La moda, obra de feos
Octubre, 2022
Pablo Fernández Christlieb nos habla de la moda, o, más bien, de la industria; escribe: a lo largo del siglo XXI vino instalándose, echando raíces, una moda más dura, pesada, rasposa, que comenzó el día en que se rompieron los pantalones y en vez de remendarlos se usaron los agujeros como adornos. Pero la cosa no quedó allí: sacada de los hippies y de los punks, de los pobres y otros marginales, y de las tribus extraoccidentales, esta moda se fue haciendo cada vez más profunda en el sentido literal: primero con los tatuajes por debajo de la epidermis e indelebles como marca de por vida, y después con las perforaciones…
Hay un 10 % de bonitos; un 10 % de feos; y un 80 % que ni fu ni fa, que son los que se mueven para donde vaya la corriente. Y hay dos corrientes: una, la que también es ni fu ni fa como el grueso de la población, hecha de ropa y accesorios que se venden en Suburbia y en Palacio, en Mango y en los tianguis, en H&M y C&A, cuyas novedades consisten en si sube la altura de la cintura o el alto de las hombreras y si los colores de hoy son el verde planeta o el rosa millennials, que es una corriente de temporada, superficial, por encimita.
Y los bonitos, que técnicamente son aquéllos cuyo peso, estatura, color, dinero, clase, se ajustan a los cánones de la publicidad y les va bien por todos lados porque siempre les sonríen, los invitan, dan envidia y los escogen para el puesto, se adscriben a esta corriente tan comercial y tan sin chiste y tan conservadora porque, dado que todas las circunstancias los favorecen, no quieren que las circunstancias cambien: de tontos se van a atrever a ponerse una garra que no esté aprobada por la convencionalidad y les quite lo bonito: no tienen opción de ser distintos y viven prisioneros de sus ventajas.
Aunque la verdad es que hasta aquí ya se desperdiciaron veinte renglones de texto porque esto no es moda, sino industria, que se vende ya hecha, lista para tirar, y que nada más sirve para criticar a la sociedad de consumo.
No obstante, a lo largo del siglo XXI vino instalándose, echando raíces, una moda más dura, pesada, rasposa, que comenzó el día en que se rompieron los pantalones y en vez de remendarlos se usaron los agujeros como adornos, que tienen una lógica insólita, ya que a la ropa no se le aumentó nada, ni se le sustrajo nada, sino que sí se le aumentó una nada, un boquete, una falta. Pero especialmente evolucionó como una moda que no es de ésas de quita y pon, de ponérsela un día y quitársela al siguiente, sino que había que aguantarse con ella, como sucedió con los colores de pelo, rojos, morados, azules, descaradamente sintéticos, casi Comex, sobre rapadas de medio cráneo como con tiña o sarna o roña; o en rastas, que a veces parecen nidos de cocodrilo.
Sacada de los hippies y de los punks, de los pobres y otros marginales, y de las tribus extraoccidentales, esta moda se fue haciendo cada vez más profunda en el sentido literal de que no se quedaba al nivel superficial de la vestimenta y los cosméticos, sino que se siguió hacia adentro de la tela y del cuerpo, más al fondo de la ropa, primero con los tatuajes por debajo de la epidermis e indelebles como marca de por vida, porque, como un compromiso o una promesa, hacían irrevocable los que se grababa ahí; y después con las perforaciones en la oreja, la nariz, la lengua, para ponerles argollas y demás colgajos.
Efectivamente, una moda tan drástica no cualquiera se atrevería a seguirla; los bonitos ni de chiste iban a arriesgar su encantadora posición social poniéndose mechas fosforescentes en pelos tusados a mordiscos, así que los únicos que podían atreverse eran los feos (es decir, aquellos mortales que no tienen la talla, la altura, la raza, las finanzas, el status, las facciones y la postura que ha diseñado la publicidad y la injusticia) por el simple hecho de que ya no tienen nada que perder. Así que si de todos modos estaban feos, no podía ser tan grave estar peor; y una vez encarrerados en esta tarea con una especie de diversión desesperada cada vez más irrefrenable fueron exagerándose en su propio cuerpo con un gusto hecho de suficiente furia y de la consabida alegría que siempre trae la furia.
Lo que verdaderamente se ve bien de esta moda no es el piercing, sino la furia y la alegría. Y así, como todo fenómeno cultural de fondo, resultó tan atractiva y motivante que cierta parte del montón de los que ni fu ni fa la imitaron con su frivolidad acostumbrada y no muy coherente (esto es, que hay algunos a los que se les ve con su tatuaje de una calavera y su camiseta del Real Madrid). E incluso, las industrias del look y del outfit que todo lo empuercan con su dinero se la pusieron en sus anuncios a unos bonitos profesionales para volverla parte de la mercancía de escaparate.
La conclusión es que la moda es obra de los feos desde siempre, y en este siglo ganaron y se impusieron, aunque, a partir de cierto momento, la moda tenía el dilema de continuar o refrenarse, de dar el siguiente paso o dar un paso atrás, o sea, de escoger entre ahora hacerse cicatrices abultadas con la costura de fuera, o hacer que ya se puedan borrar los tatuajes para quedar ni fu ni fa.
Pablo: Leer un nuevo artículo tuyo es como un 5 de enero en la madrugada y en la niñez
Exelente apreciación un gusto haber sido su alumno, es escuchar esto en vivo de los mejores profesores para mí en la Facultad de Psicología.