Una historia en la que nada sucede
Marzo, 2024
“Una historia en la que nada sucede; es decir, en la que todo es un flujo continuo. Y justo ahí radica el atractivo de esta novela: en ella hasta la muerte ocurre como algo dulce”. En esta nueva entrega de su ‘Calesita’, Juan José Flores Nava se detiene en Una velada en la librería Morisaki, del escritor japonés Satoshi Yagisawa. Se trata de “una novela con la que sin duda las generaciones más jóvenes se sentirán identificadas: todo encuentra una solución apacible, todo al final resulta cute (no, más bien casi coquette: todo delicado, con encaje, tierno)”.
Una historia en la que nada sucede; es decir, en la que todo es un flujo continuo. Y justo ahí radica el atractivo de esta novela: en ella hasta la muerte ocurre como algo dulce. Hablo de Una velada en la librería Morisaki del escritor japonés Satoshi Yagisawa (1977), obra con la que continúa las siempre reconfortantes venturas y desventuras de Takako y, sobre todo, en la que sigue la cotidianidad del barrio de Jinbocho que comenzara con la publicación de Mis días en la librería Morisaki (aparecida en 2009 y ganadora del Premio de Literatura Chiyoda, según el sello editorial Harper Collins Publisher).
Y ese no “suceder nada” parece provenir desde el mismo silencio que existe alrededor de su autor y del propio premio Chiyoda, pues ni siquiera la fiel Wikipedia en su edición en inglés tiene registro de uno o de otro. ChatGPT va incluso más allá: nos habla de un Satoshi Yagisawa nacido en 1975 autor de música contemporánea, un personaje de quien, además, sí se puede hallar más información en distintas páginas web, como la del Certamen Internacional de Bandas de Música de la Ciudad de Valencia.
Pero del Satoshi Yagisawa escritor —al que se refiere la solapa de la edición en castellano de Una velada en la librería Morisaki, impresa por Plata Editores— apenas se puede encontrar casi nada en el buscador de Google: una misma fotografía de él en todos lados, un video de 30 segundos con extraño aspecto, y ni la versión de The Japan Times en línea arroja algún resultado acerca de este personaje que, uno pensaría, debe ser muy famoso (“su primera novela se convirtió en un fenómeno editorial”, nos recuerdan los editores de Plata).
Pero, bueno, dejemos al autor y al misterioso silencio que lo envuelve y regresemos a la novela. Decíamos que en Una velada en la librería Morisaki no pasa nada. Y es verdad. Es una novela lineal, con pocos altibajos, en la que incluso los sucesos más emotivos se experimentan como una larga caricia con las yemas de los dedos sobre el brazo, sobre el rostro, sobre la espalda desnuda. Es un texto muy bonito. Tal cual. Lindo. El párrafo con el que inicia el relato advierte, de inmediato, con delirante precisión, lo que nos espera de principio a fin. Dice la narradora:
“Los días en que no tengo que ir al trabajo me dedico a caminar por las estrechas callejuelas de siempre a las que estoy acostumbrada. Hoy, en esta cálida tarde de octubre, con el aire a mi alrededor henchido de paz y tranquilidad, noto cómo la piel se cubre tenuemente de sudor bajo la bufanda que traigo enrollada con laxitud”.
Estamos en Jinbocho, Tokio, un afamado y reconocido barrio en el que abundan las librerías de segunda mano. Quien narra es Takako, una joven que en la primera novela de la saga se siente arrojada al vacío tras perder el trabajo y a su novio (quien le fue infiel) de un plumazo, por lo que en medio de su depresión es invitada por su tío Morisaki Satoru a vivir con él y su esposa Momoko en la librería.
En ésta, la segunda parte de la saga, Takako ya ha dejado el segundo piso de la librería, en donde tenía su habitación, para vivir de forma independiente, con un nuevo trabajo y hasta un nuevo novio. Sin embargo, su corazón sigue habitando los empolvados, diminutos y solitarios pasillos de la librería Morisaki. Tanto, que aprovechando el aniversario de bodas de Satoru y Momoko convence a su tío para que abandone por un tiempo sus responsabilidades en la librería y se marche de vacaciones con su esposa. Ella, Takako, se encargará no sólo de pagar el viaje, sino que tomará las riendas del negocio mientras sus parientes están lejos. Apuntan los editores en la contraportada:
“Volver a sumergirse en la atmósfera atemporal de Jinbocho, con su colorido panorama de habituales y visitantes, será el empujón que Takako necesitaba. Por primera vez en mucho tiempo, se siente entusiasmada. Porque una librería, descubre, está poblada de historias; no sólo las que esconden los libros, sino también las de quienes la frecuentan. Y esas historias crean lazos”.
Así, Takako volverá a sentir miedo de ser traicionada por su pareja; hará de Celestina entre su amigo Takano y su amiga Tomo; descubrirá el doloroso pasado que le imposibilita a Tomo dejarse tocar por el amor; asistirá con ternura y valentía a Momoko durante su enfermedad; y tomará con determinación la mano de su tío para ayudarlo a salir de su oscuro silencio y su negada tristeza. Pero cada caso tendrá lugar sin tragedias, sin sacudimientos, sin terribles melodramas: sólo pequeñas explosiones —y siempre según el contexto— de celos, de llanto, de tristeza, de abatimiento, de dolor o de desprendimiento interior. Pero una y otra vez los personajes abren de inmediato una puerta que conduce a la paz y a la alegría.
Una velada en la librería Morisaki es, en fin, una novela con la que sin duda las generaciones más jóvenes se sentirán identificadas: todo encuentra una solución apacible, todo al final resulta cute (no, más bien casi coquette: todo delicado, con encaje, tierno). Se trata de una historia que transcurre justo así, sin altibajos, tal como el autor propone su recorrido desde el párrafo inicial: un relato de callejuelas y atmósferas placenteras, cotidianas, henchidas de paz, reposo y tranquilidad; en donde si bien las conversaciones y las situaciones pueden ser por escasos momentos excitantes, estridentes, más pronto que tarde retornan a un estado de laxitud, de relajamiento.
Las páginas de Una velada en la librería Morisaki serán, sin duda, un lugar en el que el lector puede caminar —como las personas en las horas diurnas de una jornada laborable en el barrio Jinbocho— sin prisas, y, de vez en cuando, como ellas, detener sus pasos o desaparecer sin el menor ruido, absorbido hacia el interior de la librería y las historias que se alzan a su vera.