Febrero, 2023
Sheila Fitzpatrick es una de las más destacadas especialistas en la historia de la Rusia soviética. Doctora por la Universidad de Oxford, profesora emérita de la Universidad de Chicago y profesora de historia en la Universidad de Sidney, su trabajo se ha centrado en la historia social y cultural del periodo soviético, particularmente las prácticas cotidianas del campesinado y los trabajadores industriales. En esta conversación con Mariano Schuster, Sheila Fitzpatrick —hoy, una de las historiadoras más influyente— repasa su obra y su vida entre archivos soviéticos, comenta sus influencias y sus modos de hacer historia, y se adentra en algunos de los grandes debates contemporáneos que tienen como eje a la Rusia de Vladímir Putin.
Sheila Fitzpatrick (Melbourne, 1941) es una de las historiadoras más importantes e influyentes de la actualidad. Dedicada al estudio de la historia de la Rusia soviética desde hace más de 50 años, ha hecho grandes contribuciones a la comprensión de la vida del campesinado y de la población industrial durante el estalinismo, a la vez que ha abordado cuestiones asociadas a la clase y la movilidad social en la Unión Soviética.
Profesora de Historia en la Universidad de Sídney y profesora emérita de la Universidad de Chicago, Fitzpatrick se ha destacado por la puesta en práctica de una «historia desde abajo» que permite ver aspectos decisivos y particulares de la vida cotidiana en la URSS. En contraste con el modelo propuesto por la «escuela del totalitarismo» —que tendía a analizar el mundo soviético «desde arriba», considerando que alcanzaba con conocer las decisiones del Estado, los líderes y el Partido—, Fitzpatrick centró sus estudios en las relaciones sociales de los ciudadanos y en las complejas interacciones de éstos con las instancias gubernamentales, incluidos los resquicios en los que las órdenes estatales eran desafiadas de distintos modos.
Reconocida internacionalmente por libros como Lunacharski y la organización soviética de la educación y de las artes (1917-1921), La Revolución Rusa, La vida cotidiana durante el estalinismo y El equipo de Stalin, recientemente publicó The Shortest History of the Soviet Union [Brevísima historia de la Unión Soviética], que será publicado próximamente en español y portugués. En esta entrevista, Fitzpatrick repasa su obra y su vida entre archivos soviéticos, comenta sus influencias y sus modos de hacer historia, y se adentra en algunos de los grandes debates contemporáneos que tienen como eje a la Rusia de Vladímir Putin.
—Su último libro, The Shortest History of the Soviet Union, fue publicado a 30 años de la caída de la Unión Soviética y en un contexto en el que Rusia y sus vecinos vuelven a estar en el centro de los debates sobre la política global. ¿Por qué es importante volver sobre la historia soviética?
—Si quisiera entender el presente, lo primero que abordaría como lectora de este libro serían, de hecho, los últimos capítulos. En ellos relato y analizo la ruptura y la caída de la URSS. Entender la desintegración de la URSS, así como las formas y las causas por las que se produjo ese proceso, resulta muy relevante para comprender el presente.
“Desde mi punto de vista, la importancia de este libro es diferente, dado que yo, obviamente, no soy su lectora sino su autora. Me lo encargaron en 2020 y lo escribí en 2021. Y lo que me resultó realmente interesante fue el hecho de que, con el colapso de la URSS, esa historia tuvo un principio y un final. Normalmente, escribimos historia y no hay un final, se trata de un proceso continuo que se sostiene en el tiempo. Pero en esta historia contamos con un principio y un final que puede delimitarse con nitidez. Eso impone una perspectiva distinta a la de otros episodios históricos. Y ese es el interés para mí: dar un paso atrás y ver esa historia como algo finito y no como un proyecto en curso”.
—Su padre, Brian Fitzpatrick, fue un destacado activista por los derechos civiles, además de un socialista democrático que, como usted misma ha dicho, gustaba de escandalizar a la burguesía. ¿Cuánto influyó en usted el contexto familiar a la hora de definir la historia soviética como su campo de estudio?
—Me influyó, aunque no siempre de forma directa. Yo identificaría dos cuestiones muy particulares. Una es que, siendo una adolescente, en la década de 1950, desarrollé el tipo de crítica que realizan los jóvenes de esa edad a todos los aspectos posibles de la vida de sus padres. En ese sentido, comencé a desafiar a mi padre, no tanto en sus creencias políticas fundamentales —que estaban asociadas y vinculadas profundamente a la lucha por las libertades civiles—, sino en relación con algo bastante periférico para él: su admiración por la URSS. O al menos su esperanza de que la URSS fuera en algún momento digna de un sentimiento de ese tipo. No sabía mucho sobre esa experiencia, pero al igual que otras personas de izquierda sentía que probablemente la URSS estaba siendo calumniada por la prensa capitalista y eso lo llevaba a algún tipo de apoyo. Yo consideraba que él no tenía suficiente información y por eso lo acribillé un poco con mis cuestionamientos. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era extremadamente difícil formarse una opinión sobre la URSS porque la bibliografía disponible no sólo era escasa, sino completamente contradictoria. Se trataba de libros partidistas a favor o en contra, y resultaba imposible comprender lo que realmente había ocurrido o estaba ocurriendo allí. Y ese me pareció un reto interesante.
“La segunda cuestión que influyó en mi decisión de dedicarme a la historia rusa es que, en la Universidad de Melbourne, donde yo cursaba Historia, había que estudiar una lengua extranjera. Yo quería aprender alemán, pero no me dejaron hacerlo porque no tenía una base previa —dado que no lo ofrecían como parte de la currícula en mi escuela secundaria—. Así que mis padres me sugirieron que estudiara ruso. El motivo que estuvo detrás fue el emblemático episodio de la Guerra Fría en Australia: la deserción del diplomático soviético Vladímir Petrov, que llevó a la creación en 1954 de una Comisión Real de Espionaje [Royal Commission on Espionage]. En el ambiente de histeria que siguió, algunos miembros del Parlamento empezaron a cuestionar la lealtad de la persona que dirigía el Departamento de Lengua y Literatura Rusa de la Universidad de Melbourne. Se trataba de una especie de campaña de difamación legalmente permitida. Era una rusa llamada Nina Mikhailovna Christesen, casada con el director de una revista literaria que era amigo de mi padre. Mis padres, como otros miembros de la intelectualidad de izquierdas con hijos en edad universitaria, me sugirieron que estudiara ruso para que el número de alumnos de Nina aumentara y las cosas fueran más fáciles para ella. Así que eso hice. Tomé el primer curso de ruso, que era todo lo que se requería. Pero después de terminar éste, pensé: ‘No sé lo suficiente del idioma para que sea útil. Haré también el segundo año’. Y, de hecho, cursé el segundo año en ruso, lo que me proporcionó suficientes conocimientos de lectura como para arriesgarme a tratar un tema utilizando fuentes rusas para mi ensayo de investigación de cuarto año en Historia. Y eso me llevó a convertirme en una historiadora de Rusia”.
—Pese a que usted es muy reconocida por sus trabajos sobre el estalinismo, y también por su libro La Revolución Rusa, su primer trabajo estuvo dedicado a la figura de Anatoli Lunacharsky, el Comisario del Pueblo para la Educación tras la Revolución de Octubre. ¿Por qué la atrajo ese personaje tan particular?
—No fue exactamente porque fuera mi héroe, aunque lo miraba con interés y, en general, con benevolencia. Pero sí había algunas buenas razones para abordar un estudio sobre Lunacharsky. En primer lugar, en la URSS acababan de empezar a publicar sus obras completas. Es decir, estaban publicando el material necesario para desarrollar una biografía intelectual, que es lo que yo inicialmente pensaba escribir. En las bibliotecas de Oxford podía encontrar buena parte del material prerrevolucionario, pero entonces los soviéticos estaban publicando una colección bastante completa de sus escritos posteriores a la Revolución. A medida que me adentré en el tema, me alejé bastante de Lunacharsky como intelectual y, por lo tanto, de mi proyecto biográfico inicial. Se trataba de un divulgador, básicamente muy ecléctico, que recogía muchas ideas y las entrelazaba muy rápidamente en una especie de narración que no solía ser muy profunda. Sin embargo, su actividad como Comisario del Pueblo para la Educación (una suerte de comisario de la Ilustración), me resultó profundamente interesante, especialmente después de mi llegada a la URSS para investigar. Y terminé escribiendo mi disertación sobre eso.
“Había otro aspecto que me interesó en Lunacharsky y era el que se vinculaba con su papel de autoproclamado mediador entre la intelectualidad y el Partido Comunista. Creo que esto tenía algo que ver con mi padre, quien, de hecho, había desarrollado un papel político informal en Australia como mediador de trastienda, alguien que no era miembro de ningún partido político pero que mantenía contactos con comunistas, así como con figuras del Partido Laborista e incluso con algunos liberales. Hoy en día no estoy segura de si admiraba el papel de mediador de mi padre o lo criticaba, pero me interesaba como autodefinición y modus operandi.
“En 1966 fui a la URSS para un año de investigación como estudiante de intercambio británica, con la esperanza de que me permitieran trabajar en los documentos personales de Lunacharsky, que estaban en los archivos del Partido Comunista. A los soviéticos no les gustaba dar acceso a los archivos de la época soviética a los extranjeros y me negaron la consulta. Sin embargo, tras algunos meses de lucha, me permitieron ingresar en los Archivos Estatales, considerados menos sensibles políticamente, para trabajar en los archivos del ministerio de Lunacharsky (Narkompros) de la década de 1920. Esos materiales del Narkompros eran absolutamente fascinantes. A través de ellos aprendí sobre Lunacharsky, pero sobre todo empecé a entender cómo funcionaba la política en la URSS. La idea predominante sobre la URSS, encapsulada en el modelo totalitario, sostenía que toda la política se formulaba en el Politburó y luego se transmitía hacia abajo. Pero lo que descubrí en los archivos fue que el Ministerio de Educación formulaba políticas (al igual que otros ministerios, departamentos del Comité Central del Partido, etc.) y luego intentaba presionar al Politburó, al gobierno, al Consejo de Ministros y a las personas que lo integraban para que sus políticas fueran aprobadas. A veces tenían éxito y otras no, pero yo estaba viendo un proceso político que el modelo totalitario simplemente no permitía ver”.
—Cuando usted comenzó sus estudios historiográficos sobre el comunismo soviético, esa perspectiva de la «escuela del totalitarismo» era predominante en la sovietología. Sin embargo, usted adoptó una postura diferente, enfocándose en una «historia desde abajo», que atendía y hacía eje en la vida cotidiana. ¿Cuáles eran sus críticas o sus reparos hacia ese paradigma y por qué eligió abordar la historia soviética desde un enfoque societal?
—Mis primeros encuentros negativos con el «modelo del totalitarismo» se produjeron a partir de mi trabajo de archivo en la URSS. Eso sucedió antes de que me fuera a Estados Unidos, a principios de la década de 1970. Sin embargo, cuando me afinqué allí, la cuestión se volvió más importante para mí porque los estudios soviéticos en EUA estaban entonces dominados por politólogos cuyo modelo favorito era el del totalitarismo. Era un campo muy politizado en la Guerra Fría, y el «modelo del totalitarismo» —basado en la idea de la similitud esencial entre el sistema soviético y el de la Alemania nazi— no sólo servía a los fines académicos, sino también políticos.
“Mi decisión de hacer «historia desde abajo» no se produjo durante mi primer periodo de investigación en la Unión Soviética, sino después de mudarme a EUA. Eso reflejaba, en primer lugar, lo que estaba sucediendo en la historiografía profesional en su conjunto. Todos se dirigían hacia la historia social, que había sido cuantitativa, pero en ese momento estaba pasando a ser más cualitativa. Hacer historia social entonces era como hacer historia cultural en los años noventa: todo el mundo se sentía atraído por ella. En el caso soviético, existía una cuestión adicional. Si la historia se escribía considerando que todo venía «desde arriba», hacer historia era muy fácil: se podían leer todas las declaraciones oficiales, las resoluciones del Comité Central, las leyes del Consejo de Ministros y decir: ‘Perfecto, esto es lo que ha pasado’. Si, por ejemplo, alguien estaba interesado en el campesinado, podía leer todas las leyes y resoluciones relativas al campesinado y deducir la situación real. Pero las cosas no funcionaban de ese modo en la URSS. Como percibí más tarde con bastante cinismo, las leyes y las instrucciones eran a menudo más útiles para el historiador social por una especie de lectura inversa: te decían cómo las autoridades querían que fueran las cosas, no cómo eran; y sus listas de prohibiciones eran a menudo una excelente guía de los tipos de prácticas que eran habituales en la vida real.
“Pensé que hacer historia desde abajo también era un reto especialmente interesante en la historia soviética porque nadie había intentado hacerlo antes. No estaba muy claro cuáles serían las fuentes, aunque era evidente que eran inadecuadas, especialmente para los años treinta y cuarenta. Pero ¿era posible o no? Me gustan bastante los retos, así que pensé que podría ser factible. Pensé que podría ser factible incluso en lo que se refería a los archivos soviéticos, a pesar de todos los problemas de acceso a los archivos para los extranjeros, que incluían no poder ver nunca los catálogos o inventarios y, por tanto, tener que adivinar qué tipo de material podían contener los archivos. Sin embargo, a mediados de los años setenta yo era al menos una persona conocida, así que supuse que no iba a ser tan difícil. Ciertamente, los soviéticos estaban mucho más dispuestos a entregar el material relacionado con cuestiones sociales que políticas. Les preocupaba mucho que la gente buscara información sobre Trotsky o sobre Bujarin. Esas eran sus obsesiones. También podía ser un problema si se buscaba material sobre el campesinado en la época de la colectivización. Pero obtuve una buena cantidad de material, en particular sobre los sindicatos y la industria pesada a finales de los años veinte y treinta. Lo que yo buscaba, en realidad, era analizar y comprender los procesos de interacción entre los trabajadores de base y la administración de las empresas. Y pude conseguirlo con esos materiales.
“A la vez, descubrí que me interesaba la cuestión de la movilidad social ascendente. Cuando trabajé por primera vez sobre la educación en torno de Lunacharsky, se me hizo evidente que la cuestión de dar «preferencia a los proletarios» ocupaba un lugar muy destacado y nadie tenía un marco teórico en el que colocar esta cuestión. Lo que los soviéticos decían era que estaban dando poder a la clase obrera a través del partido. Pero lo que hacían en realidad, y que tenía cierta resonancia en los trabajadores reales, era ofrecer oportunidades de movilidad ascendente a los trabajadores pero, sobre todo, a sus hijos. Les daban preferencia en la admisión a la educación superior, por ejemplo. Pensé que era un fenómeno realmente interesante y que merecía la pena estudiarlo, y que era viable hacerlo pese a las limitaciones de acceso a los archivos.
“Los soviéticos, por supuesto, habrían rechazado el término «movilidad social ascendente». No reconocían esa noción y, seguramente, no habrían estado a gusto con esa interpretación de las «reglas de preferencia proletaria». Sin embargo, tenían su propio enfoque que sus historiadores llamaban «formación de la intelligentsia soviética». Ahora bien, la «formación de la intelligentsia soviética» significa, entre otras cosas, el ascenso social de gente de origen obrero y campesino. Por lo tanto, bajo ese título de formación de la intelligentsia soviética pude conseguir material de archivo sobre la movilidad social ascendente”.
—En «New Perspectives on Stalinism» [Nuevas perspectivas sobre el estalinismo], un artículo publicado en The Russian Review en 1986, usted planteó, en consonancia con su crítica al modelo propuesto por la escuela del totalitarismo, que era posible pensar el estalinismo «desde abajo». Luego, efectivamente, fue lo que usted misma hizo y plasmó en su libro La vida cotidiana durante el estalinismo. ¿Qué modificaciones concretas implicó ese estudio sobre el estalinismo para comprender las formas del régimen? ¿Qué cuestiones salieron a la luz que no habían sido atendidas hasta entonces?
—Como historiadora, siempre dudo de los modelos. Por lo tanto, lo que yo pretendía no era desarrollar uno alternativo al del totalitarismo, sino evidenciar y dar cuenta de aquellos aspectos que ese enfoque no permitía ver. En ese sentido, tampoco expresé mis ideas y mis análisis sobre el funcionamiento de la política soviética en términos de modelo. Al abordar la cuestión del funcionamiento de la sociedad, la imagen que ofrecí fue la de una amplia estructura institucional creada y controlada por el Estado, y la de individuos que no sólo operaban dentro de esa estructura, sino en sus intersticios. En otras palabras, pretendí reflejar que para conseguir lo que necesitaban para la vida, las personas debían tener en cuenta esa estructura oficial y utilizarla de manera voluntaria o involuntaria. Para todo tipo de cosas necesitaban de esa estructura: para conseguir bienes de consumo, para hacer que los hijos recibieran una educación adecuada, etc. Allí operaban en los intersticios por medio de conexiones personalistas.
“Es importante destacar la importancia del término soviético «blat». Blat es un sistema de intercambio recíproco de favores: yo tengo la oportunidad de hacer ciertas cosas por ti debido a mi posición; tú, en cambio, tienes otras oportunidades y puedes hacer otras cosas por mí. Pero no es una relación cruda que se pueda monetizar y tampoco la contrapartida tiene que ser inmediata. No, es un balance continuo. De hecho, en esa economía de favores nos consideramos amigos, aunque hasta cierto punto se trate de una amistad instrumental. Esa forma de operar, de la que me di cuenta porque estuve en la URSS en los años sesenta y la observé de manera directa, fue muy importante, en mi opinión, desde el principio. Es interesante que en China, donde se utiliza el término «guānxi» para definir este tipo de economía de favores, el sistema prevalece y muchos lo remontan a las raíces tradicionales chinas. Lo cierto es que allí tienen una estructura institucional y unas respuestas similares, formas análogas de lidiar con ella y de evadirla para desarrollarse”.
—Usted escribió un libro sobre la cúspide de poder del estalinismo. Me refiero a El equipo de Stalin, que usted misma definió como «una especie de etnografía del Politburó». ¿Por qué decidió, luego de trabajar la vida cotidiana, desarrollar un estudio sobre la estructura de poder en el estalinismo?
—Nuevamente hay una serie de razones, pero quizá podría mencionar simplemente la principal: me gusta hacer cosas que no he hecho antes y no me gusta que me encasillen. Yo ya había pasado de ser historiadora cultural —o, más bien, historiadora de instituciones culturales— a trabajar en el campo de la historia social. Es decir, no me había mantenido en un solo campo.
“Pero sobre esta cuestión específica, siempre había sabido algo sobre el Politburó en los años veinte debido a que, durante décadas, había cultivado una estrecha amistad con Igor Sats, el secretario de Lunacharsky. Sats había conocido a Trotsky, a Stalin, a Bujarin y solía hablarme de ellos, por lo que yo tenía una imagen de aquellos personajes y de sus interacciones personales que no estaba plasmada en la bibliografía de entonces. En particular, solía conversar sobre ello con el politólogo Jerry Hough, con quien entonces estaba casada. Jerry siempre me decía: ‘Deberías escribir esto porque da una imagen de la política soviética que simplemente no tenemos’. Pero no lo hice porque quería hacer historia social. Mucho después de que Jerry y yo nos divorciáramos —de manera muy amistosa—, pensé: ‘¿Por qué no hacerlo?’. Pero también pensé que algo de lo que había comprendido, a partir de mi trabajo sobre la vida cotidiana bajo el estalinismo, sobre la forma de hacer las cosas era, de hecho, perfectamente aplicable, por lo que me dije: ‘Si miro al Politburó, si aporto al Politburó soviético un cierto grado de conocimiento de segunda mano de las personalidades y un buen sentido de cómo operaba la gente en la URSS, podría hacer un trabajo de historia política realmente interesante’. Y consideré que quizás esto podía aportar algo a la forma en que vemos y pensamos al propio Stalin. Porque ha habido una gran cantidad de estudios sobre Stalin, pero casi todos son biográficos. Yo no pretendía anular ese trabajo, ni decir ‘No, es el Politburó el que dirige todo, no Stalin’. Intentaba ver cómo encajaba el Politburó en el sistema estalinista.
“Stalin se reunía con los miembros de su Politburó (o a veces con un órgano ad hoc que se solapaba con el Politburó formal) prácticamente todos los días durante varias horas. Eso significa que el Politburó tenía una función que Stalin consideraba importante. Stalin era un hombre muy trabajador y era imposible pensar que fuera a pasar tiempo con ellos a menos que el Politburó tuviera un objetivo y una tarea definidos. Ese fue mi punto de partida: que el Politburó tenía que tener funciones y tareas de gobierno porque, de otra manera, Stalin no habría pasado tiempo dialogando a diario con sus miembros. Y estaba muy claro que pasaba tiempo allí porque los registros de su oficina estaban disponibles. Cada hora de su día en la oficina quedó registrada. Eso me permitió desarrollar mi trabajo, sobre todo porque esos registros estaban también publicados en Australia, y cuando comencé a trabajar el tema, me encontraba allí y viajaba periódicamente a la URSS.
—Permítame preguntarle sobre su propia historia como investigadora. ¿Cómo fue trabajar en los archivos soviéticos?
—Era difícil. Lo fue especialmente en los años sesenta y setenta porque no entregaban catálogos ni guías. No decían qué material tenían. Tampoco lo publicaban. Así que había que hablar con un empleado de los archivos y decirle: ‘Mi tema es tal y tal, y quiero tal y tal material’. Entonces, por supuesto, podían entenderte mejor o peor, y podían ser más o menos colaborativos. Era realmente complicado conseguir material de esa manera, a punto tal que, en el proceso, aprendí mucho sobre la burocracia y los archivos. Si pedías, por ejemplo, las actas de las reuniones de una determinada institución, pero las actas se llamaban protocolos, puede que no las trajeran a no ser que les cayeras bien. Pero si decías ‘Quiero protocolos’ y tenían protocolos, a menudo se sentían obligados a traerlos. Y una vez que tenías los protocolos o las actas, entonces podías continuar mejor el trabajo, fecha por fecha. Ahora bien, muchos de los archivistas, esos funcionarios subalternos con los que traté, fueron de una enorme ayuda. Hicieron lo que pudieron por mí y, a menudo, con muy buena predisposición. Puede que tuvieran la sospecha de que, en los intercambios académicos, las potencias occidentales enviaban espías que se hacían pasar por historiadores. Sin embargo, si te veían trabajar regularmente durante un largo tiempo, se convencían de que realmente estabas escribiendo sobre historia. Veían que estabas haciendo tu trabajo y que no estabas simplemente sentada ahí. En mi caso, evidentemente, decidieron que yo era una verdadera historiadora.
“Me gustaría contar una historia curiosa sobre esta cuestión. Algo que me sucedió ya en los años ochenta, una época en que durante bastante tiempo viajé a la URSS casi cada año. Un día, en el paquete de carpetas que recibí, había una sobre el uso de mano de obra de convictos en la industria pesada, un tema tabú. Yo estaba entonces trabajando sobre la industria pesada. Miré ese archivo y me dije: ‘Es increíble. Yo no pedí esto’. Pero me senté, lo leí y tomé notas detalladas. Y luego volví y dije: ‘¿Puedo tener el siguiente año de la misma serie?’. Pero, ciertamente, nunca obtuve más. En definitiva, parecía una cosa extraña que me había llegado y que me permitía llenar un vacío porque, por supuesto, el material sobre el uso de la mano de obra de convictos no era parte del archivo de acceso abierto. Muchos años más tarde, ya a finales de los ochenta, en tiempos de la perestroika, me encontré en una ocasión social con la subdirectora del archivo. Entonces, ella me dice: ‘¿Le gustó el regalo que le envié?’. Y yo le pregunté: ‘¿Qué regalo?’. Y ella respondió: ‘Le envié unas cositas sobre el trabajo de los convictos’. Y mientras la miraba sorprendida, ella me explicó: ‘Lo hice porque vi que era muy trabajadora, siempre estaba trabajando. Pensé que eso merecía un reconocimiento’”.
—En su autobiografía A Spy in the Archives: A Memoir of Cold War Russia [Una espía en los archivos. Memorias de la Rusia de la Guerra Fría], narra el momento que da título al libro: el de la acusación en 1968 en el periódico Sovetskaya Rossiya de ser una «saboteadora ideológica», una espía para Occidente disfrazada de académica. ¿Qué supuso para usted esa acusación y cómo transitó ese periodo?
—No fue tan malo como parece o, en realidad, como podría haber sido. La realidad es que se equivocaron con mi nombre o, más bien, no sabían que yo era la persona de la que estaban hablando. Esto necesita un poco de explicación. Yo nací Fitzpatrick y publiqué mis artículos utilizando ese apellido. Pero me casé en Gran Bretaña con un hombre llamado Alex Bruce. Y pese a que yo hubiese deseado mantener mi apellido en el pasaporte británico, los británicos no lo permitían. Dijeron: ‘Usted es la señora Bruce’. Así que conseguí un pasaporte que decía Sheila Bruce o, en ruso, Sheyla Brius. Mientras tanto, publicaba como Fitzpatrick. Sólo tenía un artículo en aquella época, en una revista que seguía la vieja convención británica de utilizar las iniciales en lugar del nombre. Así que me llamaba S. Fitzpatrick. El periódico Sovetskaya Rossiya evidentemente tenía a alguien asignado para leer la prensa occidental con el fin de escribir artículos diciendo que esa gente era saboteadora y falsificadora. Tal vez la KGB le dijo que buscara a Fitzpatrick o, más probablemente, simplemente esa persona estaba leyendo la revista buscando algunos potenciales «falsificadores burgueses» para atacar, encontró ese artículo y pensó: «Bueno, esto encaja». Supuso que Fitzpatrick era un hombre, porque el apellido no da el género. Escribió en su artículo que Fitzpatrick era lo más parecido a un espía. Mientras tanto, yo seguía en Moscú como Sheyla Brius. Pero yo no leí ese periódico, y mis amigos tampoco. Cuando volví a Oxford, la gente de allí que estaba al tanto de la prensa soviética dijo: ‘Dios mío, te han denunciado como espía. ¿Pasó algo?’. Así fue como me enteré. Supongo que después de un tiempo la KGB descubrió que Fitzpatrick y Brius eran la misma persona. Pero creo que en ese momento no sabían eso. En los archivos, la persona con la que trataban era Bruce (Brius), y no había nada contra nadie con ese apellido.
—Acaba de mencionar su estancia en Oxford, donde se doctoró con su tesis sobre Lunacharsky. Mientras tanto, en Cambridge estaba E.H. Carr, el prolífico escritor, diplomático e historiador, cuyos estudios sobre la URSS habían adquirido gran relevancia. ¿Tuvo usted contacto con Carr? ¿Qué impresión le causó su obra?
—Cuando fui a Oxford, la historia soviética no era considerada un objeto de estudio muy legítimo. Entre otras cosas, era vista como demasiado contemporánea y se asumía que no se podía conseguir material de archivo. Yo la veía como un campo más o menos virgen en la década de 1960. Había apenas algunas personas estudiando esos temas, pero yo los consideraba esencialmente como politólogos que se habían desviado hacia el campo de la historia. En definitiva, no había nadie cuyo trabajo sobre la historia soviética me pareciera de gran interés en Oxford.
“Las dos personas que tenían un trabajo que sí me resultaba serio e interesante eran Leonard Schapiro, en la London School of Economics, y E.H. Carr, en Cambridge. Y tuve relación con ambos. Hasta el momento en que Leonard decidió que no le gustaba ideológicamente, me apoyó mucho y fue un gran patrocinador. En el caso de Carr, las cosas se dieron de otro modo y muchas veces me he preguntado por qué no fui en primer lugar a Cambridge a estudiar con él. Es uno de los misterios de la vida, pero lo cierto es que no lo hice. De hecho, tampoco me puse en contacto con Carr, aunque admiraba mucho su trabajo. Sin embargo, fue él quien un día se puso en contacto conmigo y entonces apareció la misma cuestión del apellido. Fue hacia 1968 o 1969. Carr me escribió una carta a mi dirección de Oxford dirigida a la «Sra. Bruce». Decía algo así como: ‘Querida Sra. Bruce, me pregunto si se ha dado cuenta de que una persona llamada Fitzpatrick está trabajando en su tema y ha publicado este artículo…’. Así que le respondí: ‘Esa soy yo’ (estoy segura de que él lo sabía y de que la carta era su pequeña broma). Me invitó a ir a Cambridge y visitarlo. Me apresuré a ir y nos hicimos, creo, amigos. Fue bastante curioso. Su oficina estaba en el Trinity College de Cambridge. Recuerdo que subí muchas escaleras oscuras para llegar allí y que las propias habitaciones estaban a oscuras, y allí estaba él: un hombre alto, mayor, de aspecto impresionante, sentado detrás de su escritorio. Entonces entré yo, una mujer joven y menuda. Gracias a nuestras conversaciones descubrí por qué se interesaba en mi trabajo. Aunque no se dedicaba básicamente a la historia cultural, tenía una sección sobre política cultural en el libro que estaba escribiendo. Creo que era el segundo volumen de Bases de una economía planificada. Era evidente, por mi artículo publicado sobre Lunacharsky, que yo sabía algo al respecto, y él quería informarse.
“Carr siguió en contacto incluso después de que yo me fuera a EUA. En cierto modo, él se mantuvo más presente conmigo que yo con él. No porque yo no hubiera querido, sino más bien porque pensé: ‘Él es un gran hombre, ¿y quién soy yo?’. En 1971, cuando ya no estaba casada con Alex, y vivía en Londres, en una relación con un periodista que trabajaba para el Financial Times, Carr me escribió a la casa de esa persona, a quien nunca le había mencionado, en lugar de escribir a mi dirección de Oxford. Esa era otra de sus pequeñas bromas, supongo, una forma de decir: ‘Mis espías saben dónde estás’”.
—Quisiera preguntarle ahora por algunas cuestiones vinculadas a la actualidad de Rusia y, en particular, por el modo en que se piensa desde la política contemporánea el proceso soviético. Vladímir Putin suele defender algunos aspectos de la URSS, pero desprecia la Revolución de Octubre (a punto tal que no se celebró su 100o aniversario en 2017). Parece ver la Revolución y a Lenin como generadores de caos y desintegración. ¿Dónde ubicaría a Putin desde el punto de vista ideológico y de su lectura de la historia rusa?
—En cierta ocasión Putin se definió como un «producto puro y completamente exitoso de la educación patriótica soviética». Aun con la dosis de ironía de la expresión, hay mucho de cierto en ella. Por supuesto, es evidente que sobre Lenin se apartó bastante de aquello que le enseñaron, pero sobre Stalin se mantuvo en el mismo eje.
“Para tener una perspectiva de las ideas de Putin sobre la Revolución Rusa conviene, efectivamente, observar sus opiniones en los debates de cara a las celebraciones del centenario de la Revolución —celebraciones que finalmente no se produjeron—. En aquel contexto de 2017, Putin dijo que con seguridad Lenin había hecho algunas cosas buenas, pero que hubo aspectos negativos muy claramente destacables para él. Lo definió, lisa y llanamente, como un destructor de naciones. En ese contexto, lanzó su crítica favorita a Lenin, considerando como una de sus peores medidas el otorgamiento del derecho de secesión a las repúblicas de la URSS. Putin lo llamó «una bomba de tiempo». Se trata de un recurso que, por supuesto, ninguna de las repúblicas usó durante 70 años, hasta que finalmente lo hicieron.
“En contraste con su mirada sobre Lenin, Putin ve a Stalin como un constructor de la nación. Y la construcción de la nación es algo por lo que Putin manifiesta una enorme simpatía. Él siente que está dedicado a ello. Piensa su propio papel como el del hombre que tiene la misión de construir una nación después de una fuerte agitación que ha producido una gran erosión y malestar dentro de la sociedad. Es en ese sentido en el que admira a Stalin.
“Varios académicos han sugerido que, en cuestiones como el trato a Ucrania, Putin remonta su perspectiva al tiempo de la consolidación del control ruso del siglo XVIII sobre aquellas tierras, entonces rusas, que ahora son parte de Ucrania. Simon Montefiore afirma que Putin ha leído su libro sobre Catalina la Grande y la creación de la Gran Rusia y que le gustaría situarse en la tradición de los constructores de la nación y el imperio rusos, empezando por Pedro el Grande y pasando por Catalina. Estoy abierta a ese punto de vista, pero no he visto ninguna evidencia concreta que me convenza de que eso sea más importante para Putin que el aspecto soviético, que, después de todo, está más cerca de él. Pero es ciertamente una hipótesis bastante plausible”.
—¿Qué aspectos de la historia rusa nos dan pistas para analizar la invasión a Ucrania?
—El propio Putin nos ha dado una pista en sus comentarios sobre la inseparabilidad histórica de Rusia y Ucrania. Considera que los orígenes del actual Estado ucraniano están en la República Socialista Soviética de Ucrania, formada como miembro fundador de la URSS en la década de 1920. Esto implica que una estrecha relación con Rusia (en la época soviética, la República Socialista Federativa Soviética de Rusia) está incorporada a la identidad ucraniana.
“La cuestión del destino de Ucrania dentro de la URSS es complicada. Es la URSS la que reconoce a Ucrania como entidad nacional a principios de la década de 1920, en contraste con los aliados occidentales después de la Primera Guerra Mundial, que se negaron a hacerlo. En la década de 1920 hubo conflictos por el «nacionalismo burgués» en Ucrania. En la hambruna de principios de la década de 1930 (llamada «Holodomor» por los ucranianos, y una parte clave de la historia nacional del Estado ucraniano postsoviético), los campesinos ucranianos fueron los principales afectados (aunque los campesinos de otras regiones productoras de grano, como el sur de Rusia y Kazajistán, también sufrieron mucho); y los líderes del Partido ucraniano, junto con los de otras repúblicas y regiones nacionales, fueron víctimas de las Grandes Purgas a finales de la década.
“Este es un terreno relativamente conocido, pero también está la cuestión del papel de Ucrania en la política y el gobierno soviéticos en el periodo posterior a Stalin. Durante la redacción de mi último libro, The Shortest History of the Soviet Union, me interesé bastante por este tema. El periodo posterior a Stalin, especialmente a partir de los años sesenta, fue mucho más fácil para Ucrania. Nikita Jruschov, un ruso nacido en Ucrania, había sido el jefe del Partido en esa región a finales del periodo de Stalin, y cuando pasó a esferas más altas en Moscú conservó muchos amigos ucranianos, a los que por supuesto les fue muy bien bajo su mandato. Por aquel entonces, los líderes del Partido ucraniano, si bien nombrados por Moscú, eran siempre ucranianos étnicos; y la representación ucraniana en el Politburó aumentó y siguió siendo importante durante el periodo de Leonid Brezhnev. Durante el último periodo soviético, Ucrania parecía una de las repúblicas más exitosas, le iba bastante bien y, en comparación con otras repúblicas de la URSS, se sentía bastante satisfecha consigo misma. Aunque existía un movimiento nacionalista disidente, era relativamente pequeño en aquella época.
“Esto hace que sea más fácil comprender el hecho de que, cuando se produjo el fracaso de la perestroika de Mijaíl Gorbachov y la cuestión de la soberanía republicana y la separación ingresó en la agenda de los líderes de las repúblicas soviéticas, Ucrania no se encontrara en la primera línea. Los Estados bálticos eran los que realmente querían salir más rápido y los que contaban con una opinión popular que apoyaba firmemente a los líderes separatistas. Los líderes de Georgia y Armenia también estaban avanzando hacia la salida en 1990-1991, con el apoyo de la opinión pública de sus repúblicas. Pero ese no fue el caso de Ucrania. Ucrania abandonó la URSS en el último momento, junto con Rusia (bajo el mando de Boris Yeltsin), y en gran medida siguiendo el ejemplo de Rusia. El golpe mortal para la URSS se produjo cuando Yeltsin, el líder ucraniano Leonid Kravchuk y los bielorrusos comunicaron al presidente soviético Gorbachov que las tres repúblicas eslavas se marchaban, dejando a Gorbachov presidiendo el cascarón vacío de la URSS”.
—¿Cree que Putin puede estar buscando para Ucrania un régimen similar al de Lukashenko en Bielorrusia?
—Si eso es lo que pretende, no creo que lo consiga. Lo que ha provocado, de hecho, es lo contrario. Ha conseguido una suerte de consolidación de un sentido de la nacionalidad ucraniana separada y hostil a Rusia. Y ese sentido de pertenencia a esa nacionalidad ucraniana tiene que incluir a los numerosos ciudadanos étnicamente rusos que viven en Ucrania. Por ejemplo, uno de los aspectos más llamativos de la cobertura mediática sobre la invasión de Ucrania es que nadie mencionó en su momento, al tratar la destrucción y el brutal bombardeo de Mariupol, que la mitad de la gente que vive allí es de origen ruso. Según el último censo, en Mariupol vivía 44 % de personas de origen ruso. Así que se trata de rusos que, junto con los ucranianos, están sufriendo el trauma de la guerra y que, presumiblemente, en respuesta en gran medida a esta invasión y a la hostilidad, se identifican con el proyecto del Estado ucraniano. Incluso antes de la invasión, yo hubiera sido muy escéptica de que a Putin se le pasara por la cabeza la idea de que podía conducir a toda Ucrania a una posición como la bielorrusa. Ya lo intentó antes, de forma más o menos democrática, pero no funcionó. Ahora, la invasión ha dificultado aún más su consecución. No está claro cuáles eran los objetivos concretos de Putin al invadir y, en cualquier caso, probablemente hayan cambiado tras el desastre del primer avance hacia Kiev. Pero en este momento parece mucho más probable que los futuros historiadores vean la invasión de 2022 como parte de la involuntaria «fabricación de una nación ucraniana» (de orientación occidental, hostil a Rusia) que a la de un Estado que funcione como un cliente obediente de Rusia.
—A menudo se dice que existe una nostalgia de los tiempos soviéticos, pero se habla poco de una nostalgia de los tiempos revolucionarios, de los tiempos creativos del proceso de 1917. ¿Cómo cree que piensan los ciudadanos rusos sobre la revolución bolchevique? ¿Tienen una idea similar a la de Putin? ¿Qué valoración pueden llegar a tener hoy de un personaje como Lenin?
—Por lo que recuerdo de las encuestas de opinión en 2017, en el centenario de la Revolución, cuando se le pedía a la gente que evaluara los diferentes periodos de la historia soviética, la mirada sobre la Revolución y sobre Lenin era más positiva que la que sostiene Putin. Ahora bien, en las encuestas de opinión, aquella gente que valoraba positivamente a Stalin era la que afirmaba normalmente que también le gustaba Lenin, mientras que a Putin sólo le gustaba uno de ellos. En ese momento, este parecía ser un tema de discusión, pero no de discusión apasionada. En otras palabras, a la gente le interesaba pensar en ello, pero no parecía tener una gran relevancia.
“En cuanto a la nostalgia soviética, ciertamente fue muy fuerte entre la población rusa durante las primeras décadas posteriores a la caída de la URSS. Sin embargo, supongo que el cambio generacional la ha ido desvaneciendo. En otras palabras, ahora tenemos a una generación completa que no se crio ni se educó en la URSS. Y uno podría suponer que eso reducirá ese sentimiento de nostalgia. Sin embargo, no estoy segura de poder confirmarlo directamente mediante la investigación o la observación. Es, sencillamente, una suposición”.
—¿Cómo cambiaron los estudios rusos desde los comienzos de su carrera y cuáles son hoy los niveles de colaboración con los historiadores rusos?
—Ahora esas relaciones son habituales y hay contactos completamente normales. Existen colaboraciones intelectuales realmente productivas, como la del historiador británico Yoram Gorlizki con Oleg Khlevniuk en Moscú. En mi caso, no tengo ninguna colaboración estrecha como la que acabo de mencionar, pero, por supuesto, mantengo una conversación profesional continua con varios rusos que son expertos en diversos temas en los que trabajo. Hasta ahora, este tipo de comunicación ha continuado. Pero si la guerra se prolonga, es probable que esto cambie: habrá más sospechas de los occidentales por parte de los rusos (y viceversa) y las relaciones intelectuales y profesionales se verán afectadas.