Fiódor Dostoyevski, bicentenario natal
Hace 200 años, el 11 de noviembre de 1821, nacía Fiódor Dostoyevski en Moscú. En el año del bicentenario de su nacimiento también se conmemoran los 140 años de su muerte ocurrida el 9 de febrero de 1881, a los 59 años de edad, en San Petersburgo. Autor de numerosas novelas, ensayos, relatos cortos, artículos y otros textos, retrató como nadie a la sociedad rusa del siglo XIX. Figura clave de la literatura universal, Dostoyevski fue un autor que exploró, en sus obras, el funcionamiento de la maldad. De ello nos habla Antonio Fernández Vicente…
La maldad según Dostoyevski
Antonio Fernández Vicente
¿Por qué nos hacemos daño los unos a los otros?
Para Dostoyevski, la maldad era un secreto inconfesable. Decía en Memorias del subsuelo que hay secretos que confesamos a unas pocas personas, otros que no confesamos a nadie y nos atormentan en la clandestinidad, y aquellos que, como la maldad, pueblan las profundidades más recónditas y escondidas del alma.
La humillación y el orgullo
En gran medida, la maldad y el odio proceden de la ofensa y la humillación, de un orgullo herido. Al escribir sobre Dostoyevski, el escritor André Gide apreciaba que “la humildad abre las puertas del paraíso; la humillación las del infierno”.
El orgullo implica el ansia de superioridad y es el núcleo moral del narcisismo, del que brotan la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno y el menosprecio. La herida en el orgullo desencadena frustraciones y resentimientos que roen la conciencia.
Sufrir vejaciones y ver arrebatada la dignidad pueden ser la antesala para el surgimiento de ignominias y ruindades. Una sociedad que humilla multiplica las maldades entre los humillados. El odio engendra odio y la miseria material puede conducir a la miseria moral, como leemos en Humillados y ofendidos.
En El diablo, Giovanni Papini observaba que “quien está más alto también está más sujeto a la soberbia”. Y si Lucifer fue castigado por su orgullo, “sepultado y confinado en las ilimitadas oscuridades de la soledad y del odio”, ¿qué pensar del deseo ilimitado de estar cada vez más arriba?, ¿de fundamentar nuestras vidas en el éxito, la parásita ambición y la envidia, y temer el fracaso más que nada?
El desprecio
En Crimen y castigo, la altivez y el endiosamiento hacían que Raskolnikof no tuviese reparos a la hora de asesinar a una anciana por considerarla un obstáculo en su camino.
Para la maldad, los demás no son sino instrumentos que se oponen a sus fines, cosas que hay que sacrificar para alcanzar el éxito. Se les desprecia porque no se les reconoce como seres humanos, sino como objetos de los que servirnos. Y quien desprecia se siente superior, experimenta un placer voluptuoso al ejercer dominio.
Incluso la maldad y el desprecio absoluto de los demás pueden banalizarse y hacerse cotidianos. La maldad puede convertirse en una rutina a cumplir, como explicaba la filósofa Hannah Arendt a propósito del paroxismo del mal que fue el nazismo.
Y ese desprecio desmedido también era lo que, en el cuento llamado “Vlas”, hacía que dos campesinos pugnaran por la hazaña de cometer la fechoría más vil. Lo que los impulsaba era “la necesidad de llegar al límite, de ansiar sensaciones fuertes que conduzcan al abismo”.
El aburrimiento y la libertad
Si no tuviésemos libertad para decidir cómo somos, no existiría la maldad, tampoco la virtud. En los personajes de Dostoyevski se libra la cruenta lucha interior que nace de la capacidad de elegir nuestro destino.
Y en ocasiones se elige la infamia, aunque sea para salir de la rutina. Tal vez sea esa necesidad de romper con la monotonía lo que nos lleve a la lucha con los demás. Tal vez así se justifique esa tendencia nuestra al rechazo del reposo y la tranquilidad. Tal vez porque gran parte de las maldades nacen del aburrimiento, porque prefiramos la ocasión de hacer el mal a la de no hacer nada. Y tal vez por eso decía Blaise Pascal:
“Todo el mal humano proviene de una sola causa, la incapacidad del hombre para quedarse quieto en una habitación”.
Elegimos lo abyecto seducidos por la fascinación de la transgresión, de lo que contraviene la norma y la ley. Leemos en Los hermanos Karamazov:
“No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso”.
En este sentido, los personajes de Dostoyevski se emparentan con la filosofía existencialista de Jean Paul Sartre:
“Estamos condenados a ser libres”.
Amor y odio
Los personajes de Dostoyevski nunca son planos ni superficiales. Atisbamos en ellos la profunda y paradójica dualidad del ser humano, su compleja contradicción, porque confluyen en una sola persona dos caracteres opuestos e indisolubles: el bien y el mal.
Así es como, en Los demonios, el personaje de Stavroguin señala que siente igual satisfacción al desear hacer una buena acción que al desear el mal. Los extremos se tocan y la belleza acaba por fundirse con lo grotesco.
En Dostoyevski, la virtud y la maldad son simultáneas. Así lo leíamos en Doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson: en una sola persona hallamos la contradicción del cielo y el infierno, la luz y la sombra de los claroscuros de Rembrandt.
Se trata de la oposición entre una inclinación a la unión y el ansia de destrucción. Es lo que Sigmund Freud llamaba Eros y Thanatos: pulsión de vida y de muerte.
Antes que nada, Dostoyevski buscaba la plenitud, la vida infinita. Por ello mismo le resultaba insoportable dejar de lado su dimensión perversa y envilecida. Habría sido algo así como despojarlo de una de sus partes fundamentales. Sus personajes se arrojan al precipicio moral, a la crueldad y al libertinaje de la maldad. Y así lo advertía el escritor Stefan Zweig:
“Vivir correctamente significa para él vivir intensamente y vivirlo todo, lo bueno y lo malo a la vez, y en sus formas más intensas y embriagadoras”.
Dostoyevski exploró esos abismos de la perversidad en toda su crudeza. Revelaba la verdad secreta de la maldad, ese lado que nadie quiere mirar cara a cara. Su lectura no resulta fácil ni cómoda, exige el compromiso afectivo del lector. Puede ser que lo que nos descubra no sea en efecto de nuestro agrado, que incluso nos repugne. Pero, como observaba Kafka, “un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Y, sin duda, Dostoyevski provoca una turbación interior en quienes se atrevan a leerlo.
Un sueño
Leemos en su novela El idiota que hemos nacido para hacernos sufrir los unos a los otros. No obstante, en El sueño de un hombre ridículo, quizá el más bello de sus cuentos, un hombre al borde del suicidio sueña un mundo de armonía desprovisto de inhumanas bajezas. Y aunque sea una ilusión utópica, un paraíso inalcanzable dada nuestra naturaleza, ese “hombre ridículo” al que no le importaba nada ni nadie acaba por decir:
“No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas”.
Antonio Fernández Vicente.
Profesor de teoría de la comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha.
Fuente: The Conversation.
Leer a Fiódor Dostoyevski
En su momento, el filósofo y crítico literario Walter Benjamin (1892-1940) dedicó varias líneas a la obra de Fiódor Dostoyevski. Por ejemplo, al reseñar la novela El camarero de Ivan Schmeliov, él prefiere dejar el relato en segundo plano y mirar un poco más lejos. Transcribimos este fragmento que aparece en La tarea del crítico, libro que recopila reseñas y textos cortos de Walter Benjamin y que ha sido publicado por el sello Eterna Cadencia. (Redacción SdE)
Los autores rusos previos a la guerra no saben dar contorno a la existencia. No pueden —excluyendo a Tolstoi— trazar un destino. Todo se les presenta desde el lado interno de la vivencia. Sin embargo, han descubierto la dinámica del acontecer para la novela, ese espacio de tensión cerrado por todos lados. Así, la novela rusa de la segunda mitad del siglo pasado, con Dostoyevski como su representante más valedero, se creó un nuevo tipo de lector. Esto debe entenderse de la siguiente manera: cuando cierro una novela de Stendhal o Flaubert, una novela de Dickens o de Keller, siento como si saliera de una casa hacia el exterior. Por muy profundo que me hubiera sumergido en lo narrado, siempre sigo siendo yo mismo, sintiéndome determinado de muy diversas maneras y con distintas intensidades, pero siempre como dentro de las proporciones del espacio que ocupo, es decir sin que mi sustancia se transforme y sin perder el control de la conciencia. En cambio cuando termino un libro de Dostoyevski, primero tengo que regresar a mí mismo, restablecerme. Debo orientarme, como al despertar, tras haberme percibido vagamente durante la lectura, como durante un sueño. Pues Dostoyevski entrega mi conciencia maniatada al horroroso laboratorio de su fantasía, exponiéndola a sucesos, visiones y voces que me son ajenas y en donde se diluye. Hasta el más nimio de sus personajes está abandonado a su suerte, fue entregado a ella con las manos atadas. Este procedimiento, en sí no carente de problemas, se ve certificado por la dimensión de la tentativa que realiza el autor en el ámbito de la experiencia religiosa y moral. El mismo procedimiento revelará su carácter dudoso en todo emprendimiento más pequeño. No sirve de nada, pues, que Schmeliov lo aplique con extraordinaria certeza y escrupulosidad en su acotado territorio. El camarero, que en este libro presenta un informe sobre algunos meses de su vida, es cualquier personaje secundario del mundo de Dostoyevski, representado magistralmente en palabras y gestos. Solo que nada de aquel mundo lo rodea. Su miserable existencia no pasa de ser una “vida interior” que sólo está en correspondencia con un mundo exterior, nunca lo incorpora ni lo ilumina. Por eso este libro es un constructo que transmite al lector todas las tensiones de una novela de Dostoyevski, purificadas de estremecimientos, un narcótico inofensivo, una perfectamente escrita (y no menos perfectamente transmitida) lectura de entretenimiento.