«Anatomía de una caída»: un turbador juego de verdades y mentiras
Abril, 2024
Inscrita en el subgénero de películas sobre juicios, y deudora del clásico Anatomía de un asesinato (1959) y con guiños a La verdad (1960), el sexto largometraje de Justine Triet, Anatomía de una caída —con guión original suyo escrito en colaboración con su pareja el también cineasta Arthur Harari—, es a la vez un drama crudo y duro —en donde a cada secuencia la verdad se desdice, muta o se anula—, y en el que la cineasta francesa realiza una detalla autopsia de una relación descompuesta, escribe Alberto Lima en esta entrega de ‘La Mirada Invisible’.
Anatomía de una caída (Anatomie d’une chute),
película francesa de Justine Triet;
con Sandra Hüller, Swann Arlaud, Milo Machado-Graner,
Antoine Reinartz, Samuel Theis, Camille Rutherford. (2023, 151 min).
En la novela El pasado (2003), el escritor argentino Alan Pauls refiere la lógica del accidente como una interrupción de la continuidad de las cosas. En este sentido, la interrupción del orden familiar se dará precisamente alrededor de una muerte sospechosa, un accidente infantil previo, y sus consecuencias morales y legales, y es con ello que la directora francesa Justine Triet construye el drama de Anatomía de una caída, su más reciente y multipremiada cinta, ganadora el año anterior de la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
En un chalet de la región alpina de la Saboya, en Francia, la escritora de origen alemán Sandra Voyter (Sandra Hüller) deberá interrumpir la entrevista que sostiene con la estudiante Zoé Solidor (Camille Rutherford) a causa de la estruendosa música hip-hop de 50 cent que proviene del ático donde trabaja el esposo de Sandra, el culposo aspirante a escritor ahora frustrado Samuel (Samuel Theis). Ante ello, y luego de la partida de la joven estudiante, el hijo de ambos con ceguera Daniel (Milo Machado-Granier), en compañía de su recién bañado perro guía Snoop, saldrá a dar un paseo sobre el campo nevado, pero al volver de éste tropezará a las afueras de su hogar con un inesperado bulto en su camino, que resultará ser el cadáver del padre. La muerte propiciará entonces una acuciosa investigación policial, apuntando hacia la escritora como principal sospechosa, situación por la que recurrirá al abogado conocido suyo Vincent Renzi (Swann Arlaud) para asesoría y preparación de una defensa fundamentada en demostrar que no fue asesinato sino suicidio, ante la posibilidad de un juicio que finalmente sí ocurrirá y será conducido por el despiadado fiscal (Antoine Reinartz) cuando la escritora sea acusada de homicidio. Y allí, ante el tribunal y los morbosos medios de información, toda la ropa sucia de la familia será lavada públicamente.
Inscrita en el subgénero de películas sobre juicios, y deudora del nombre del clásico Anatomía de un asesinato (Preminger, 1959) y con guiños a La verdad (Clouzot, 1960), el sexto largometraje de Justine Triet —con guión original suyo escrito en colaboración con su pareja el también cineasta Arthur Harari— es un drama crudo y duro cuya fórmula eficaz se basa en la sólida edición de Laurent Sénéchal, porque justamente lo que vendría siendo la escena de la muerte del marido nunca es mostrada, y quizá ni siquiera fue filmada, dando pie entonces a una serie de flash-backs, flash-forwards y planos sonoros —como el de la violenta pelea sostenida por la pareja un día antes de la muerte—, para intentar dilucidar si la escritora sí cometió el homicidio o, por el contrario, todo fue un suicidio, de acuerdo a la reunión de evidencias que surgen paulatinamente durante el relato del filme, dejando solamente la melodía “P.I.M.P.”, del rapero 50 Cent, como la única pieza musical existente en toda la película, erigiéndose en leitmotiv aciago, puesto que es la que escuchaba la víctima a todo volumen al momento de morir, y es repetida tanto en las recreaciones policiales como en la presentación de pruebas durante el juicio.
La tensión del drama —con fotografía decididamente subjetiva de Simon Beaufils— se sostiene en esa pugna fluctuante para determinar si la escritora Sandra es en verdad una mente maestra asesina como la Catherine Tramell de Bajos instintos (Verhoeven, 1992), o si nada más es una víctima de las circunstancias, como la inocente condenada Lindy de Un grito en la oscuridad (Schepisi, 1988), al quedar atrapada en una relación descompuesta tras el fatídico accidente del hijo sucedido años atrás, a causa de la negligencia del padre al preferir quedarse a escribir en casa y mandar en su lugar a una niñera para recogerlo en la escuela, pero al llegar ésta con retraso, una motocicleta golpeará al chico, dejándolo con daños severos en el nervio óptico, lo cual devendrá en toda una caída moral y emocional de éste como esposo, padre, escritor, y posiblemente encontrar así su final lanzándose desde el ático hacia el vacío nevado. Y de nuevo será la edición del filme la encargada de dar todos los matices dramáticos del personaje de Sandra, donde por momentos caerá en sus propias mentiras, como el hematoma en el antebrazo mencionado al principio a consecuencia de un golpe en la cocina, si bien en realidad fue causado por el forcejeo con Samuel; o bien mientras es humillada en el tribunal cuando el obcecado fiscal trate de culpabilizarla por ciertos pasajes de sus novelas donde menciona cómo deshacerse de una pareja; o también la impotencia en su rostro cuando no logre expresarse plenamente en francés durante el juicio, y deba recurrir al inglés, aún cuando esto le signifique un agravante para su caso.
Con cintas previas irregulares, inconsistentes, como Los casos de Victoria (2016), donde se mostraban en tono de comedia los avatares amorosos y domésticos de una abogada, o en el grisáceo drama El reflejo de Sibyl (2019), con una psicóloga vuelta escritora que lidia con su alcoholismo, con una paciente manipulable que utiliza para escribir una novela y los claroscuros de sus relaciones amatorias, ahora Anatomía de una caída resulta una grata sorpresa de la directora Triet porque conjuga acertadamente sus obsesiones previas —el universo femenino y maternal en los ámbitos literarios y jurídicos—, y pulsa las notas correctas porque un acierto del filme, en donde a cada secuencia la verdad se desdice, muta o se anula, es plantear la idea del juicio como un constructo para intentar llenar esa oquedad que subsiste ante la ausencia de una verdad, tal y como lo expone de manera brillante y sencilla el niño Daniel ante la fiscalía. Porque si hay alguna certeza que la película vislumbra, es la frase reveladora que el abogado defensor Renzi lanza al afirmar que de lo único que puede hallarse culpable a Sandra es de haber triunfado donde su pareja fracasó.