Febrero, 2022
La nueva edición de La mudanza de los poderes (Matadero, 2021) de Salvador Gallardo Cabrera representa un verdadero acontecimiento en el ámbito ensayístico mexicano que no puede pasar desapercibido. No sólo se trata de una reedición de la anterior publicación (Aldus, 2011), sino de una versión ampliada, fortalecida, de ese recorrido conceptual sobre los poderes contemporáneos y sus dispositivos inherentes que atraviesa la obra de 5 grandes autores (Jünger, Foucault, Burroughs, Virilio, Deleuze), desdibujando las fronteras entre la filosofía, la política, la sociología, la cultura y la literatura. El presente ensayo, escrito por Carlos Herrera de la Fuente, intenta hacer un homenaje a esa obra, recorriendo, por su lado, el complejo trazado del trayecto inconcluso, y siempre en proceso de rehacerse, de los poderes sistémicos.
La mudanza de los poderes dice de un trayecto anómalo del pensamiento contemporáneo, de un recorrido teórico y conceptual que navega a contracorriente de la marea de dispositivos, maquinarias, mecanismos, programas y redes de control que articulan la intrincada urdimbre del poder y sus múltiples facetas, verticales y horizontales, en el marco de un mundo cambiante, cuyo rasgo distintivo es la innovación de las estrategias, conscientes e inconscientes, de dominio y sometimiento en el paradójico seno de la complacencia espontánea de su reproducción en todos los niveles y ámbitos de la vida cotidiana; dice también del ejercicio filosófico de los que ofician la escritura desarticulando los ejes de su subordinación, de la inteligencia que asume el riesgo de construir deconstruyendo, en la misma medida en que la textualidad fuerza a seguir rutas definidas por las instancias disciplinadas de la reflexión, que así como afirman, de principio, la libertad de la palabra meditada, caen ipso facto en la trampa ilusoria del discurso integrado (lógico, racional, académico, sistémico), cuya única oposición posible reside en la reinvención de la escritura como acontecimiento disruptivo, como esencia de la actividad que se anima a trasladar los esquemas del adiestramiento a la práctica subversiva de la creación crítico-conceptual, productora de ejes dislocados del habla que delinean una inmanencia trascendente de la imaginación insurrecta, rebelde; dice, finalmente, de la derivación hodierna de los dominios y su resolución (disolución) atípica en las ondas corpusculares del ruido, de la atmósfera sonora de la imposibilidad que modula las cargas y descargas de un sistema que prescinde de ejes, de coordenadas y localizaciones precisas, para convertirse en una parábola efectiva de la prisión sin celda, de los “cerrojos invisibles”, del panóptico sin soportes de hormigón, sin barreras delimitantes, que absorbe, en su mono-tonía estruendosa, todas las particularidades del lenguaje y la vida, laminando las potencias latentes de la inmanencia hasta agotar su singularidad, por lo que la práctica de la negación colapsa para abrir paso a una única posibilidad positiva pero no totalizante de la existencia: abrazar el acontecimiento, provocar una “vibración nueva en la vida”.
La ruta del acontecimiento se asigna como tarea descifrar los códigos transitorios de los poderes que mutan. El poder es insustancial: no reside ni en el trono ni en la fábrica ni en el inconsciente: su realidad inaprensible radica en el trazo de lógicas disímiles que se sustituyen, se contradicen y trasponen: la de la analogía, la de la representación, la de la digitalización. La mudanza de los poderes habla del tránsito de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control y, por lo tanto, de la lógica de la representatividad a la del dominio cibernético modal, modulador. No el moldeamiento de los cuerpos y los espíritus dentro de los esquemas disciplinantes de la institucionalidad liberal, sino la conducción y re-conducción de los flujos de la vida social por los incorpóreos circuitos oscilantes de la urorbe posmoderna, que funciona como un enorme sistema de transistores ideológicos que dirigen, amplifican, conmutan y rectifican comportamientos y actividades, hasta lograr una corriente inconsútil de comunicaciones, pensamientos, prácticas y designios, indistinguibles los unos de los otros. Homogenización del espacio y del tiempo.
La cuenta regresiva del disciplinamiento institucional al esquema flexible, pero hiperpotente, de la conducción digitalizada toma forma, por primera ocasión, en la imagen conceptual del poder radial que bosqueja Ernst Jünger en dos de sus obras más polémicas: Movilización total y El trabajador (asignadas, tradicionalmente, a un pensamiento de estirpe filonazi, lo que Salvador Gallardo se niega a aceptar rotundamente, resituándolas en la ruta de la crítica indoblegable a los poderes existentes). La sociedad de la movilización total, propia de la primera posguerra (aunque ya presupuesta, como figura desplegada, en la gran conflagración bélica), se distingue de su homóloga decimonónica en que el fundamento de su propia existencia no es ya localizable en un ámbito específico de la realidad humana (en la economía, digamos), sino que sólo puede ser concebida en la unidad intercomunicada de su funcionamiento intermodal, para el cual, cada punto del sistema, cada módulo o intersección funcional, representa un engranaje de la vida del conjunto, que se articula a la manera de una inmensa maquinaria que actúa al unísono de su despliegue omniabarcante. Todas las fuerzas vivas son ya la maquinaria en miniatura laborando en el proceso de construcción y reconstrucción social. El trabajador es la figura que sintetiza esa forma despersonalizada de producir realidad: no se trata ya de la clase o del individuo alienado-explotado, fijado a la fábrica, en perenne busca de su liberación, sino del ser absorbido definitivamente en la dinámica multidimensional de la producción y la reproducción social, que se juega en cada ámbito de la realidad, en cada esquina de la existencia. La sociedad totalmente movilizada se despliega en la forma de un autómata que se crea y recrea a sí mismo: su autosuficiencia es el máximo símbolo de su potencial radial disciplinante: una máquina que produce máquinas:
…la movilización total, más que ser ejecutada, se ejecuta a sí misma; ella es, en la guerra como en la paz, la expresión de la exigencia misteriosa y coercitiva a la que nos somete la vida en la edad de las masas y las máquinas. Existe un estrato en el que la movilización total se autoconstruye y autoejecuta. Tal como hace la técnica y como sucede con muchos de los sistemas que nos atraviesan, sistemas que se revisan constantemente integrando las estrategias ganadoras en los diversos campos, autoconstruyéndose.
La automatización del sistema en su conjunto visualiza las diferencias entre maquinaria y dispositivo: la máquina, de acuerdo con la reflexión cibernética, no es más que la caja blanca o negra de mensajes de entrada y salida (inputs, outputs). Es el dispositivo, en verdad, en el que se juegan las dimensiones prácticas del control, en cuanto sus mecanismos, tangibles e intangibles, atraviesan las máquinas que constituyen y rebasan: son máquinas y no lo son; son hacedores de relaciones que abren magnitudes inéditas de realidad, y que, por su variabilidad incesante, pueden ser, paradójicamente, plataformas de dominio o “líneas afirmativas de la vida”.
En su imaginación teórica, desbordada necesariamente hacia la inteligibilidad literaria como mecanismo de contradominio, Jünger anticipa el devenir técnico del mundo en la segunda mitad del siglo XX y en sus avatares finiseculares. En su novela Heliópolis (1949), el autor alemán anuncia la era del fonóforo, prefiguración del aparato celular contemporáneo, cuya materialidad miniaturizada (apta para portarse en el bolsillo del pecho) conecta en su flexibilidad con todos los individuos y grupos del orbe: simplifica y vincula; permite consultar y votar; sirve como documento de identidad y pasaporte; incluso como “instrumento náutico y meteorológico”. En fin, democratiza la experiencia en el seno de su operación moduladora que la conecta, de fondo, con la Oficina de Convergencia, una central que acecha las coordenadas dictadas, en la inconciencia de su uso, por el mismo fonóforo. Este bosquejo primerizo, pero ya punzante, se perfecciona en la imagen técnico-conceptual del luminar, en la novela Eumeswil (1977), cuya función es prácticamente la de aglutinarlo todo, almacenarlo todo, conectarlo todo: biblioteca de Babel y máquina del tiempo: integra, cataloga, aísla y determina. No hay libertad en su laberinto clasificatorio.
Frente a esta descripción abrumadora, Gallardo resalta la inteligencia insumisa de los personajes jüngerianos: personajes conceptuales, que así como las máquinas-ideas, se rebelan ante una realidad que es todo menos que ficticia. El emboscado y el anarca son resultados de un pensamiento que ya ha tenido tiempo para atestiguar los fracasos del ímpetu revolucionario. Su genealogía anarquista es innegable, pero su puesta en marcha dista mucho de la ingenuidad propia de la escuela decimonónica. No convoca a una transformación global, sino al acto inmediato del individuo o la “minoría selecta” que se niega a seguir los pasos de la ética moduladora del sistema: el acontecimiento. Afirma su vida y su libertad en contraste con las leyes inmanentes del dispositivo. El anarca, por su lado, en el coqueteo literario-filosófico con Nietzsche y Stirner, aborda una posibilidad de vida que ya no depende de la “destrucción del poder”, sino del autodominio, de la capacidad para ejercer líneas diferenciadas de vida que no dependan del marcapasos social. Gallardo lo sintetiza con esa magnífica capacidad expresiva: “El anarquista ha sido expulsado de la sociedad; el anarca ha expulsado a la sociedad, no quiere mejorarla sino mantenerla a distancia”.
La radialidad del poder omnimovilizador encuentra su relectura analítica en la intervención minuciosa de Foucault. Lo que era comprendido, en el plano de la sociedad disciplinaria, como un flujo de dispositivos de control centrados-descentrados es repensado ahora bajo la lógica clasificatoria de la escalometría. La fluidez disciplinante se cercena en la multiplicidad de ámbitos que conforman su unidad discontinua y labora abiertamente en microescalas celulares. La disciplina es “la anatomía del detalle”, porque su función consiste en separar y aglutinar, en cercenar y reclasificar, en movilizar y fijar de acuerdo a normas arbitrarias, pero coherentes con la misma lógica del poder, cuya única realidad es, en última instancia, la del ejercicio individualizado e individualizante del control que va tomando forma más allá de la institucionalidad que lo ejerce de manera irrestricta. El poder funciona ahora en diagramas de intervención que articulan las relaciones interpersonales dentro de los esquemas presupuestos de las instituciones sociales. Su objetivo primero y último es la normalización de las conductas, el establecimiento de pautas de comportamiento que, si el poder mismo logra ser efectivo, derivarán en despliegues automáticos de las identidades afianzadas, haciendo de la exterioridad de la figura panóptica-institucionalizada una presencia fantasmagórica que ejerce su soberanía anónima al interior de las individualidades subsumidas. La disciplina es efectiva cuando la exterioridad se vuelve evanescente y sólo quedan los ritmos, las relaciones y los flujos predefinidos por la norma disciplinaria que, igualmente, tiende a desaparecer en el marco de la institucionalidad naturalizada. Ya no hay centro desde el que se ejerza el poder: todo es panóptico. La Oficina de Convergencia ha desaparecido.
Ahora bien, el poder disciplinario no sólo genera diagramas de dominio que articulan y moldean identidades, relaciones, tránsitos y conductas, sino que produce cuerpos. Esos cuerpos cobran relevancia para los dispositivos sistémico-estructurales, abocados a las reglas de la generalidad, cuando sus flujos logran ser organizados en manifestaciones seriales, en bloques homogéneos de realidad que adecuan las multiplicidades a una escala efectiva de medición global. Entonces el conjunto se patentiza como la totalidad sintética de la vida social (ya encajonada, de principio, al encierro institucional, a la reeducación macroestatal): es población. La población es la vida del conjunto reducida al contacto de dos leyes que la atraviesan: la de la biología y la de la estadística. La manifestación disciplinaria del poder asume el reto de enfrentar la globalidad del cuerpo social —ya previamente cercenado, reordenado, clasificado- como unidad regulable a través de técnicas y mecanismos de reproducción dirigida, cuya intención primordial es la de adelantarse a las desviaciones que pueden producir las masas; evitar, en la medida de los posible, los descalabros aleatorios.
La disciplina individualiza. El biopoder es masificador. Desde la escalometría, la disciplina es una anatomopolítica del cuerpo humano, y el biopoder una biopolítica de la especie humana, una tecnología regularizadora de la vida, cuyo interés son los procesos tales como la proporción de los nacimientos y las defunciones, la tasa de reproducción, la fecundidad de una población.
Al diluirse en su manifestación puramente institucional (sin desaparecer nunca del todo), convirtiéndose en conducta y en norma reguladora (ley moral, ley biológica, ley estadística, ley gubernamental), antes que en imposición externa, el poder se reproduce en la espontaneidad cotidiana del acto y deja de prefigurar un lugar específico, un topos. Muta, en su singularidad, hacia la forma parasitaria del control, y, por ello mismo, el acontecimiento ya no puede desplegarse en el alejamiento o fuga personal (como lo imaginara Jünger), sino en la tergiversación consciente de todas las conductas, en el ejercicio afirmativo de la vida insumisa como contraconducta incesante.
Con enorme tino teórico, Salvador Gallardo reconoce en esa mutación del poder la forma de un virus, y en consecuencia natural asigna al escritor estadounidense William Burroughs la primera formulación de la mudanza de la que el libro busca dar cuenta en su complejo devenir: el nacimiento del virus de control. El estudio crítico-político se torna, junto con el poder del que habla, una virología del control, una etiología del dominio contemporáneo que vive de producir metástasis en las vidas y relaciones que subyuga.
¿Qué es el virus de control? Antes que nada, palabra e imagen, unidad codificada del habla y la visión que puebla todos los mecanismos conscientes e inconscientes de la personalidad y la sociabilidad (la cual es, principalmente, como diría Luhmann, totalidad del sistema de comunicaciones). El lenguaje habita y codifica todo; educa, desde el comienzo, en la lógica de la comunicación, que es, a la vez, la de la subordinación. La palabra es signo, y el signo configura sus imágenes representativas para modular las conciencias y redirigirlas a los canales correctos preestablecidos por el sistema. Pero lo esencial del virus es su capacidad autorreproductiva: el virus genera copias de sí mismo, que son simultáneamente copias de otras copias, y así infinitamente. En el imaginario novelístico de Burroughs, la televisión (aparato decisivo en la segunda mitad del siglo XX) juega un rol esencial; es el Dios que regula la adaptación de las psiques al mecanismo conductista del lenguaje codificado. Su función es muy simple: no sólo adecuar las individualidades, sino generar adicción. Los individuos que introyectan las formas sistémicas de comunicación no sólo quedan adaptados a los mecanismos de control, sino que se vuelven adictos a él: piden más, quieren más, exigen más. El virus lingüístico de control es la droga con la que el poder (ya disuelto en mil funciones audiovisuales) modula el ser individual y social de los pseudosujetos maquinizados. Todo es hablar, decir, formular, ordenar, proyectar, ver, establecer. “El hombre moderno ha perdido la opción al silencio”, concluye apodícticamente uno de los personajes de la novela El billete que explotó.
La adicción es la expresión natural del consumismo predominante del capitalismo avanzado, del “capitalismo corporativo conglomerado” (ése mismo que el marxismo del siglo XX identificó como capitalismo monopolista y desde el cual la Escuela de Fráncfort pensó las derivaciones de la industria cultural). En esta adicción, como en todas las adicciones, la realidad sólo gira sobre sí misma, prefigura círculos viciosos sostenidos por otros círculos viciosos sobre los cuales rota indeteniblemente. Por ello mismo, a diferencia del poder disciplinario, el control codificado y codificante no produce nada nuevo, ni siquiera cuerpos: el control sólo genera formas superiores de control. El totalitarismo de control no reside en centros específicos del poder, aunque éstos no desaparecen. Los centros de poder ya no funcionan como articuladores de relaciones de dominio, sino como “cajas de resonancia” que funcionan segmentariamente, según los ámbitos específicos desde los que se ejerce el poder, modulando y adecuando las funciones micrológicas a la ética de la subordinación.
El poder no es productivo en el sentido en que lo son las disciplinas. […] el control “no puede ser nunca un medio ni llegar a un fin práctico. No puede ser nunca sino un medio de llegar a un control superior”. Las fuerzas de control apuntan a lograr más control. Sucede lo mismo que con el virus de la palabra o de la droga: emitir palabras no puede ser nunca más que un medio para emitir más palabras. Así ha sido desde que se pronunció la primera palabra en el Jardín del Edén hasta las que pronunciamos a diario en ciudad Control. Esa es una de las argucias del control: nos hace confundir emisión con creación. Los artistas y los filósofos “irán por ahí chillando lo de un nuevo medio, creerán que pueden emitir cosas eficientes, sin darse cuenta de que el mal es precisamente emitir”. El Emisor no es un ser humano, es el virus humano.
No emitir. No colaborar con el control lingüístico. Pero todo en el humano es lenguaje. No hay opción al silencio, recordemos. El problema es el código mismo, el virus comunicativo que domina y preforma toda posibilidad humana. Por ello, en la trilogía del espacio (Ciudades de la noche roja, 1981, El lugar de los caminos muertos, 1984, y Las tierras de occidente, 1987), Burroughs (continuando una idea que, como indica Gallardo, ya estaba prefigurada en El almuerzo desnudo) anuncia que el proceso evolutivo de la humanidad ha llegado a un punto muerto: si se quiere pensar en un más allá, en un acontecimiento, es necesario trascender la cualidad de lo humano y abrirse a las posibilidades de lo poshumano, de lo neohumano. El problema humano no puede resolverse en términos humanos. El cuerpo humano, su realidad total, debe dejar de ser esa “máquina blanda”, apta para moldear una identidad, en última instancia, inmutable; debe abrirse a las posibilidades del espacio no codificado, más allá del tiempo limitado de los controles adictivos. Es necesario “desmantelar, desmontar, doblar, mezclar, cortar”, confundir las líneas y los segmentos, inutilizar el cuerpo, la vida, el idioma a las funciones del orden y la modulación dirigida. La resistencia se transforma así, para expresarlo de alguna manera, en una “ética de la velocidad”, en un compromiso con la disrupción, con la alteración consciente de las coordenadas espaciotemporales.
Desde esta perspectiva, la obra de Paul Virilio aparece como una reflexión de la velocidad del tiempo más allá de la velocidad. Antes que de la velocidad, Virilio es el filósofo de la trayectividad urbana que ha roto, por su propia evolución histórica, todas las coordenadas espaciotemporales del pasado. La “proximidad trayectiva” ha sido modificada, a lo largo de los últimos tres siglos, por tres grandes revoluciones: la de los transportes, la de las transmisiones y la de los trasplantes (“fagocitosis de la prótesis”). La primera revolución alteró para siempre las coordenadas espaciotemporales junto con los traslados geográficos, potenciando las migraciones y la urbanización general (que es alteración de la naturaleza y los paisajes ancestrales). La velocidad mecánica de los ferrocarriles y los automóviles moldeó la posibilidad del mundo según la voluntad de los traslados físicos y las necesidades mercantiles. La velocidad no rompió el esquematismo del poder, sino que lo adecuó a las exigencias de trayectos y traslados de otras dimensiones.
La revolución de las transmisiones, por su parte, sobrepasó por mucho las posibilidades efectivas de los cuerpos y los espacios al alcanzar la velocidad absoluta (300 mil kilómetros por segundo). Su trayecto se desconectó entonces de los cuerpos y los espacios para delinear su propia curva de traslado. La transmisión a la velocidad absoluta, lejos de moldear los espacios, hizo efectivo su colapso. La interacción colectiva directa y localizada, única forma de colaboración conocida desde el comienzo de la humanidad, esbozó su obsolescencia: a partir de ese momento, la interactividad sería necesariamente deslocalizada. De ahí que, con un tino espeluznante, Virilio anunciara en Cibermundo. La política de lo peor (1996) que “el Gran encierro, que Foucault situó en las sociedades disciplinarias de los siglos XVII y XVIII, será más ominoso en el mundo interconectado”, en el mundo del siglo XXI. Mientras más se “universaliza” la comunicación, mientras más se “democratiza” el mundo, más potente es el encierro, más real se vuelve la imagen del mundo como una inmensa prisión infranqueable.
El colapso del espacio y del tiempo real, el triunfo de la interactividad deslocalizada y la conformación del mundo en una prisión inmensa, alcanzan su apoteosis en el proceso de abolición de los cuerpos, de cancelación definitiva de la distinción “interno/externo” en el momento de su modificación biológico-genética. En un sentido genérico, los cuerpos ya habían sido reducidos desde el comienzo en su concentración disciplinaria, urbanizadora (cuerpo social), así como en su dimensión transmisible desde las ondas electromagnéticas (cuerpo territorial), pero la aparición de los dispositivos biotecnológicos prefigura la abolición de su naturaleza para adaptarlas a las necesidades inmediatas del control omnipresente (disolución del cuerpo animal).
No sólo los trayectos se han contraído, los cuerpos están en proceso de disolución. El cuerpo territorial reducido al tiempo de la velocidad de emisión de las ondas electromagnéticas. El cuerpo social en desintegración progresiva en el medio concentrador de la ciudad. El cuerpo animal en ruta de obsolescencia por la invasión de las tecnologías transgénicas y el design de la biología, la medicina genética, la biomecánica nano, la robótica y la biocibernética, empujando una remodelación que apunta más allá del body building, de la cirugía estética, de la dietética anabólica.
El cuerpo natural, el cuerpo animal se diluye para aparecer como un cuerpo diseñado, como un cuerpo modulado en su intraestructura, ya indistinguible de los poderes externos, él mismo como metadiseño del poder absoluto, del control indiscernible. Para Virilio, el metadesign biotecnológico que atraviesa los cuerpos contemporáneos y amenaza con apropiarse en su plenitud de ellos, lejos de completarlos o potenciarlos, los reduce en sus propiedades y capacidades volviéndolos dóciles agentes del control. El diseño biotecnológico, neohumano, poshumano, reduce al individuo, pero Salvador Gallardo se pregunta, para derivar la reflexión del pensador francés más allá de los lindes que ésta misma traza, si, de alguna manera, no podría también hacerlo crecer.
La disolución de los espacios, los cuerpos, las diferencias binarias (interior/exterior), los contactos mismos redunda en la conformación de líneas dispersas, de segmentos y áreas dislocadas desde las que el poder articula su invisible urdimbre dictatorial. No hay, en principio, nombres e identidades previas, lugares fijos, tiempos o ritmos preestablecidos, ni siquiera rostros discernibles, sino trozos, fragmentos, franjas, ranuras que el control va adaptando a las circunstancias cambiantes de su mundo. En este sentido, tal vez no sea exagerado pensar a Deleuze como un filósofo de las líneas y los segmentos, de sus entrecruzamientos y traslapes, de sus enredos y puntos de fuga. La escalometría de Foucault cede su paso a la red rizomática de los dispositivos aleatorios.
Cada segmento de realidad es atravesado y configurado por distintas líneas de poder que determinan su especificidad. La primera línea, la molar, es dura, firme; traza distinciones macrosociales que parecieran inamovibles; segmentos binarios (hombre/mujer) y circulares (familia, casa, barrio, escuela, ciudad) que establecen espacios de movilidad y transferencia. La segunda línea, la molecular, define, de manera flexible y arbitraria, una multiplicidad de relaciones e interacciones microsociales que no pueden estar regidas por las atribuciones institucionales y que tienen ser prohijadas y mantenidas por cada miembro de la red de control que conforma la sociedad. Finalmente, la última línea, la de fuga, se adelanta a todo aquello que pretende escaparse al sistema, revirtiendo su potencialidad insurrecta en la ficción del más allá que termina bosquejando, como todo fascismo, segmentos y líneas de muerte. De esta manera, nos dice Salvador Gallardo, la rizomática deleuziana se transforma en una cartografía de las multiplicidades, que es a la vez una topografía inestable del perpetuo poder modulador.
En el traslape de las líneas y los segmentos, se entremezclan las zonas de la acción y del control social: los medios disciplinarios tradicionales conviven con el capitalismo de la hiperproducción —en el que ya no se produce para consumir, sino sólo para producir más, igual que sólo se consume para consumir más (en una lógica adictiva no muy lejana de la que esbozaba Burroughs)—, que, a su vez, convive con el desarrollo continuo de las máquinas informáticas y digitales, las cuales sirven únicamente para regular los trayectos y los desplazamientos, corporales y no corporales, en todos los ámbitos. El tránsito de lo analógico a lo digital es tan sólo de grado: todo es analogía del control: analogía por similitud, analogía por relación interna, analogía por modulación. El primer tipo de analogía moldea la superficie, genera la topología de los cuerpos; la segunda, moldea el interior a partir de módulos relacionales de equivalencia; la tercera, modula los trazos y los desplazamientos de manera variable y flexible. El control extiende sus brazos por todos los esquemas de la vida…
Ruido. Sólo ruido. Ruido de objetos desplazándose, ruido de ondas, de cuerpos, de mecanismos, de altavoces, de velocidades, de colisiones, de gritos, de música, de fábricas, de turbinas, de hilos, de ladridos, de derrumbes, de construcciones, de cañerías, de fricción, de martillos, de taladros, de trascabos, de trenes subterráneos, de elevadores, de automóviles, de aviones, de transmisiones radiofónicas, de celulares, de videos, de resonancias eléctricas… Todo es ruido en Ciudad control, en Urorbe. Debajo, nos describe el cronista-filósofo Salvador Gallardo, vive laminado el acontecimiento (Sous les pavés, la plage?). Ya no hay afuera: el entorno de sustentación asistida es el único ecosistema posible. Para los epifenómenos del ruido, llamados aún, con dulce ironía, ciudadanos, la incertidumbre se cura con más ruido, con más frecuencias moduladoras de la singularidad microbiológica (que igualmente resuenan en todas las zonas de moldeamiento institucional, de acoplamiento macrológico). El miedo es viral, obviamente. Y la solución también. Confinarse, cubrirse el rostro, desplazarse según líneas predefinidas, acatar, vigilar: ¿no es ese destino presente el que describió el autor a través de sus cinco autores? ¿No es eso, precisamente, lo que hacíamos ya antes de darnos cuenta de que lo hacíamos, de que se nos estaba imponiendo?
No tiene sentido resistir, si resistir significa crear la ilusión de un dominio binario que se derrumba al socavarse la oposición fingida. El espacio es ya la inercia del ruido desplazándose a ritmos ágiles y disímiles. No. Reinventar el espacio, dice Gallardo, abrazar el acontecimiento en cada instante (retomando el antiguo adagio de Marco Aurelio), “inventar un uso múltiple de los espacios” que atraviese los entornos de vidas programadas, que resquebraje los códigos predefinidos, las conductas esperadas, los desplazamientos evidentes. Reivindicar el vitalismo nietzscheano-deleuziano para afirmar la existencia en cada momento, sin aspirar a la vieja trampa utópico-represiva de la totalidad. No decaer ni sobreponer expectativas.
Deleuze: “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”.
La mejor recensión de un libro que, de haber sido publicado en inglés, alemán o francés, sería un ejemplo mundial. Dije “recensión” pero se trata de un ensayo en sí mismo, que incorpora puntos de vista originales.
El ensayo me deja con una imagen: las ciudades contemporáneas (que parecen un mundo) y el mundo (que parece una gran ciudad), son “cajas de resonancia”, de perpetua interacción de “velocidad atómica”, de propagaciones víricas que “laminan” el “potencial diferencial” que va hacia la vida.
Con cada lectura que hago del libro La Mudanza de los Poderes encuentro más y más cosas que no me dejan de sorprender. Este ensayo de Carlos Herrera me ha conmovido y aportado un flujo de lectura distinto y provocador; felicidades.
Un microensayo verdaderamente fiel a los problemas planteados en el libro del filósofo y poeta Salvador Gallardo. A veces entre sus lineas se puede detectar un retruécano del libro en cuestión, sobre el que logra zarpar y hacer un periplo hacia las antípodas del pensamiento poliglotal entre la escuela de Francfort y los autores del libro, más sus lontananzas, entre Stirner y Nietzsche. Es más que nada este ensayo un esfuerzo vascular saturado de elementos nutrientes. Mismos aportes que nos dejan extenuados ante su férreo acto fronético del pensar-efluvio entre autores que en las academias se llegan a estudiar más disímiles como asimilables. Otro infructuoso achaque de las academias ya provistos en el inicio y el final del presente escrito, visto en este ensayo como parte de una resistencia que consiste en el pensar sensible del acto creativo de la escritura que no sólo lee y comenta sino que reescribe ¿A quién de los más siendo los menos, que leerán gustosos este ensayo, lo harán con el provecho y aflicción de los muchos? ¿Cómo sería leído si llegara a manos de los muchos siendo ellos los menos entre los menos? Por lo que resta, sólo me hubiera gustado, tal vez por un ánimo de empedernido clásico y escaso, ver en este o aquél lado sus líneas, unos mendrugos rodados de ???????? o fábulas presentistas. Fabricar o encontrar más de estos y hacer destellar la línea quebrada de la reflexión en el misterio de un ejemplo singular, con todo y que la anomalía de la velocidad tecnológica nos vuelque al emerger, obsoletos.
2. Un microensayo verdaderamente fiel a los problemas planteados en el libro del filósofo y poeta Salvador Gallardo. A veces entre sus lineas se puede detectar un retruécano del libro en cuestión, sobre el que logra zarpar y hacer un periplo hacia las antípodas del pensamiento poliglotal entre la escuela de Francfort y los autores del libro, más sus lontananzas, entre Stirner y Nietzsche. Es más que nada este ensayo un esfuerzo vascular saturado de elementos nutrientes. Mismos aportes que nos dejan extenuados ante su férreo acto fronético del pensar-efluvio entre autores que en las academias se llegan a estudiar más disímiles como asimilables.
Con la mención de otro infructuoso achaque de las academias ya provisto en el inicio y el final del presente escrito, visto en este ensayo como parte de una resistencia que consiste en el pensar sensible del acto creativo de la escritura, escritura del escrito que no sólo lee y comenta sino que reescribe ¿A quién de los más siendo los menos, que leerán gustosos este ensayo, lo harán con el provecho y aflicción de los muchos? ¿Cómo sería leído si llegara a manos de los muchos siendo ellos los menos entre los menos? Por lo que resta, sólo me hubiera gustado, tal vez por un ánimo de empedernido clásico y escaso, ver en este o aquél lado sus líneas, unos mendrugos rodados de ???????? o fábulas presentistas. Fabricar o encontrar más de estas ejemplaridades singulares, y hacer destellar la línea quebrada de la reflexión en el misterio de un ejemplo singular, con todo y que la anomalía de la velocidad tecnológica nos vuelque al emerger, obsoletos.