Septiembre, 2023
El 11 de septiembre de 1973 fue un día trágico que marcó la historia de Chile y, desde luego, la historia reciente latinoamericana. Se cumplen 50 años del golpe de Estado que derrocó al presidente socialista Salvador Allende (1970-1973) e instauró una feroz dictadura que arremetió contra la oposición democrática, cometió miles de asesinatos y desapariciones. Las estimaciones acerca del número de gente muerta durante o inmediatamente después del golpe varían desde menos de 2.500 a más de 40.000. Una lista de 3.000 a 10.000 muertos cubre las estimaciones más fiables. El periodista y escritor Víctor Roura reflexiona sobre los sucesos ocurridos hace cinco décadas, una dictadura mundialmente conocida por su brutalidad.
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Tres años después de haber iniciado su mandato presidencial, Salvador Allende fue derrocado el 11 de septiembre de 1973 por el general Augusto Pinochet en un sangriento golpe de Estado que uno, inútilmente, quisiera borrar de la memoria: el médico Allende murió ese mismo día en La Moneda, a sus 65 años de edad, antes de entregarse a la horda militar que quería el país a su modo dictando su violento parecer durante 16 años y medio, cuando el general Pinochet entrega, en 1989 (justo el año de la caída del Muro de Berlín, año también conocido como el de la caída del socialismo), la presidencia a Patricio Aylwin —que comenzara su mandato en marzo de 1990— luego de dejar una estela mortuoria de más de 40,000 personas asesinadas (aunque el número oficial rebasa apenas las 2,000 víctimas, no sé si alguien crea en la veracidad de esta acomodada numeralia) y un número semejante de desaparecidos, cifras menores para un militar que viviera la vida a sus anchas sin inquietarlo las demandas, los posibles juicios, las reacciones verbales en su contra, muriendo en santa paz y con honores en su Chile a los 90 años de edad el 10 de diciembre de 2006… ¡pero jamás dejó de ser el comandante en jefe de las fuerzas armadas sino hasta su propia renuncia en marzo de 1998 para pasar a ser senador vitalicio!
Los papeles legales que se ejercieron contra su proceder político, como los del abogado español Baltasar Garzón, le hicieron a Pinochet lo que dicen que el viento le hizo al Benemérito.
Nada en su contra, todo a su favor, incluso fue despedido en Chile —cuando murió— por una multitud que lloró su partida.
Las secuelas benignas paradójicas de la malignidad.
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El cantautor Víctor Jara, originario de Chillan Viejo donde había nacido el 28 de septiembre de 1932, fue detenido al día siguiente del golpe de Estado perpetrado por el mismo comandante designado por Allende cuya consecuencia se encuentra, ya, en los registros de la infamia humana: cuatro días después de su secuestro fue arrojado Víctor Jara a la calle tras haber —hay quienes insisten en decir— sido quemado vivo, rotos los dedos, cortada la lengua y baleado en más de 4o ocasiones, lo que exhibe, de ser cierta esta versión, el salvajismo nato inherente en algunos seres vivientes, ¡crueldad que a 50 años de haberse cometido aún había permanecido en la sala de espera de los juzgados chilenos (cuando seguramente todos los causantes de aquella bestialidad ya descansan en paz o gozan su senectud en tranquilo remanso vivencial)!
La horrible muerte de Víctor Jara sucedió 12 días antes de que cumpliera 41 años de edad. Y es mejor no imaginar sus últimos días de agonía, porque veo a los milicos carcajeándose a su costa, sobajándolo, gritándole, burlándose de él, disminuyéndolo, pisoteándolo, envalentonados con sus armas y sus garrotes ante la indefensión de sus miles de víctimas, de la conmoción de Víctor Jara, de ese humilde compositor que había cantado que sus manos eran lo único que tenía, que ambas eran su “amor” y su “sustento”, por eso los cobardes le rompieron los dedos o se los amputaron, enardecidos, enloquecidos en su maldad inexplicable, inmovilizándolo —bravucones que son cuando están acompañados entre ellos—, desfigurándolo, desconociéndolo como un humano, sacrificándolo por el solo hecho de ser el autor de versos como “usté no es ná, no es chicha ni limoná, se lo pasa manoseando, ¡caramba samba!, su dignidad”, y lo golpeaban precisamente por haberle cantado a la esperanza de los seres terrenales desfavorecidos.
Escucho al magnífico argentino León Gieco cantar una pieza de Víctor Jara: “Levántate y mírate las manos, para crecer estréchala a tu hermano… Juntos iremos unidos en la sangre, hoy es el tiempo que puede ser mañana… Líbranos de aquel que nos domina en la miseria, tráenos tu reino de justicia y de igualdad”, y no quiero ver la escena de los militares aporreándolo justamente porque sabían que era el hombre que cantaba esos versos que se había atrevido a componer para entregárselos a los espectadores de buen corazón.
También Silvio Rodríguez canta “Te recuerdo, Amanda”, esa canción de Víctor Jara que desborda tristeza infinita donde nos subraya que bastan cinco minutos para saber el hondo significado del amor.
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Me cuenta Modesto López —el gran hombre nacido en España en 1945, crecido en Argentina y desde 1979 vive en México donde se ha destacado como documentalista y fundado Ediciones Pentagrama produciendo cientos de discos de excelsa música latinoamericana— esta importante anécdota:
—En 1969 (durante la dictadura de Juan Carlos Onganía) soy elegido para integrar la delegación Argentina que viajará a Finlandia para participar en el Encuentro Mundial de la Juventud y los Estudiantes, que ese año se hacía en homenaje a Vietnam.
“Llegamos a Helsinki, nos encontramos con el resto de la delegación argentina, que había viajado por distintos medios. Fue intenso, muchas reuniones con las distintas delegaciones, en la chilena estaba Víctor Jara.
“Primer Congreso de Teatro Latinoamericano , 1970, posiblemente en septiembre, la Asociación Argentina de Actores organiza el primer congreso de teatro latinoamericano donde asisten el dramaturgo y director colombiano del Teatro Experimental de Cali (TEC): Enrique Buenaventura [1925-2003]; el fundador y director del Teatro Galpón de Montevideo: Atahualpa del Cioppo [1904-1993]; la secretaria general del Sindicato de Actores de Perú: Delfina Paredes [1944]; el dramaturgo y director Augusto Boal [1931-2009], de Brasil; Víctor Jara, que participa dirigiendo La Remolienda, un clásico del teatro chileno escrita por Alejandro Sieveking, y muchos actores, directores y autores del teatro argentino, junto a otros compañeros. Yo participé en la organización. Aprovechando esta oportunidad tuvimos dos reuniones paralelas con compañeros que teníamos afinidad ideológica, que nos fuera de gran utilidad para futuras actividades.
“En 1971 viajo a Chile donde me encuentro con Víctor Jara en el café de la esquina del Comité Central del Partido Comunista en Santiago y me invita a dos conciertos que tenía en las Callampas (viviendas muy pobres ubicadas en la periferia de la ciudad). Era impresionante, solo con su guitarra y su voz creaba una gran comunicación con su público, en esos momentos estaba muy activo haciendo campaña por Salvador Allende. Sabiendo de la gran amistad que tuvo con Violeta Parra [1917-1967], le pregunté por ella y me contó que esa hermandad del canto y de la vida se había iniciado a finales de los años cincuenta, que la visitaba frecuentemente a su Carpa donde mantenía muchos intercambios musicales y políticos.
“—La Carpa de la Reina —me dijo Víctor Jara— tenía como unos cuarenta metros de diámetro y el escenario era un tabladito donde se presentaba ella y otros músicos invitados.
“Víctor me vinculó con los compañeros de la brigada Violeta Parra y otros camaradas que también estaban en plena campaña apoyando la candidatura presidencial de Salvador Allende”.
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En Chile empieza a circular el libro Canto bueno / Crónica de una canción escrito y editado por Patricia Díaz Inostroza y Carlos Necochea, cuyos fragmentos que a continuación reproduzco se los debo a mi amigo Modesto López quien me los ha compartido: “Víctor [Jara] fue invitado a la inauguración de la Peña, en abril del 65, pero había tenido muchas actividades con el teatro, así que fue a conocerla unas semanas después junto a la bailarina inglesa Joan Turner [1927], su amada compañera. Y cuando estaba Ángel [Parra, Valparaíso, Chile, 1943 / París, 2017] en plena actuación, el hijo de Violeta [el mismo Ángel] le dice al público:
“—Se encuentra aquí mi amigo, el famoso director de teatro, Víctor Jara —y le hace un gesto con la guitarra al aire dándole a entender que debe ir hasta el escenario a cantar.
“Víctor, algo contrariado, pero a la vez halagado y feliz, acepta la invitación y va en busca de la guitarra de Ángel y comienza a brotar de él todo un repertorio de cantares campesinos, más las canciones que había compuesto en tiempos de su participación en el Cuncumén, y esas que Joan había visto nacer en ciertos espacios íntimos de su hogar. Ángel no lo presentó como cantor ni como folclorista porque efectivamente, en esos momentos, Víctor Jara era un aplaudido y premiado director de teatro. Hacía cuatro años que se había titulado como tal en la Universidad de Chile con la obra famosa Ánimas de día claro de su entrañable amigo Alejandro Sieveking [Chile, 1934-2020], pieza teatral que contenía bailes y canciones folclóricas y que tuvo un éxito descomunal llegando a estar siete años seguidos en cartelera. Luego, meses después de ese debut en La Peña de los Parra, la dupla de Alejandro y Víctor estrenaría La Remolienda, obra también costumbrista, pero con guiños al realismo latinoamericano, que con el tiempo se convirtió en un ícono del teatro chileno. Esas obras se presentaban en el Teatro Antonio Varas que queda al interior del edificio del Banco del Estado de Chile, entrando por la galería Antonio Varas, en Morandé 25, al igual que la radio Corporación, en un entrepiso, donde el dúo de Isabel con Ángel ya fortalecido, se presentaban a cantar en vivo en programas producidos por el empresario discográfico Camilo Fernández.
“Sin embargo, esa noche maga, en La Peña de los Parra, Víctor, en complicidad con un público maravillado por su voz y su carisma, se alzó como un trovador sublime con atributos propios y un cantante singular. Ángel no duda en invitarlo, esa misma noche, a formar parte del elenco estable de La Peña de los Parra. El cantor de la sonrisa ancha accedió, no obstante a su arduo trabajo con el teatro, y a tener que comprometer tres noches a la semana ininterrumpidamente. Encaró esa actividad como una oportunidad para ir tomándole el pulso a la reacción de las personas con sus creaciones y también para obligarse a enfrentar el ejercicio de la canción de forma continua y perseverante. Y no se equivocó. El público fue aumentando progresivamente, pues captaba que allí estaba pasando algo importante. Ese lugar era un espacio de creación, de pensamiento, de conversaciones profundas a través de los versos cantados.
“Los asistentes sentían que vivían una experiencia única. Se percibía un ambiente cómplice de planes políticos, de sueños colectivos de bienestar humano por cumplir. Ahí cohabitaban la esperanza y la utopía de vivir en un país justo, sin discriminaciones y con igualdad de oportunidades para todos. Víctor Jara nunca dejaría de cantar en La Peña de los Parra hasta aquella fatídica fecha que enlutó por siempre la historia de Chile”.
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Y Neruda, que no murió a causa de la dictadura pinochetista pero su deceso ocurrió también hace medio siglo en septiembre, el día 23 (a los 68 años de edad, a 12 días del apoderamiento de su país por parte de Pinochet), producto de un cáncer de próstata según las versiones oficiales si bien hay quienes apuntan que “fue envenenado con una toxina cuyos restos aparecieron en su osamenta y en un molar”, circunstancia que jamás será esclarecida.
Veintiocho años antes, en 1945, Pablo Neruda había recibido el Premio Nacional de Literatura a sus 41 años de edad, luego de lo cual sería galardonado, tres lustros después, con el Nobel en las letras en 1971 siendo Neruda el sexto escritor de habla hispana y el tercer latinoamericano en ser condecorado por la Academia Sueca.
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“Cuando me muera van a publicar hasta mis calcetines”, dijo Pablo Neruda (1904-1973). Y así es: los documentadores parecen no quererlo dejar en paz. En 2013, en su 40 aniversario mortuorio, exhumaron su cuerpo para averiguar los “verdaderos” motivos de su muerte, que no fue por causas naturales sino por asesinato de la dictadura emprendida militar en un proceso que aún no cuenta con un cierre definitivo. Y Víctor Farías, en el prólogo al libro Cuadernos de Temuco (Seix Barral, 1996), lo confirmaba: “Los calcetines de Neruda incluso, y en cualquier caso, valen al menos tanto como los de las Odas Elementales, los calcetines de lana que Maru Mori le trajo en el invierno”.
A 40 años de su fallecimiento, justo en los momentos en que los militares mataban a diestra y siniestra a todos aquellos chilenos que pensaran diferente a ellos, Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (un nombre ciertamente no poético), Pablo Neruda para los mortales, seguía siendo recordado como un noble poeta, sobre todo el amoroso, no el político.
A 23 años de su muerte salió al mercado su último libro, supuestamente, con una recopilación de casi dos centenares de poemas (el referido líneas arriba Cuadernos de Temuco) que se habían quedado sin publicar por la legítima decisión de Neruda, quien los escribiera a la edad adolescente de los 15 años.
Por algo, el poeta prefirió guardar estos textos en manos de su familia, concretamente de su hermana Laura. A los 15 años apenas se percibía al monumental escritor que después se concibió.
¿Por qué dar a conocer algo que el propio poeta se negó a dar a luz? “El descubrimiento de los escritos juveniles de un gran escritor —se exculpaba Farías en la introducción— es un acontecimiento de importancia multifacética. Ante todo porque esos textos que el autor por lo general no llegó a publicar, o no quiso hacerlo, encierran, cifrado, mucho del misterio inicial y personal que más tarde va a expandirse en la obra consagrada. Así, las páginas re-descubiertas tienen la insustituible función de explicar mejor la madurez, a partir de su origen. Y ello no sólo para los científicos de la literatura, sino, ante todo, para el buen lector, el verdadero referente de todo autor”.
Ojos que me miran continuadamente
con una mirada de envenenamiento,
que besan la helada carne de mi frente
y que me persiguen con enconamiento.
En todas las horas, en todos los días
y en todas las noches sordas y calladas
vienen lentamente las pupilas frías
como un llamamiento de la eterna Nada.
Son los ojos verdes del Dios del Abismo
y los llevo dentro, dentro de mí mismo
entre las cenizas de sueños de ayer.
Ojos que me alumbran con su satanismo,
ojos del demonio que en mis espejismos
tienen el enigma de ojos de mujer…
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¿Qué ganamos, qué gana el lector acucioso de Neruda, con leer, por ejemplo, el poema anterior? ¿Completa la obra del escritor o la disminuye? Razón tenía Neruda cuando decía que, ya muerto, hasta sus calcetines iban a publicar. Y no faltan quienes, empecinados, se crean realmente que publicar los calcetines de un célebre poeta tenga un significado mayúsculo.
Farías apuntaba en el prólogo: “La poesía de Neruda, su vida y pensamiento más profundo tienen precisamente esa estructura circular de compleja búsqueda de lo más decididamente afirmativo y humanizador. En ello radica su perenne importancia para nosotros todos y la relevancia de su inicio. Por tratarse de un proceso en que se alcanza la grandeza en la creciente simplificación, en la recuperación de la primera experiencia transparente y fresca, esa obra suya tiene su fundamento objetivo en la creación inicial. Paradojalmente dicho: las páginas primeras no alcanzan la altura de las posteriores sólo porque son su condición necesaria”.
Si el propio compilador reconoce que sus textos primeros no tienen la altura posterior, ¿para qué esa vana persistencia de la publicación si no es por un motivo mercantil?
Beber el agua de la hora cruel
ir en la sumisión de los senderos
tras de los sacrilegios del dolor.
Y nada más. Adentro del abismo
hundirse, hundirse, hundirse lentamente
horadando el tejido de la carne.
(Yo no la pude ver
adentro de mi vida,
rodaron los crepúsculos enormes
en una ligazón de juramentos).
Y en las complejidades del espíritu,
hubo sol fuerte, suave y armonioso
que rodaba y rodaba.
(… Ir en la sumisión de los senderos
y no poderla ver tras de aquel prisma obscuro
obscuro…)
Aquel “nosotros” me quedó clavado hondo y eternamente obscuro.
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Es, por supuesto, de admirarse que Pablo Neruda ya a su corta edad pudiera expresarse como lo hacía, ¿pero es válido que los escritos que fueron ensayos para la obra madura, como sus portentosos veinte poemas de amor con aquella canción desesperada, sean descobijados cuando ni el mismo autor lo hizo?
Y luego viene el poeta indiscutiblemente admirado, el que escribiera el duodécimo poema de sus cantos amorosos:
Para mi corazón basta tu pecho,
para mi libertad bastan mis alas.
Desde mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma.
O el poema más difundido, el número 15, de corte fino:
Me gustas cuando callas porque estás como ausente
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Poemas, esta veintena, que lo condujeron a la gloria del Nobel en 1971, dos años antes de ser desaparecido por la junta militar de su país, que no gustaba, entonces, de la literatura… ¿o fallecido por su doloroso cáncer?
¿Pero qué dictadura, finalmente, gusta de los poemas que no la ensalcen?
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Carlos Necochea, coautor del libro Canto bueno / Crónica de una canción, envía estas apreciaciones —después de leer este breve ensayo— a Modesto López quien a su vez me las remite para incorporarlas a este texto:
1) Víctor Jara fue detenido el mismo 11 de septiembre (y no al día siguiente) en la Universidad Técnica del Estado (hoy se llama Universidad de Santiago).
2) Su cuerpo fue encontrado efectivamente con más de 30 balazos, pero NUNCA fue quemado. Eso no es efectivo. Tanto es así que la gente que pasó por ahí lo reconoció de inmediato y fue llevado al Instituto Médico Legal, donde afortunadamente un joven que trabajaba ahí reconoció a Víctor Jara y fue a avisarle a Joan, la esposa del cantante, para que fuera a reconocerlo y retirar el cadáver y darle sepultura. De no haber sido así habría terminado como cuerpo desaparecido o en una fosa común. Con fortuna, Joan pudo retirarlo del Instituto Médico Legal.
3) No es efectivo que le hayan cortado la lengua y sus dedos, pues le permitieron su última canción: “Somos cinco mil”, que escribió en su detención en el Estadio Chile y que fue sacada (afortunadamente) por dos compañeros que quedaron en libertad.
4) Los datos de su nacimiento dicen que nació el año 1932 en un lugar llamado La Quiriquina, San Ignacio, Región de Ñuble.
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Medio siglo después de aquella sangrienta bacanal, por fin el pasado lunes 28 de agosto la Corte Suprema chilena, por decisión unánime de los cinco magistrados, dictó “sentencia definitiva” en contra de siete miembros del ejército en retiro por su responsabilidad en “los delitos de secuestro calificado y homicidio calificado” del cantautor Víctor Lidio Jara Martínez. Las penas oscilan entre “los quince años y un día de prisión” a los asesinos que no sé si aún siguen vivos o ya también descansan en paz. Se supone que la sentencia debía alegrar a todos aquellos que buscan la justicia en el mundo, ¿pero medio centenar de años para llevar a cabo una sentencia ya sentenciada previamente por la humanidad no habla de una escalofriante ceguera justiciera instalada en la Corte Suprema de un país que se negaba a ver la evidencia ostentosamente visible?
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A medio siglo de aquel envilecido septiembre chileno han salido a la luz algunas supuestas revelaciones (“mitos”, les llaman) en el sentido de que el general Pinochet no habría nunca matado a Allende si éste hubiera salido derrotado de La Moneda, ni que tampoco a Víctor Jara jamás le cortaron los militares la lengua ni los dedos de sus manos —tal como me reconviene Necochea—, ni que cabe siquiera la idea de un posible envenenamiento a Neruda para su difuminación terrenal (¡no era, Neruda, un segundo Sócrates en la historia!), lo cierto, pese al perdón chileno al dictador Pinochet recibiéndolo incluso como un héroe al regreso de su corto exilio europeo, es que esa nación latinoamericana se cubrió de espasmos, luto y penas después del golpe de Estado, que acabara de súbito, y mediante un feroz ensañamiento, con miles de víctimas ciudadanas, entre ellas, sí, Salvador Allende, Víctor Jara y Pablo Neruda, si bien el poeta, según los registros médicos localizables, se fue de este mundo, coincidentemente durante aquel negro septiembre, por un invasor cáncer, lo que no deja de contarse necrológicamente en ese atroz e irrazonado periodo militar.
Medio siglo después no se han podido borrar las huellas del horror chileno.