Las mentiras
Diciembre, 2022
Todos mentimos. Quien diga que no, ya lo sabe: está mintiendo. Porque las mentiras son parte fundamental de la existencia, de la experiencia y de la vida cotidiana. Son —nos dice Juan Soto en esta entrega de su ‘Modus Vivendi’— un acontecimiento social y cultural. No obstante, a nadie le gusta que le digan que es un mentiroso. Y aunque muchos consideran esto una gran ofensa, aprendemos a mentir desde muy pequeños. Lo que no exime a los mentirosos que van por ahí disfrutando de desgraciarle la vida a aquellos que logran convencer con sus mentiras.
Mentir, en realidad, es demasiado fácil. Lo complicado y difícil es sostener una mentira. De ahí que se pueda pensar que mentir es un arte, como lo propusieron Kazuo Sakai y Nakana Ide en su libro El arte de mentir, en el que afirman que si fuésemos incapaces de mentirnos ocasionalmente a nosotros mismos, nos encontraríamos sumidos en la desesperación de nuestra propia existencia. Además, de manera desafiante, sostienen que no es una exageración asegurar que la sociedad humana está basada en mentiras a gran escala. Idea que no es nueva, pues ya antes los psicólogos Gordon W. Allport y Leo Postman lo habían señalado en su bonito libro de Psicología del rumor, donde se preguntaban qué porción de la historia del mundo podría atribuirse a reacciones de importantes grupos sociales ante rumores corrientes. Asimismo, sostenían que las leyendas no son más que rumores cristalizados.
Estos razonamientos, entre otros tantos, nos ayudan a entender que las mentiras, a pequeña y gran escala, han formado parte fundamental de la vida social. Los mitos de fundación de las sociedades no son más que eso, mentiras edulcoradas con tintes de Historia (así, con hache mayúscula). Y las mentiras de las historias personales (con hache minúscula), son necesarias para la existencia y para elevar el ego. Las personas que se sienten más bonitas de lo que realmente son, lo saben bien. Las mentiras son parte fundamental de la existencia, de la experiencia y de la vida cotidiana. Son un acontecimiento social y cultural. Los aduladores y los hipócritas tienen muy desarrollado el arte de mentir, y conocen los beneficios que pueden obtener mintiendo.
Las mentiras cumplen una función social
Para el mentiroso y para el que se traga las mentiras del otro, la vida y las situaciones sociales no son las mismas. Erving Goffman —ese peculiar sociólogo de origen canadiense— sabía que para que una actuación fuese creíble, el actor debía creer en sus propios actos antes que nada. Para engañar a alguien, el mentiroso requiere, por anticipado, creer en sus propias mentiras, aunque sepa que no son ciertas. No se puede asaltar a alguien con una actitud dócil y servil. El asaltante tiene que amedrentar y asustar al otro realmente para despojarlo de sus bienes. La persona que niega que sale con alguien más debe mostrarse firme y convincente de que no lo hace. Las mentiras son parte de la tergiversación de los hechos y, decía Goffman, sólo la vergüenza, la culpa o el temor impiden a las personas a mentir.
Para ser un buen mentiroso hay que ser un sinvergüenza y un buen actor en el sentido de que mentir implica una buena personificación. Para salir adelante en el arte del engaño hay que saber manejar estratégicamente las apariencias e, incluso, los modales. Hay que encontrar la fachada personal adecuada para no quedar en evidencia en el arte de mentir, de lo contrario, uno podría perder no sólo su prestigio y su reputación, sino la confianza de quienes se la han otorgado.
Confianza, lealtad y respeto: fallas en una, pierdes las tres, afirma un elemental razonamiento de sentido común. Sin embargo, las mentiras cumplen con ciertas funciones sociales, como la del encubrimiento. Decir, por ejemplo, que se ha estado en un sitio “X” en un momento “P”, cuando eso no ha ocurrido, ya sea para salvar el pellejo o la relación de pareja. No obstante, como dijo inteligentemente Umberto Eco, la verdad siempre sale a flote. El mentiroso siempre comete algún error más adelante al tratar de mantener sus mentiras. Por eso no importa tanto la mentira como todo lo que se hace para evitar que salga a flote.
La mentiras no resisten la prueba del detalle y del olvido
Como las mentiras no tienen una base sólida, a diferencia de las experiencias sociales reales, entonces tropiezan fácilmente con las contradicciones. Los complots, decía Eco, no resisten la prueba del silencio. Argumentaba que, si hay un secreto, aunque lo conozca una sola persona, ésta, quizás en la cama con su amante, antes o después, lo revelará. Y agregaba que, si hay un secreto, habrá siempre una suma adecuada por la que alguien estará dispuesto a revelarlo. Con las mentiras ocurre algo parecido. No resisten la prueba del detalle y del olvido. Imagine a una persona que afirmó haber estado en un sitio “X” en el momento “P” y luego muestra, sin darse cuenta, algunas fotografías que la ubican, sí, en el momento “P”, pero en un sitio “Z”.
Los mentirosos suelen olvidar con facilidad los detalles de sus mentiras. Por ello los interrogatorios policíacos son tan exhaustivos. Y por idéntica razón los policías preguntan una y otra vez lo mismo: la intención es lograr que los culpables caigan en contradicción. De un sospechoso se espera que mantenga su versión y no se contradiga. Quintiliano señalaba que los mentirosos deben tener buena memoria porque tarde que temprano el olvido podría traicionarlos. Y generalmente así sucede. No olvidemos, justamente, que la factualidad de una versión depende, en buena medida, de los detalles que se puedan brindar acerca de los hechos. Mientras más detalles pueda ofrecer alguien de los hechos, su versión será más creíble.
Jonathan Potter, ese brillante psicólogo social de la Universidad de Loughborough, en el Reino Unido, ha demostrado que la organización de los detalles es fundamental para proporcionar una estructura narrativa a un relato, y que dicha estructura narrativa se puede utilizar para aumentar la credibilidad de una descripción particular. Sólo alguien que desconoce que un restaurante cierra a las nueve de la noche podría afirmar que estuvo ahí faltando poco para el cierre. Y, en este sentido, podemos entender qué tanto los detalles —así como el papel y la función que juegan dentro de la estructura narrativa— hacen que las versiones ganen factualidad. Parafraseando a Goethe: que los demás sepan de nuestras equivocaciones no es tan importante como que sepan de nuestras mentiras.
Las mentiras no tienen vuelta atrás
Entre decir mentiras y ser un economista de la verdad, dice el mismo Jonathan Potter, hay mucha diferencia. El economista de la verdad no miente, sino que administra la información de tal modo que puede ocultar ciertas cuestiones que son estratégicas para enfrentar o manipular una situación particular. Mentir es una acción deformante para alcanzar algún fin determinado. Salvar la honorabilidad del Yo o preservar una relación puedes ser dos buenos pretextos. El objetivo de ser económico con la verdad es que, ante una pregunta, podemos ofrecer una respuesta que, sin contener verdaderas falsedades, omite algo que daría una impresión muy diferente. Las mentiras (y en eso se parecen a los rumores) tienen una capacidad deformante y de transformación, pues con el paso del tiempo, cuando son creídas, tienden a estandarizarse. Para el caso de los rumores, en el libro de Allport y Postman antes mencionado hay una excelente explicación de cómo es que esto sucede.
Por adoptar un carácter público cuando son contadas, las mentiras no tienen vuelta atrás. Por ello una mentira siempre lleva a otra. Porque el mentiroso, a pesar de saber que miente, también debe salvaguardar su honorabilidad. Los mentirosos juegan a no ser descubiertos. Incluso pueden llegar a indignarse cuando se les cuestiona. Nada puede herir más a un mentiroso que no le crean. Si algo les molesta a los mentirosos es que les cuestionen no sólo sus mentiras, sino decirles que están mintiendo, pues su honorabilidad personal está en juego. A nadie le gusta que le digan que es un mentiroso. Muchos consideran esto una gran ofensa. No obstante, aprendemos a mentir desde muy pequeños.
Jerome Bruner, un singular psicólogo estadounidense que murió en 2016 a la edad de 101 años, sugirió que la exigencia de decir la verdad se deriva de la facilidad con la que se pueden decir mentiras. Voltaire, por su parte, pensó algo similar mucho tiempo atrás, al atribuir la creación de la verdad a las mentiras. Las mentiras son parte del juego de la vida y de la sociedad. Los niños lo saben bien. Con el paso del tiempo aprendemos que hay mentiras que no hacen daño y que debemos conducirnos con la verdad. No con la mentira. Es parte de los imperativos morales de nuestras sociedades.
Las mentiras patológicas se llaman mitomanía
Para no arruinarles la vida a sus hijos, los padres suelen mentir tratando de ocultar los pasos en falso que los pequeños dan (acerca de cómo tocan el piano o cómo cantan, por ejemplo). Es una forma de salvarles la cara. Dostoyevski sabía que se puede mentir por amabilidad cuando se desea producir una impresión estética en el otro (para protegerlo y no hacerle demasiado daño). Incluso a costa del sacrificio personal. Por terribles que sean, las mentiras deben tener una presentación estética. Deben brillar en algún sentido. Su capacidad de seducción radica en dicha condición, aunque oculten algo turbio. Solapar mentiras tiene, por paradójico que parezca, ciertos beneficios. Rebelar la verdad puede evitar conflictos o que algunos lazos sociales se rompan. Salvar la cara a los mentirosos, en un sentido goffmaniano, implica fingir que uno no se ha dado cuenta de las mentiras que nos han regurgitado.
En el extremo patológico las mentiras se llaman mitomanía, pero dentro de ciertos límites, las mentiras pueden resultar útiles. Las mentiras, por cierto, se llevan bien con los secretos. Ocultar secretos y mentir no sólo son acontecimientos sociales y culturales, sino que tienen funciones sociales. Georg Simmel, el sociólogo y filósofo alemán, dijo que el otro puede abrirnos voluntariamente su interior o engañarnos respecto de él con mentiras u ocultaciones. Agregaba que la mentira es mucho más inocua para el grupo en las relaciones sencillas que en las relaciones complicadas, pero sabía que si las personas cercanas a nosotros nos engañan, la vida se tornaría imposible. Y también reconocía que la revelación de los secretos podía paralizar la vitalidad de las relaciones. Las entregas absolutas implican peligro. ¿Ha pensado en qué pasaría si alguien se quedara sin secretos?
Las mentiras requieren de verosimilitud
Para poder ser convincentes las mentiras requieren de verosimilitud, pues no todas las mentiras convencen. Las que siembran la duda son las efectivas y forman parte del arte de mentir. No todos saben mentir, pues este extraño arte se ejercita con el paso del tiempo. Así como hay profesionales sembradores de rumores, hay profesionales de las mentiras: los infieles y los políticos son sólo dos casos emblemáticos. Estos últimos las utilizan para ganar adeptos y tratar de limpiar su imagen cuando es necesario. Hitler afirmaba que las masas caían rendidas a las grandes mentiras, no a las pequeñas. No obstante, responder a la pregunta de por qué mentimos no es cosa fácil.
Para alimentar las ilusiones y las fantasías de los niños hay que contarles mentiras diciéndoles que seres peculiares y extraños traen juguetes en determinados días del año. Para evitar líos sexuales hay que decirles que a los bebés los trae una cigüeña de París. Las mentiras permiten establecer complejos sistemas relacionales. Entre otras, tienen una función protectora, pues nos salvaguardan de la dureza de la realidad. Algunas situaciones que vivimos nos gustarían que fueran mentira. Y sobra decir que a las mentiras se les rinden soberanos homenajes tanto en la música como en el cine y la literatura. Alimentan los dramas cotidianos (desde la comedia hasta la tragedia). Son parte de la cultura popular, no tanto de los desajustes psíquicos. Pinocchio es uno de los casos más emblemáticos con los que se resalta lo importante de no decir mentiras. Hasta la fecha se sigue jugando con la idea de que si las personas mienten les crecerán la nariz y las orejas. La mentiras han sido un tema importante para la música. Inspiración para una gran cantidad de compositores.
Las verdades de las mentiras
Las mentiras están hechas de lenguaje y tienen una facultad perlocutiva. Es decir, producen consecuencias en los interlocutores. Y he aquí la parte importante de ellas. John Austin, el famoso filósofo británico, al hablar de las promesas que se incumplen, decía que las hay de dos tipos. Las que se incumplen por incapacidad de quien las realiza y las que se incumplen a sabiendas de que no se van a cumplir. Las primeras no tienen tanta importancia como las segundas en función de sus consecuencias, pues las segundas (aquellas que se incumplen a sabiendas de que no se van a cumplir) tienen un carácter perverso en el sentido coloquial del término. Permiten la manipulación estratégica, por un lado, del Yo del otro y, por otro, el manejo perverso de la situación en tanto que prevén las consecuencias que tendría el hecho de revelar la verdad sobre el sistema relacional. Quien miente de manera premeditada ha previsto las consecuencias de revelar la verdad. Descubrir las mentiras puede producir decepción y tristeza que son, al menos, dos de sus principales consecuencias. Y las mentiras, si no aniquilan la confianza, por lo menos la merman. Hasta cierto punto, mentir se considera inmoral. No obstante, los mitos y las mentiras se llevan bien. Lo saben las religiones y los líderes religiosos.
Todos mentimos. Quien diga que no, ya lo sabe: está mintiendo. Pero que quede claro, la utilización del cuantificador todos no exime a los mentirosos que van por ahí disfrutando de desgraciarle la vida a aquellos que logran convencer con sus mentiras. Curiosamente, escribir sobre las mentiras es complicado, pues, al fin y al cabo, hay que decir sus verdades.