Julio, 2023
El pasado 4 de julio, a los 94 años de edad, partió de este mundo el historiador, periodista, profesor universitario y ensayista Adolfo Gilly. Nacido en Argentina en 1928 y naturalizado mexicano en 1982, Gilly era reconocido como uno de los historiadores más relevantes de la realidad latinoamericana y uno de los más importantes especialistas de la Revolución mexicana. Pero, sobre todo, era un referente intelectual de la izquierda en México. A manera de homenaje, reproducimos esta conversación publicada originalmente en la revista New Left Review, en la que habla de sus orígenes, sus lecturas, su formación.
Conversación con Adolfo Gilly
New Left Review
—
¿Podrías hablarnos de tus orígenes y de tu formación política?
—Nací en Buenos Aires en 1928. Mi padre era abogado, aunque antes había sido capitán de la Armada; mi madre era ama de casa. Mi abuelo paterno fue un inmigrante italiano, apellidado Malvagni. Gilly era el nombre de soltera de mi madre, posiblemente de origen francés; posteriormente lo adopté como mi nom de plume, ya que en Argentina el nombre de tu madre no aparece en tu pasaporte. Mi primera actividad política se remonta a 1943, cuando me uní al Comité de Gaulle, sin saber realmente qué era, simplemente por simpatía hacia la Francia combatiente. Francia siempre ejerció una gran influencia cultural en Argentina y de Gaulle era el único dirigente que no se había rendido a los invasores; mi padre admiraba muchísimo Francia y a mí en esa época de Gaulle me parecía simpático. La primera manifestación política a la que asistí fue para celebrar la liberación de París en agosto de 1944; tenía entonces dieciséis años. El año siguiente se convocó una huelga general en Buenos Aires y se produjeron movilizaciones masivas de los trabajadores en octubre, que forzaron al gobierno militar a convocar elecciones, que ganó el ministro de Trabajo de la Junta, Juan Domingo Perón, en febrero de 1946.
“Este fue un momento decisivo en lo que yo denominaría mi ‘educación sentimental’. Ese año me uní a la Juventud Socialista, el ala juvenil del Partido Socialista, y posteriormente me afilié a éste. Junto con algunos compañeros de instituto trabajé en un periódico del Partido, llamado Rebeldía, pero tan sólo logramos publicar cuatro números antes de que la dirección lo clausurara. Abandoné a los socialistas en 1947 y me uní a una organización llamada el Movimiento Obrero Revolucionario. Cuando cumplí veinte años dejé mis estudios de derecho y obtuve un empleo como corrector de pruebas de una editorial. Se trataba de un medio particular, porque los correctores de pruebas siempre se consideraban a sí mismos indefectiblemente como intelectuales, pero carentes de todo privilegio. Fue en torno a 1948-1949 cuando comencé a vivir el movimiento de los trabajadores. En Argentina se trataba de un movimiento con una fuerte tradición socialista y anarquista, en buena medida fruto de la inmigración española e italiana que llegó al país y que coincidió con la ola inicial de organización obrera en las décadas de 1880 y 1890. Ésta es, dicho sea de paso, una característica común también a Brasil, Bolivia y Uruguay, donde los anarquistas tuvieron indefectiblemente una presencia significativa. Los inmigrantes mediterráneos trajeron consigo una cultura que tenía una tradición anarquista, anarquista y católica. Posteriormente descubrí que muchas de las características del peronismo, como la propuesta de huelga general en 1945, provenían del mundo del anarquismo o del anarcosindicalismo y no del comunismo o de la socialdemocracia.
“Me sentía cada vez más atraído por el trotskismo y en 1949 dos de nosotros, militantes del MOR, Guillermo Almeyra y yo, decidimos unirnos a la Cuarta Internacional. En ese momento tuvimos que escoger a cuál de las tres corrientes existentes en su seno apoyábamos. Había un sector que pensaba que Perón era un agente del imperialismo británico. Braden, el embajador estadounidense de la época, había efectuado declaraciones públicas contra Perón durante la campaña; así, aparecían carteles por todas partes con la leyenda «Braden o Perón», planteando la elección en términos nacionalistas como una opción entre ambos. Parece absurdo ahora, pero una corriente de la Cuarta Internacional pensaba que los británicos estaban detrás de todo esto. Una segunda corriente sostenía que la base de apoyo de Perón estaba compuesta por masas atrasadas de trabajadores recientemente proletarizados, que eran como una avalancha que enterraba al proletariado previamente existente sobre el cual el Partido Socialista había ejercido su influencia durante la década de 1930. De acuerdo con esta interpretación estas «masas atrasadas» estaban ahora siguiendo al líder, como si Perón fuese un encantador de serpientes con su flauta.
“La tercera corriente, cuyo líder era Homero Cristalli, mejor conocido por su pseudónimo Jaime Posadas, sostenía que Perón era un representante de la burguesía industrial argentina, que disputaba el poder político a la vieja oligarquía terrateniente, pero que sus bases constituían un genuino movimiento de masas nacionalista. El rápido crecimiento de la industria durante la Segunda Guerra Mundial había hecho migrar a contingentes importantes de campesinos y artesanos hacia la capital desde las zonas del interior, creando efectivamente un nuevo proletariado. No se trataba del viejo campesinado de un país colonial, sino de trabajadores campesinos que vivían en áreas rurales en las que las relaciones capitalistas dominaban las grandes haciendas que exportaban carne y trigo, y pequeños productores descendientes de inmigrantes europeos. Cuando se trasladaron a las ciudades y se convirtieron en trabajadores industriales crearon sindicatos con una impresionante base de masas. La popularidad de Perón se sustentaba en una serie de leyes sobre vacaciones, indemnizaciones por despido, pensiones y derecho garantizado de organización, así como en la creación de residencias de vacaciones. Es importante tener vacaciones, por supuesto, pero no se trata de un cambio radical en la vida de nadie. Para la clase obrera argentina, sin embargo, quince días de vacaciones al año suponían una ganancia real; algo comparable sucedió en Francia en 1936 con el Frente Popular. Esta tercera corriente postulaba que los trabajadores tal vez estaban siguiendo a un líder carismático, pero lo hacían por sus propias razones. El peronismo era la forma específica que la organización de la clase obrera asumía en nuestro país y nosotros teníamos que comprenderlo.
“Yo me uní a esta tercera corriente dirigida por Posadas dentro de las organizaciones argentinas afiliadas a la Cuarta Internacional. El mundo de la Cuarta Internacional puede parecer ahora como de otro planeta. Siempre hubo dos elementos en su seno, uno concentrado en la revolución en Europa, el otro en el mundo colonial. Ambos sueños pertenecían a Trotsky y ambos cohabitaban en la Cuarta Internacional, aunque siempre existió tensión entre ellos. Ernest Mandel y Michel Pablo representaban esas dos concepciones. Mandel, que se había formado en el mundo manufacturero y minero de Bélgica, estaba convencido de que el vector de la revolución sería el proletariado industrial. Pablo, cuyo verdadero nombre era Michalis Raptis, había nacido en Alejandría y había crecido en Grecia, un país que contaba con una tradición de larga lucha por la independencia nacional; durante las décadas de 1950 y 1960 contempló el enorme levantamiento de los movimientos por la independencia en el mundo colonial. Ernest se animaba cuando hablaba de la Revolución alemana, de Rosa Luxemburg y demás, mientras que Pablo se regocijaba cuando contaba historias de la Revolución argelina o de la guerra de liberación en Grecia; en ese sentido, era una especie de conspirador balcánico. Se produjeron innumerables desacuerdos entre ellos, porque tenían sueños verdaderamente diferentes, pero siempre mantuvieron unas relaciones personales cálidas. En 1995 estuve en Grecia para entrevistar a Pablo, quien me llamó una tarde para decirme que Mandel había muerto; entonces grabó una serie de recuerdos muy emotivos de Ernest, con quien había discutido una y otra vez. Este tipo de calidez es algo de lo que carecen los partidos socialdemócratas, porque son en cierto sentido demasiado seculares: carecen de devoción a la idea del marxismo revolucionario. Aunque esa locución siempre me ha parecido un pleonasmo: para mí siempre fue obvio que todo marxismo tendría que ser revolucionario”.
Comprender un mundo
—¿Cuáles dirías que fueron las principales influencias intelectuales que recibiste en tus primeros tiempos?
—Crecí en un país que no pertenecía al Primer Mundo, pero que tampoco era un país campesino, lo cual le otorgaba una forma muy particular. Mi compromiso inicial con el movimiento revolucionario llegó primero, los libros después. Lo que leía parecía de veras que confirmaba lo que mi experiencia y mi intuición ya me habían indicado. De hecho, creo que este es generalmente el caso: uno se encamina a la rebelión por sentimientos, no por pensamientos. Al final de su declaración ante la Comisión Dewey, Trotsky afirmó que se sintió arrastrado a los barrios obreros de Nikolayev a la edad de dieciocho años por su «fe en la razón, en la verdad, en la solidaridad humana», no por el marxismo. Pero quizás el sentimiento verdaderamente crucial es el de justicia: la constatación de que tú no estás de acuerdo con este mundo. Hay una anécdota de Ernst Bloch en la que su supervisor, Georg Simmel, le pidió un resumen de una página de sus tesis antes de que se mostrara de acuerdo en dirigirla. Una semana después Bloch se presentó con una frase: «Lo que existe no puede ser verdad». La tesis se convirtió posteriormente en El principio esperanza. Este tipo de momento ético fue crucial para mí: el descubrimiento de que existía una conexión necesaria entre justicia y verdad.
“Recuerdo que leí La revolución traicionada de Trotsky cuando tenía dieciocho años, pero lo que realmente me hizo aproximarme al trotskismo fueron dos artículos de él sobre Lázaro Cárdenas que analizaban las continuas oscilaciones del gobierno mexicano posrevolucionario entre la subordinación al imperialismo y la defensa de los intereses de los trabajadores[1]. En opinión de Trotsky, esta variación se debía a la debilidad de la burguesía nacional y al relativo poder del proletariado. En su opinión, el cardenismo era una forma sui generis de bonapartismo, que intentaba elevarse «por encima de las clases», haciendo concesiones a los trabajadores con el fin de asegurarse cierto espacio de maniobra contra el capital extranjero. Me sentí vivamente impresionado por la fuerza de los argumentos de Trotsky.
“Si tuviera que escoger un puñado de libros que me impactaron particularmente, éstos serían L’amour fou de André Breton, que leí en 1949, y The Black Jacobins de C. L. R. James, que leí en francés en un tren camino de Bolivia a finales de la década de 1950, así como el estudio de Melville Mariners, Renegades and Castaways. Curiosamente cuando leí Moby Dick, unos quince años antes, me había impactado la misma frase que James utilizó para decidir su título. Melville y James se hallan marcados por el mismo rechazo de la injusticia que yo mencionaba anteriormente, que también encontré en José María Arguedas, un peruano que escribió una novela autobiográfica extraordinaria titulada Los ríos profundos, y en la poesía de otro peruano, César Vallejo. Y, por supuesto, se hallaba presente en Frantz Fanon. Recuerdo la compra de Les damnés de la terre en una librería de Via Veneto el 4 de diciembre de 1961; recuerdo el día exactamente porque leí el libro de un tirón y porque me causó un gran impacto. Descubrí a Gramsci aproximadamente al mismo tiempo durante una estancia en Italia. También leí los trabajos de Raniero Panzieri, Mario Tronti y el grupo en torno a los Quaderni Rossi y, por supuesto, los escritos de Rossana Rossanda, Pietro Ingrao y los producidos por las tendencias de izquierda del PCI. Me familiaricé con los Subaltern Studies y los trabajos de Ranajit Guha y Partha Chatterjee a principios de la década de 1980. Y tan solo leí a Edward Thompson en la de 1990. Sus obras The Making of The English Working Class y Customs in Common conceden una gran importancia a la categoría de experiencia, que en mi opinión es extremadamente importante para el pensamiento marxista. En su conjunto, todas estas obras tienen en común un interés por las preocupaciones del pueblo y las anima un impulso por comprender su mundo y qué le motiva. Las razones por las que el pueblo se levanta en la revolución no son incidentales, son sustantivas. En su Historia de la Revolución rusa, Trotsky escribe que las masas no se rebelaron porque estuvieran pensando en el futuro, sino porque lo que estaban viviendo en el presente era intolerable. Walter Benjamin expresa un pensamiento similar en sus tesis sobre la historia. Cuando Guha escribe sobre el «ámbito autónomo» de lo subalterno y sobre los modos de hacer política «por debajo» de la política oficial, lo hace a partir de su experiencia como militante comunista en la India. En cierto sentido, cuando escribí sobre la Revolución mexicana me preocupaban los mismos fenómenos de la vida social que analiza Guha en su trabajo, aunque el mío presentara una forma más elemental. Son muchos los que al observar el apoyo recibido por Perón o Cárdenas dicen que ellos eran peronistas o cardenistas. Pero los partidos en cuestión fueron únicamente la forma epifenoménica tomada por los deseos de toda esa gente. Los partidos con frecuencia piensan que son ellos los que organizan e instruyen al pueblo sobre cómo movilizarse, pero ese no es el caso: los partidos eran la mejor forma institucional para asegurar objetivos particulares, mientras que el impulso proviene de otra parte, de largos años de sufrimiento, de una realidad intolerable”.
Los años en Bolivia y poder de los mineros
—Abandonaste Argentina para instalarte en Bolivia en 1956 a la edad de veintiocho años. ¿Podrías explayarte sobre la situación del país y sobre el trabajo político que hiciste allí?
—Fui como miembro de la Cuarta Internacional. Se suponía que inicialmente tenía que estar allí durante seis meses, pero acabé pasando cuatro años. Llegué justo a tiempo para celebrar el aniversario de abril de la Revolución de 1952 y tuve la ocasión de contemplar a las milicias de los mineros desfilando con sus rifles por La Paz, lo cual me impresionó vivamente. Por su puesto, el ejército se afanaba en rearmarse en ese momento, pero el mero hecho de que los mineros conservasen sus armas significaba que el monopolio de la violencia legítima se había roto, lo cual supuso una diferencia sustancial del equilibrio de fuerzas durante cierto tiempo, creando lo que fue efectivamente un territorio del país en poder de los mineros.
“Fui a trabajar con el grupo trotskista boliviano, el Partido Obrero Revolucionario, que era uno de los dos partidos con ese nombre formado tras una escisión acaecida en el núcleo trotskista original en 1954 en torno al significado del apoyo de las masas al MNR y a sus dirigentes sindicales nacionalistas: había un sector que defendía la cooperación con el gobierno de Paz Estenssoro, el otro llamaba a combatirlo. La división era similar a los debates de la izquierda argentina sobre el peronismo. Uno de los dos POR estaba dirigido por Hugo González Moscoso y publicaba un periódico llamado Lucha obrera; era fuerte en las minas, entre los campesinos y los trabajadores en determinados sectores de La Paz e intentaba comprender por qué la organización de las masas en Bolivia había asumido una forma política nacionalista. El otro POR, dirigido por Guillermo Lora, tenía su base en las minas en Catavi-Siglo XX y su periódico se llamaba Masas. Lora se mostraba muy crítico con el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y concentraba más sus fuerzas en atacar a los dirigentes nacionalistas. Había también algunos trotskistas que sostenían que las masas mismas eran nacionalistas y por ello se unieron al MNR, entre ellos figuras como Erwin Möller y Lidia Gueiler, que finalmente llegó a ser presidenta interina de Bolivia por ocho meses.
“Durante mi estancia en Bolivia comencé a escribir en el semanario uruguayo Marcha editado por Carlos Quijano[2]. En un primer momento me instalé en La Paz y después en la ciudad minera de Oruro. Ambas ciudades eran muy diferentes respecto a lo que yo había conocido en Buenos Aires, pero seguía viviendo en un mundo de trabajadores que me era familiar. Los mineros bolivianos, sin embargo, no eran trabajadores industriales como en Argentina o en Estados Unidos, ya que estaban todavía ligados a la tierra de muchas formas, siendo casi una especie de campesinado industrial. En ese sentido, se asemejaban a la figura que construye Gramsci del trabajador, en quien se mezclan el norte y el sur de Italia. El tiempo que pasé en Bolivia estuvo marcado por los constantes intentos realizados por el gobierno nacionalista para reafirmar el control sobre los mineros y campesinos. El MNR asumió explícitamente como modelo el PRI mexicano, confiando en replicar su éxito a la hora de erigir un Estado nacionalista a partir de la Revolución. Los mineros, entretanto, mantuvieron sus milicias y a mediados de la década de 1950 comenzaron a abrir sus propias emisoras de radio, que contribuyeron a coordinar las luchas entre las minas que se hallaban muy alejadas entre sí”.
Reloj, no merques las horas
—¿Cuáles dirías que son las especificidades de Bolivia respecto a otros países latinoamericanos?
—El peso de las minas en esa sociedad es una diferencia importante. Otra es que históricamente la clase dominante en Bolivia fue mucho más pobre que en otras partes y su dominación se basaba en una forma de racismo colonial contra la enorme mayoría indígena, tanto campesina como urbana. Existe un excelente estudio de esta dominación social y racial: Revolutionary Horizons, libro de Sinclair Thomson y Forrest Hylton. El actual movimiento existente en Bolivia es la primera y más notable insurrección contra la misma. Contrariamente, el Perú colonial disfrutaba de la pompa de la corte del virreinato de Lima y tenía una oligarquía costera que perduró tras la independencia; México contaba con la corte y la cultura de la Nueva España. Bolivia estaba encerrada en el altiplano, separada del mar y durante mucho tiempo considerada como un enclave minero que tenía que pedir permiso a sus vecinos para llevar sus productos a la costa y colocarlos en los mercados mundiales. Personalmente, me impresionó la diferencia en cuanto al sentido del tiempo. En un principio me molestaron la falta de puntualidad, la ausencia de disciplina o los hábitos de la vida campesina, pero después me dí cuenta de que se trataba de otra forma de relacionarse con el tiempo. Cuando fui a Europa en 1960 alguien me preguntó por la diferencia entre Ámsterdam y La Paz, a lo cual contesté: «Aquí todos lo relojes públicos señalan la misma hora, mientras que allí cada uno marca la que prefiere».
La izquierda europea y el otoño caliente de 1969
—¿Qué impresión te causó la izquierda europea a comienzos de la década de 1960 y qué te pareció el panorama intelectual?
—Entre 1960 y 1962 estuve trabajando como miembro latinoamericano en el secretariado de la Cuarta Internacional. En 1960 los restantes miembros eran Michel Pablo de Grecia, Ernest Mandel de Bélgica, Livio Maitan de Italia, Pierre Frank de Francia, Sal Santen de Holanda y Georg Jungclas de Alemania. Encontré a Ernest Mandel en Bruselas en la primavera de 1960, justo cuando estaba concluyendo su Traité d’économie marxiste. Fui a ver le para obtener determinados documentos de viaje para algunos camaradas argelinos y recuerdo que me impresionó su vieja casa y el enorme número de discos de Bach. Fue en torno a esa época cuando se consumó la ruptura entre Mandel y Pablo, que imagino que fue muy dura para ambos. Pablo estaba en esos momentos preso en Holanda por sus actividades de apoyo a la Revolución argelina. Moscú describía la Guerra de independencia de Argelia como un movimiento nacionalista burgués, que no merecía apoyo alguno, mientras que los socialistas formaban parte del gobierno francés que combatía a sangre y fuego a los argelinos recurriendo sistemáticamente a la tortura. Los argelinos tuvieron que organizar sus propias redes e incluso abrir una fábrica secreta de armas en Marruecos, donde algunos metalúrgicos trotskistas (argentinos y griegos) habían ido a trabajar. Pero la Revolución argelina sacó a la luz las diferencias existentes entre Mandel y Pablo que mencioné anteriormente. El primero ponía sus esperanzas en la revolución proletaria, el segundo en los movimientos nacionales y anticoloniales. Aunque ninguno de ambos lo planteó de ese modo, esas concepciones diferentes implicaban prioridades y formas de lucha distintas. Cuando Pablo presionó para que la Cuarta Internacional pusiera todo su peso para apoyar a la Revolución argelina, Mandel se resistió. La ruptura fue compleja y confusa, pero desde entonces Mandel desplazó a Pablo como la figura dirigente de la organización.
“Estuve en Italia entre 1960 y 1962, trabajando con la organización trotskista de Roma. Más importante que las cuestiones políticas que preocupaban a las principales corrientes de la izquierda eran los cambios tremendamente reales que se estaban produciendo en las fábricas. Había encontrado a Raniero Panzieri en Roma y pude seguir y discutir con él su trabajo sobre estas cuestiones. Ese mismo año pasé un tiempo en Italia. La automatización había provocado cambios importantes en el proceso de trabajo y yo pensaba que se había producido también un cambio en el modo de dominación, que tenía que ser comprendido para desarrollar formas diferentes de organización del movimiento obrero. Cuando estuve allí asistí a los inicios del movimiento de la autonomía y a los consejos de los trabajadores. En mi opinión, éstos eran similares a las comisiones internas creadas en las fábricas argentinas durante la década de 1940, que habían sido mal comprendidas por buena parte de la izquierda. El renacimiento de estos consejos contribuyó a desencadenar el otoño caliente de 1969. La corriente que sentía más próxima a estas preocupaciones era el grupo de los Quaderni Rossi, que desarrolló la herramienta de la «encuesta obrera». Me sorprendió que las encuestas se centrasen en la misma cuestión que siempre me había interesado: ¿qué quiere esta gente?”.
Cuba y la crisis de los misiles
—Estuviste un tiempo en Cuba. ¿Cuál fue tu experiencia allí tras el impacto de la Revolución?
—Me instalé en Cuba entre 1962 y 1963 como escritor y periodista. La jerarquía cubana sabía que era trotskista, pero en la medida en que no desplegaba ninguna actividad política mi presencia no constituyó un problema hasta 1963 cuando se me embarcó en un avión rumbo a Italia. Recuerdo la atmósfera reinante durante la crisis de los misiles, cuando me sentí realmente impresionado por la disponibilidad del pueblo para defender la Revolución. Había carteles por toda La Habana con la leyenda «¡A las armas!» y las milicias de la población hacían sus ejercicios bajo la lluvia. No percibí signo alguno de alarma o terror, únicamente el rechazo a plegarse ante la amenaza atómica. Esta no aceptación, que todo el mundo recuerda hasta el día de hoy, es lo que salvó a Cuba y a la Revolución; fue un verdadero momento de gloria. Escribí un largo reportaje en el que conté la crisis de los misiles durante esos días de octubre, que se publicó como un número especial de la Monthly Review, «Inside the Cuban Revolution» en 1964.
Una revolución burguesa
—A mediados de la década de 1960 estuviste activo en Guatemala apoyando a las guerrillas izquierdistas activas en el país contra la dictadura de Peralta. ¿Cuáles eran las peculiaridades del Movimiento Revolucionario 13 de noviembre (MR-13) como formación política?
—Los orígenes del MR-13 se remontan a una revuelta militar protagonizada por jóvenes coroneles en noviembre del 1960. Su principal líder, el teniente coronel Augusto Vicente Loarca, que tenía cuarenta y ocho años en el momento de la revuelta, era mayor que el resto; Luis Augusto Turcios y Marco Antonio Yon Sosa, los líderes operativos, estaban cerca de los treinta o acababan de cumplirlos. Se rebelaron por razones antiimperialistas contra el uso de Guatemala como base para los ataques estadounidenses contra Cuba y por la realización de la reforma agraria que había comenzado bajo el mandato de Jacobo Árbenz, pero que había sido abortada por el golpe de Estado patrocinado por la CIA que lo apeó del poder en 1954. El grupo MR-13 formaba parte de una larga estirpe de nacionalistas militares en América Latina. En Bolivia ésta comienza con Germán Busch en 1937-1939 y continúa con Gualberto Villarroel en 1943-1946 y con Juan José Torres en 1970. En México tenemos a Lázaro Cárdenas y en Perú a Juan Velasco Alvarado. Podríamos decir que Hugo Chávez (1954-2013) pertenece a la misma tradición del militar nacionalista que se enfrenta al imperialismo con el apoyo de un movimiento de masas.
“En Guatemala el movimiento nacionalista antiimperialista comienza con Árbenz y continúa con los jóvenes oficiales del MR-13. Existe, pues, una clara continuidad, dándose el caso de que Loarca había sido compañero de armas de Árbenz. Sin embargo, el MR-13 supuso un desarrollo programático especifico, ya que parte del movimiento estaba aliado con el Partido Comunista local, el Partido Guatemalteco de los Trabajadores, que pretendía subordinar a los militares a su propia línea política que postulaba un planteamiento por etapas: primero la revolución democrática burguesa, después la lucha por el socialismo. Pero muchos militantes del MR-13 pensaban que con Árbenz ya se había producido la revolución burguesa al tiempo que constataban que la revolución agraria llevada a cabo no había cambiado en absoluto las relaciones sociales. En consecuencia, les parecía lógico que la revolución fuera socialista. Así, pues, el MR-13 adoptó la revolución socialista como su plataforma, convirtiéndose en el primer movimiento guerrillero latinoamericano en hacerlo y manifestando explícitamente lo que en Cuba había sido implícito. Se trató de un paso muy importante y como tal se percibió inmediatamente: fue emulado por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en Perú, por una sección de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) en Venezuela y por grupos de Uruguay, Argentina y Brasil. Prefiguró también la célebre afirmación de Che Guevara: «O Revolución socialista o caricatura de Revolución».
“Los guatemaltecos tomaron esta decisión por sí mismos, pero se produjeron dos importantes influencias externas. La primera fue el ejemplo de Vietnam, que estaba en la cabeza de todos a mediados de la década de 1960. Las guerrillas conocían todo sobre los pueblos vietnamitas que se habían autoorganizado para la resistencia, gracias a los informes de Wilfred Burchett. En segundo lugar, tenemos que mencionar a los trotskistas mexicanos del POR con quienes el MR-13 había entrado en contacto en busca de apoyo. Los mexicanos debatieron y discutieron con ellos, pero mucho más importante fue que enviaron militantes para ayudar al MR-13 y contrabandearon armas a través de la frontera quebrando así el control de los comunistas guatemaltecos sobre el armamento que recibía el movimiento. Estuve en Guatemala parte de 1964 y 1965 y me moví con las guerrillas por las zonas altas de la Sierra de Minas. Escribí un informe sobre ello, publicado en su momento como libro, que circuló mucho por América Latina[3]. Révolution dans la révolution de Régis Debray, que se publicó dos años después, polemiza en parte, aunque Debray no lo menciona explícitamente, con la corriente que yo describía y contra la plataforma que fue acordada en la conferencia del MR-13 en diciembre de 1964. Recuerdo haber mantenido una discusión teórica allí con Yon Sosa sobre el programa. Él insistía en que el movimiento proclamase una revolución «agraria y socialista», mientras que yo le decía que el segundo término necesariamente incluía al primero. Él se mostraba de acuerdo, pero decía que el pueblo no lo entendería, de modo que tenía que permanecer en el pro grama. Y tenía razón. La fuerza de trabajo urbana e industrial había sido la base de las revoluciones proletarias en Europa y en algunas partes de América Latina en el pasado, pero ello había dejado al margen a esa inmensa masa de la humanidad formada por el campesinado, la población rural, los indígenas y el vastísimo mundo colonial. Tal como lo veo en la actualidad, la revuela del mundo colonial es lo que otorga su sentido al siglo XX”.
“Bloque N”: Territorio Liberado de Lecumberri
—En 1966 fuiste arrestado en México tras tu vuelta de Guatemala y allí pasaste seis años en la prisión de Lecumberri. ¿Cómo era el régimen carcelario?
—A las dos semanas escasas de llegar a México fui detenido. La policía buscaba a otro individuo en su redada, pero decidió incluirme a mí también y cuando comprobó que estaba camino de Guatemala, me encerraron durante seis años en Lecumberri. Hoy el edificio de la prisión alberga el Archivo Nacional, mientras que antes fui yo quien fui archivado… Pasé tres o cuatro meses en celdas con presos comunes, que para mí fue todo un proceso educativo. A mí y a otros presos políticos nos trataban bien, quizá siguiendo instrucciones de dejarnos en paz. Tras ello, sin embargo, todos los presos políticos fuimos agrupados en el bloque N, donde nos autoorganizamos. Vaciamos una celda para utilizarla como cocina, organizamos turnos de limpieza, pusimos en común todos los recursos y materiales que nos enviaban desde el exterior. Logramos gestionar de tal modo las cosas que finalmente los guardianes no se molestaban en entrar en nuestro bloque; en un determinado momento colocamos un cartel que decía «Bloque N: Territorio Liberado de Lecumberri», que los guardias, molestos, se apresuraron a retirar. El régimen carcelario era relativamente suave: teníamos una televisión, periódicos y podíamos obtener libros del exterior; un prisionero incluso se hizo con un piano, que fue empujado por el corredor por cuatro guardias.
“Por supuesto, era injusto que yo estuviera allí, pero el régimen era casi como un monasterio. Estaba bien estar aislado de toda la turbulencia de la práctica política, qué diputado votaba qué cosa, repartir octavillas, etc. Tuve tiempo para leer un montón de literatura y de leer de nuevo El capital. A modo de experimento, leí los once o doce volúmenes de la correspondencia entre Marx y Engels cronológicamente, de la primera a la última página, a fin de seguir el curso del pensamiento de los dos hombres a medida que se escribían el uno al otro. Leí a Hegel, y volví a leer la Historia de la Revolución rusa de Trotsky. En cierto sentido, la prisión también me salvó la vida: uno de los agentes de la policía mexicana que me apaleó en un par de ocasiones me dijo que debería estar agradecido, porque los guatemaltecos eran unos «verdaderos hijos de puta»; y es cierto que todos mis compañeros fueron asesinados por los servicios de seguridad guatemaltecos”.
El 68: todo es posible en paz
—Estabas en prisión en México durante los acontecimientos de 1968. ¿Cuál fue su resonancia en Lecumberri?
—Seguimos minuciosamente los acontecimientos mundiales en la televisión y en los periódicos y cada uno de los grupos de la prisión estaba en contacto con camaradas que estaban fuera. El número de prisioneros aumentó en 250 por los nuevos detenidos tras la masacre de Tlatelolco y la represión que se produjo a continuación, pero luego se redujo a 70 aproximadamente. Recuerdo que vimos las Olimpiadas en la televisión (la retrasmisión incorporaba el orwelliano eslogan de «Todo es posible en paz») y contemplamos los saludos de los atletas estadounidenses del Black Power así como a los atletas checos poniendo su brazo sobre el pecho, la cabeza inclinada, cuando sonaba el himno soviético. En ese momento no fue mucha la gente que pensó que estábamos viviendo un cambio histórico fundamental, aunque en cierto sentido podía percibirse. Pero no fue tanto Francia la que nos influyó como Vietnam, que fue donde el ‘68 realmente comenzó con la resistencia a la guerra en los propios Estados Unidos.
La escritura de La revolución interrumpida
—Fue en Lecumberri donde escribiste La revolución interrumpida, la primera historia seria de la Revolución mexicana escrita desde la izquierda. En tu trabajo trazas el arco de la revolución a lo largo de la década de 1910-1920, de la desintegración del ancien régime de Porfirio Díaz a través de sus sucesivas fases: el triunfo del ala liberal de la burguesía bajo el mandato de Francisco Madero en 1911; su presidencia durante dos años marcada por su fracaso a la hora de suprimir la insurgencia campesina de Emiliano Zapata en el sur y que terminó con su expulsión y asesinato por el general Huerta en 1913; la derrota de éste en 1914 por las fuerzas constitucionalistas burguesas; y finalmente lo que tú describes como un «largo y penoso declive» desde 1914 hasta 1920 cuando los ejércitos constitucionalistas hicieron retroceder a los ejércitos campesinos de Zapata y Pancho Villa, suprimiendo finalmente su resistencia. ¿Qué te impelió a comenzar ese proyecto y qué inspiró tu interpretación de esos acontecimientos?
—Un viejo profesor trotskista, Nicolás Molina Flores, que me visitaba y traía libros cuando estaba preso y que también acabó en Lecumberri en 1968 durante el gran movimiento estudiantil mexicano de ese año, llegó un día y me dijo que debía escribir un libro sobre la Revolución mexicana. En un principio descarté la idea. Por supuesto hacía mucho tiempo que era consciente de la importancia de aquélla: hasta Cuba, la Revolución mexicana era la revolución para los latinoamericanos y tenía un significado mítico para mi generación. Por ejemplo, el segundo número de Rebeldía, el periódico estudiantil en el que colaboré, tenía en su cubierta una pintura de Orozco y una reproducción del mural de Bellas Artes de Rivera en la contraportada. Pero mi interés en la idea de escribir un libro sobre la Revolución mexicana surgió tras leer una buena parte de los libros existentes sobre la misma. En la historia oficial de Jesús Silva Herzog, escrita desde el ala izquierda del PRI y publicada en 1958, todo el mundo era fantástico y no quedaba en absoluto claro por qué todos acabaron matándose entre sí. Los libros del Partido Comunista sobre el asunto eran aburridos y estaban mal escritos.
“La clave, en mi opinión, era encontrar el ímpetu intrínseco que se hallaba detrás de los movimientos de las masas: no quién ganó qué batalla, sino qué demonios quería esa gente. La idea para la arquitectura del libro proviene del prologo de Trotsky a su Historia de la Revolución rusa, donde describe la curva de la Revolución. Mi idea era intentar establecer la forma equivalente respecto a la Revolución mexicana. En mi análisis, la culminación llegó no con la firma de la Constitución de 1917 en Querétaro, como sucede en los estudios oficiales, sino con la ocupación de la Ciudad de México por los ejércitos de Villa y Zapata en diciembre de 1914. La División del Norte de Villa había infligido una derrota aplastante a las tropas gubernamentales en Zacatecas en el verano de 1914 y en la Convención de Aguascalientes de ese octubre él y Zapata unieron fuerzas para insistir en un programa de redistribución de la tierra. El país se hallaba en un punto de máxima ebullición. Pero, después de que ambos ocuparan la capital en diciembre, los dos líderes campesinos no supieron qué hacer con ella. La persona que sí sabía que había que hacer era Álvaro Obregón, que fue capaz de explotar la debilidad política del villismo y finalmente aplastarlo. Desde ese momento, la Revolución traza una larga curva descendente. De hecho, únicamente cuando se calmaron las cosas lo suficiente se firmó la Constitución en 1917. En la primera edición del libro expliqué el fracaso de Villa y Zapata aduciendo la falta de un liderazgo proletario. La explicación era teleológica y estúpida; la eliminé de la traducción inglesa y después corregí las ediciones españolas[4]. Cuando concluí el libro, lo envié desde prisión a diversos editores, pero ninguno lo aceptó. El libró se publicó gracias a Rafael Galván, exdirigente del sindicato de los electricistas y simpatizante de Trotsky. Galván, un cardenista que posteriormente llegaría a ser senador del PRI, llamó a la editorial El Caballito y la conminó a publicarlo. El libro se publicó en 1971 y tuvo cuatro reediciones en unos pocos meses. Desde entonces ha conocido más de cuarenta ediciones y está incluido en la listas de libros de lectura en los centros de enseñanza media y universitaria de México”.
Un ruptura definitiva
—¿Qué sucedió tras tu puesta en libertad?
—Salí de la cárcel en 1972 y fui deportado a Francia. Estuve cuatro años en Europa, fundamentalmente en Francia y en Italia. En París me uní a la sección posadista de la Cuarta Internacional y participé en sus reuniones. Pero me di cuenta de que no comprendía nada; la atmósfera era conspirativa, sectaria y rígida. Me había sentido mucho más libre en prisión. En todo caso, una secta, sea del tipo que sea, es una prisión para el pensamiento e incluso para el cuerpo. Tras año y medio dejé de participar en el grupo, lo cual supuso mi ruptura definitiva con lo que había sido el partido de Posadas. Contemplando las cosas a lo lejos, la ruptura se había incubado durante mi estancia en prisión. Un amigo mexicano que leyó La revolución interrumpida me había dicho que sería expulsado en breve, que el libro estaba escrito por una persona que se hallaba claramente en una senda diferente de la del partido del que era miembro. Volví a México en 1976 y me busqué un trabajo de profesor en la UNAM; he estado allí desde entonces. Soy ciudadano mexicano desde 1982.
El movimiento indígena
—Escribiste un gran número de trabajos sobre los movimientos guerrilleros centroamericanos de finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, fundamentalmente los libros La nueva Nicaragua (1980) y Guerra y política en El Salvador (1981). ¿Qué conexiones veías entre estas experiencias y la previa guatemalteca y cuáles fueron las razones de su fracaso?
—No estoy seguro de que pueda hablarse de fracaso. Fueron experiencias derrotadas antes que simplemente fracasadas. Y en cada uno de los casos, la experiencia permaneció. En cuanto a las relaciones entre ellas, ésta es una cuestión que requeriría una larga discusión. En mi opinión, el MR-13 representa la continuación del movimiento nacionalista de Árbenz. Otras guerrillas latinoamericanas, dirigidas bien por comunistas o por castristas, fueron de algún modo diferentes. En Nicaragua, por ejemplo, los sandinistas provenían de la pequeña burguesía revolucionaria y aunque su lucha también fue agraria, ellos estaban vinculados con Cuba, mientras que el MR-13 no lo estaba. En Guatemala se hallaban presentes ambos tipos y surgieron disputas entre ellos. El caso de Guatemala es particularmente terrible porque allí se produjeron dos olas: la primera fue derrotada en 1967, la segunda comenzó en 1972. Esta segunda ola era muy diferente del MR-13: ya no tenía un programa socialista, por ejemplo.
—¿Qué nos puedes decir del componente indígena de estos movimientos?
—Este componente indígena únicamente comenzó a aparecer, o mejor a reaparecer, en Guatemala en la década de 1970. Por supuesto, los propios indígenas estuvieron presentes antes: todos los campesinos son indígenas y la revolución agraria es una revolución indígena, pero la revolución se definía en otros términos: nacionalista, socialista, agraria. En la segunda ola guatemalteca, el componente indígena tuvo un enorme protagonismo. Se produjeron masacres de indígenas y Rigoberta Menchú se convirtió en un símbolo real en ese periodo. Pero quizá la novedad real se produjo con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México, que el 1 de enero de 1994 tomó cuatro ciudades por la fuerza. Se trataba de un movimiento puramente indígena, que exigía demandas indígenas y hablaba lenguas indígenas. Su éxito ha influido notablemente en el resto de movimientos indígenas de América Latina, que nunca habían cesado de existir, pero que ahora emergieron de nuevo. En cada lugar, esos movimientos actuaron de acuerdo con sus propias genealogías de rebelión: en Bolivia, los aymaras y los quechuas tienen una tradición de revuelta que se remonta hasta el levantamiento de Túpac Katari en 1781. Los peruanos y los guatemaltecos cuentan también con sus propias genealogías.
“Son estas genealogías las que he rastreado continuamente, esto es, las continuidades existentes entre anteriores levantamientos nacionalistas y las rebeliones antiimperialistas de la década de 1960 o las rebeliones de los movimientos indígenas. Insisto con machaconería en que hay que establecer una distinción entre genealogías y política, no con el fin de oponerlas sino para encontrar genealogías que en muchos casos explican las opciones políticas. La táctica y la estrategia pueden trazarse normalmente respecto a una situación económica particular, la influencia de un movimiento de masas o la posición de un Estado dado. Pero la genealogía del movimiento que se manifiesta en esa situación es algo diferente. Los predecesores de los bolcheviques fueron los populistas rusos, los antecedentes de la Comuna de París se remontan a la Revolución francesa y a 1848. Cada espacio tiene una formación diferente, que da lugar a una genealogía diferente”.
Las luchas políticas mexicanas
—En 1994 publicaste un libro sobre Cárdenas que llevaba por subtítulo ‘Una utopía mexicana’ y en el que la nacionalización del petróleo de México en 1938 sirve como punto focal para explorar el carácter y la trayectoria del cardenismo en su conjunto[5]. ¿Cómo entiendes la relación entre este libro y tus otros trabajos?
—Veo a Cárdenas como la continuación y conclusión de la Revolución. Lo que había sido interrumpido (de ahí el título en español de mi libro) se concluyó aquí. Los comunistas tendían a ignorar o a tratar con condescendencia a Cárdenas y todas, excepto dos corrientes trotskistas, le consideraban burgués nacionalista. La excepción eran el propio Trotsky y la sección de Posadas, que veían a Cárdenas como un militar pequeño burgués apoyado por los movimientos de los trabajadores y los campesinos. Cárdenas era mucho más radical que Perón; Cárdenas hizo todo lo que pudo por la República española y distribuyó 20 millones de hectáreas de tierra entre los campesinos.
—A parte de tu trabajo como historiador has desempeñado un activo papel en las luchas políticas mexicanas.
—Sí. Por ejemplo, participé en la huelga universitaria de la UNAM en 1986-1988, como uno de los pocos profesores que apoyaron las protestas de los estudiantes contra la introducción de las tasas de matriculación. Había en juego muchas cosas, pero el punto principal era si la educación pública seguía siendo gratuita, si seguía siendo un derecho en vez de un servicio. Se trataba de defender una cierta forma de República. En esta ocasión ganamos, pero cuando se produjo la siguiente huelga en 1999-2000 se había introducido una versión extrema de neoliberalismo de la mano de Salinas y Zedillo; los estudiantes eran más pobres y estaban más enfadados y el gobierno se había desplazado mucho más hacia la derecha. Una minoría mucho más reducida de profesores respaldó el movimiento esta vez. No estuve en primera línea, pero escribí numerosos artículos en apoyo de los estudiantes. Aunque la policía acabó con la ocupación del campus, la campaña fue al menos exitosa, dado que impidió de nuevo que se introdujeran las tasas de matriculación.
“En 1987 emergió en México un poderoso movimiento político y electoral de masas (democrático, nacionalista y antiimperialista) dirigido por Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro Cárdenas. Muchas de las organizaciones sociales de la izquierda mexicana convergieron en él. Un grupo de líderes y militantes que provenían del movimiento universitario de 1986- 1988, entre los que me contaba yo mismo, fue de los primeros grupos de la izquierda en apoyar a este nuevo movimiento cardenista en las elecciones presidenciales de 1988. Cárdenas ganó esas elecciones, pero su victoria no fue reconocida por el gobierno del PRI, que por el contrario aupó a su propio candidato, Carlos Salinas de Gortari. De este movimiento emergió el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Participé en su fundación en 1989 y en su primera dirección; y en 1997 formé parte del gobierno de Cárdenas en ciudad de México: el primer gobierno electo que había tenido la ciudad. Tras ello me distancié. Cuando se hizo con el control de cada vez más gobiernos locales e incrementó su número de representantes parlamentarios, el PRD se desplazó gradualmente hacia el centro, convirtiéndose en una organización únicamente centrada en la política electoral y en las alianzas carentes de principios que ella implica.
“También he estado políticamente implicado en el apoyo a la rebelión zapatista, que comenzó el 1 de enero de 1994. Como ya mencioné, el EZLN es un movimiento indígena al cual se unieron determinados elementos radicales de la clase media, como el propio Marcos; el movimiento, en mi opinión, merece un gran respeto. Encontré a los zapatistas por primera vez en mayo de 1994, en su territorio. Posteriormente, Marcos y yo intercambiamos opiniones sobre el célebre ensayo «Spie» de Carlo Ginzburg que yo le había enviado; Marcos me escribió una larga carta a modo de respuesta diciéndome que no había detectado cuál era el meollo del ensayo y yo le repliqué diciéndole, con franca camaradería, dónde no lo había leído correctamente o qué no había comprendido de Ginzburg[6]. En 1998 escribí un estudio del movimiento zapatista, Chiapas, la razón ardiente / Ensayo sobre la rebelión del mundo encantado[7]. Tenemos nuestras diferencias y yo expresé algunas de éstas en el Festival de la Digna Rabia organizado por los zapatistas en Chiapas en enero de 2009, pero continúo prestando mi apoyo a su lucha y a su resistencia.
—Contemplada desde el exterior la izquierda mexicana parece estar en un estado de confusión, sin embargo hay innumerables signos de que existe una cultura de izquierdas viva como atestigua entre otras manifestaciones un periódico como La Jornada. ¿Cómo explicas esta disparidad?
—Creo que debe establecerse una distinción entre los partidos de la izquierda establecida y la izquierda en su sentido más amplio. El PRD, después de todo, es en el mejor de los casos un partido nacionalista antineoliberal desgajado del PRI, mientras que La Jornada se alimenta de una cultura izquierdista mucho más amplia. Pero en la actualidad, en México, como en otras partes, el espacio para una izquierda revolucionaria simplemente no existe, de acuerdo con los criterios del siglo XX. Y ello es así por la forma de capitalismo vigente en la actualidad y no por carencias o incompetencias de las personas correspondientes. El lugar que anteriormente ocupaban los sindicatos, las organizaciones de los trabajadores y campesinos y sus reflexiones políticas, se ha hundido y la política se ha convertido en el campo exclusivo del capital y de sus mediadores. Sin embargo, los amos del mundo están pagando un precio por ello: una expansión del espacio ocupado por la rabia y la furia. En México, la cólera ha crecido como consecuencia de una serie de desastres acaecidos durante los últimos años: el fraude electoral de 1988, el asesinato de cientos de militantes del PRD durante el mandato de Salinas, la violación de los Acuerdos de San Andrés por el gobierno de Zedillo, el nuevo fraude electoral de 2006, la represión en Oaxaca y Atenco, por no mencionar el rosario de muertes en Ciudad Juárez y en otras partes: en la actualidad docenas de personas son asesinadas cada día en las calles de México.
“Hace ahora casi diez años, cuando el gobierno se negó a cumplir sus compromisos formales de legalizar el movimiento indígena, su organización y su autonomía, el subcomandante Marcos dijo: «Ustedes están abriendo las puertas del infierno». El México turbulento y fragmentado de hoy día demuestra que estaba en lo cierto. Hay mucha más rabia ahora que antes. En circunstancias como éstas, la rabia y la ira serán elementos esenciales en la organización de cualquier nuevo tipo de movimiento revolucionario de masas. Pero a través de su genealogía éste también recibirá el legado intangible de la experiencia acumulada por los oprimidos y desposeídos durante el trágico siglo XX, siglo de guerras y revoluciones. Articular el pasado históricamente significa, afirma Walter Benjamin, «apropiarse de la memoria cuando ésta resplandece de improviso en un momento de peligro». El siglo XX no fue el siglo de la ilustración ni del progreso. Fue el siglo del resplandor, la memoria y la experiencia de lo que necesitaremos recuperar para iluminar el actual momento de peligro”.
[Entrevista publicada originalmente en New Left Review, número 64, 2010, pp. 28-44 (edición en español). Es reproducida aquí bajo la Licencia Creative Commons — CC BY-NC-ND 4.0]
Notas al pie
[1] Los ensayos de León Trotsky son «México y el imperialismo británico» (1938) y «Los sindicatos en la época de decadencia del imperialismo» (1940). [2] Fundado en 1939, Marcha fue un importante semanario cultural y político latinoamericano. Entre sus colaboradores destacan Che Guevara, Borges, Faulkner, Céline, Cortazar y Vargas Llosa; su primer editor literario fue Juan Carlos Onetti. Dos de sus editores fueron encarcelados por la dictadura de Bordaberry, que lo clausuró en 1975. [3] Adolfo Gilly, El movimiento guerrillero en Guatemala, Buenos Aires, 1965; publicado en inglés ese mismo año en dos entregas por la Monthly Review. [4] Adolfo Gilly, The Mexican Revolution, Londres, 1983. [5] Adolfo Gilly, El cardenismo, una utopía mexicana, México DF, 1994. [6] El texto de Ginzburg es «Clues. Roots of an Evidential Paradigm» (1979), en Carlo Ginzburg, Clues, Myths and the Historical Method, Baltimore, 1989 [ed. it.: «Spie. Radici di un paradig ma indiziario», en Miti emblemi spie. Morfologia e storia, Turín, Einaudi, 1986]. Los tres textos —el de Ginzburg, la carta de Marcos y la réplica de Gilly— fueron publicados, junto a una entrevista con Marcos, como Discusión sobre la historia, México DF, 1995. [7] A. Gilly, Chiapas, la razón ardiente. Ensayo sobre la rebelión del mundo encantado, México DF, 2006.