la arena de la playa; en la segunda, como sucedáneo sacrificial, son las inyecciones de la fisicoculturista Jackie a las que se somete en el ombligo o en las comisuras de los dedos de los pies para aumentar la masa muscular.
Otro aspecto estilístico notorio en la incipiente obra de Glass es la profusión hemática, usada discretamente en su cinta debut, pero aquí ya destapando todos los frascos disponibles, como en la secuencia del salvaje ajusticiamiento gore del cuñado JJ a manos de Jackie, muy similar al ocurrido en Érase una vez en Hollywood (Tarantino, 2019), cuando el doble de cine Cliff Booth muele a golpes a la chica de la familia Mason. Y en este sentido, es el rojo el color dominante ya expuesto desde la secuencia de arranque de Saint Maud, y reutilizado en Amor… con esa otra secuencia inicial con la grieta representando a las entrañas del infierno, o los filtros en rojo para semejar al padre de Lou cual vil demonio.
Sin embargo, pese a las buenas intenciones de Glass en hacer un thriller americano intenso —en donde hasta se da el lujo de incorporar fantasía al mostrar los músculos de Jackie cómo se dilatan cuando se excita o se enoja, al igual que uno de los personajes emblema de la cultura de masas como lo es el monstruo experimental Hulk—, ésta queda tan embelesada de las proezas de sus dos creaturas y heroínas, que cede al impulso fácil del happy ending en vez de sacrificar a alguna de las dos en ese tiroteo final con el padre y, con ello, brindarle a su película no sólo un cierre dramático memorable, sino también perder la oportunidad de aspirar a prendarse y convertirse en un clásico contemporáneo del género como sí lo es Drive (Winding Refn, 2011), y no quedarse solamente en una cinta digna pero quizá condenada a un futuro cinematográfico intrascendente.