Las rimas perversas de Roald Dahl
En sus Cuentos en verso para niños perversos, el escritor británico Roald Dahl (1916-1990) nos demuestra que cuando hay imaginación y talento, la apropiación de las ideas ajenas o el plagio resulta innecesario; pero, sobre todo, que la seducción nos hace cambiar de perspectiva.
“La Cenicienta”, “Juan y la habichuela mágica”, “Blancanieves y los siete enanos”, “Rizos de Oro y los tres osos”, “Caperucita Roja y el Lobo”, “Los tres cerditos”… Claro. Todos conocemos esas historias, ¿no? Pues no. Roald Dahl demuestra que quizá no. En sus Cuentos en verso para niños perversos (Alfaguara), el autor británico retuerce estas historias tradicionales hasta que consigue darles un genial vuelco. A primera vista sus versos parecen de terror: hermanastras perversas a quienes el príncipe corta la cabeza; una madre engullida por gigantesca bestia; la vanidosa reina que pide despacharse a la rival y sólo le otorga colosal riqueza; la impertinencia de la Rizos de Oro a quien el osezno cena; y una Caperuza que de su escote saca el arma que le dará el abrigo y el maletín que usa. Pero no hay terror: en cada historia lo que domina es la seducción.
Porque seducir es guiar, llevar aparte, convencer, musitar al oído de alguien para cambiar su perspectiva. La seducción no pertenece al orden de la naturaleza, sino del artificio, del signo, del ritual. Sólo donde hay inhibiciones, donde existe lo prohibido, existe la posibilidad de tentar a la suerte, de seducir. Si todo está dado, si todo se muestra, si no hay nada oculto, no existe ningún objeto de deseo, se anula la seducción. Es necesario, eso sí, hacer a un lado, al menos por ahora, la referencia sexual que domina a esta palabra. Porque en las versiones de Dahl a las hermanastras las seduce el poder del príncipe, puesto que carecen de él, mientras que Cenicienta sólo quiere “un compañero honrado y buena gente”; a la madre de Juan la seduce y desboca el brillo del oro; a la reina, madrastra de Blanquita, la seduce la vanidad y la belleza propias; la seducción por lo ajeno es lo que aniquila a la Rizos; y la seducción de ser una criatura inocente vuelve a los lobos abrigos y al cerdito suave neceser.
“El deseo —escribió el pensador francés Jean Baudrillard en De la seducción— no se sostiene más que con la carencia. Cuando se agota en la demanda, cuando opera sin restricción, se queda sin realidad al quedarse sin imaginario, está en todos lados, pero en una simulación generalizada”. Contrario al liberalismo económico cuyo emblema es “dejar hacer, dejar pasar”, la seducción arde con mayor vigor en aquel lugar en donde se dice “sí”, sin decir cuándo. Hay una famosa canción que lo expresa con claridad: “A todos diles que sí / Pero no les digas cuándo / Así me dijiste a mí / por eso vivo penando”. Es el “El son de La Negra”. Un ejemplo del lugar secreto en que se resguarda la seducción. Porque la seducción encuentra su motor en el deseo. Pero también encuentra su fin en la reiterada y monótona satisfacción de esa misma ambición. Su aniquilación definitiva.
Es el deseo lo que seduce. Lo anotó el filósofo español Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, cuando dijo que todo deseo “es deseo de un imposible, y cuanto deseamos lo deseamos acaso porque Otro lo desea, al cual mimetizamos. El deseo tiene por objeto una ilusión, cree que la estructura objetiva del deseo conjuga únicamente dos términos en relación, el sujeto deseante y su objeto, cuando en verdad hay siempre en juego un tercero en discordia, el mediador, mediador externo o interno, que proporciona al sujeto deseante sus objetos, constituyéndolos en valores y haciendo que estos sean precisamente estimables”.
Lo que seduce es el disfraz. Lo que no vemos. Lo que sólo imaginamos. Lo que nunca podremos tener. La ventana a la intimidad que hemos construido a imagen y semejanza de nuestros más profundos y sinceros deseos. Roald Dahl toma historias contadas por siglos. Pero no plagia. No roba. Reinterpreta. Da un giro. Crea. Porque el robo, el engaño, el plagio pueden parecerle seductores a quien lo practica. Quizá la seducción se halle en ese vértigo previo al hurto. Pero es un vuelco en el estómago que pronto pasa. El plagiario sabe, acaso más que nadie, que escribir no es lo mismo que transcribir. Quien escribe ignora cuál es la palabra, la frase exacta, la idea precisa que seguirá a la anterior, a la que acaba de dejar atrás. No está seguro de si llegará o de cuándo llegará. Quien transcribe, por el contrario, lo tiene todo, la sabe todo: he ahí el fin de la seducción. El plagiario es el único que se anima y se solaza en su bellaquería. Porque cuando la apropiación de lo ajeno es descubierta, los demás sólo pueden ver en este acto la ruindad, la ignominia, la deshonra del plagiario. Así debiera ser. Pero, ya se sabe, no siempre pasa.
Roald Dahl, en sus Revolting Rhymes —que es el título original de Cuentos en verso para niños perversos, traducido al español por Miguel Azaola e ilustrado por Quentin Blake— exhibe sin petulancia su poder como escritor. Una prueba de que es capaz de darle nuevo hálito a historias contadas y recontadas por años; textos que dejan claro que cuando hay imaginación y talento la apropiación absoluta de lo ajeno resulta innecesaria. Porque es la autenticidad, y no el engaño, lo que insufla larga vida a la seducción y, por lo tanto, al deseo; en este caso, al deseo de leer viejos cuentos reelaborados con repulsivas y repugnantes variaciones hechas, por si fuera poco, en verso.
Hijo de padres noruegos —quienes fallecieron cuando él era apenas un niño a punto de entrar en la adolescencia—, Roald Dahl tuvo una educación formal muy severa. Aunque parece que siempre supo cómo apañársela para hacer de su infancia algo divertido endulzado con imaginación. Esa etapa se puede revivir en sus libros como Boy, pero también en Matilda, Los gremlins, El Superzorro, James y el durazno gigante, El Gran Gigante Bonachón o Charlie y la fábrica de chocolates, casi todas ellas obras llevadas al cine. Si durante mucho tiempo la seducción ha sido acosada por la falsa moral, la filosofía reduccionista, el psicoanálisis más ramplón y los cuentos infantiles ñoños, los personajes que deambulan por los Cuentos en verso para niños perversos nos harán abrir los ojos para estar dispuestos a recibir, como agua clara, nuevas experiencias.
Me encanto mucho tu pagina Gracias Saludos