Desde muy antiguo, los volcanes han cautivado la imaginación. Sus impresionantes despliegues de fuerzas telúricas han inspirado mitos, poemas, relatos, pinturas y películas. Escenarios de desgarradas pasiones, símbolos de la liberación de energías reprimidas o adversarios malignos, alcanzaron en la ficción su mayor protagonismo con el cine de catástrofe, por lo general con escaso rigor científico.
Un mural pintado en el año 6 200 a. C. en las ruinas de la urbe neolítica de Catal Hüyük (Turquía) sería la primera representación de un volcán en erupción, de acuerdo con la interpretación de algunos arqueólogos. Lo indiscutible es que las culturas del Mediterráneo oriental, una región con intensa actividad volcánica, dieron a esos fenómenos un lugar preponderante en sus mitologías, bien como puerta de los infiernos, bien como morada de los dragones, o personificado en el dios Hefaistos (Vulcano en el panteón romano). Luego, la literatura y las artes plásticas tomaron el testigo de los mitos y desde entonces el volcán ha tenido presencia constante en los mapas de la ficción.
En el imaginario los volcanes italianos ocupan una posición privilegiada, en especial el Vesubio. Tras la destrucción de Pompeya y Herculano en el año 79 de nuestra era, el poeta latino Marcial le dedicó uno de sus epigramas a la montaña napolitana. Su protagonismo se acrecentó en la Edad Moderna, en buena medida gracias a que “desde 1631 a 1944 estuvo en erupción prácticamente todo el tiempo”, refiere el volcanólogo David Pyle, comisario de la exposición Volcanes realizada el 2017 en la Biblioteca Bodleiana de Oxford.
En 1834, Edward Bulwer Lytton recuperó la catástrofe en su novela Los últimos días de Pompeya, usándola de coartada para vaticinar la decadencia de la sociedad victoriana. Más recientemente, El amante del volcán (1992) de Susan Sontag reconstruyó la vida del diplomático inglés William Hamilton, quien se ganó el título de ‘padre’ de la volcanología con sus exploraciones del Vesubio, mientras su esposa, la célebre Lady Hamilton, retozaba con el no menos famoso almirante Nelson.
La pintura de paisajes no escapó al magnetismo del Vesubio. Su atractivo se vio legitimado en el siglo XVIII por el culto a lo sublime: la perturbadora y fascinante sensación que produce la contemplación de las fuerzas terribles e inconmensurables de la naturaleza. Junto con las tormentas y los terremotos, las erupciones, con sus ríos de lava, sus tremendos rugidos y sus llamaradas infernales —tanto más impresionantes en las noches de luna llena— enseguida fueron vistas como surtidores de sublimidad.
El afán por capturar visualmente “la visión más maravillosa de la naturaleza” llevó a los pintores ingleses Joseph Wright y Joseph Turner a Nápoles, con el objetivo de contemplar al Vesubio en acción. Su compatriota William Hodges, compañero de viaje del capitán Cook, retrató el cráter del Mauna Loa de Hawai. En su estela, Andy Warhol pintaría en 1985 la serie Vesuvius erupting con “colores distintos para dar la impresión de que fueron pintados un minuto después de la erupción”, detalló el artista pop.
El Etna, el más activo de Europa, ya fue descrito en el siglo V. a. C. por el poeta griego Píndaro, y pronto se volvió un tema obligado para todos los poetas, observó el filósofo Séneca. En 1874, John Ruskin lo retrató desde la costa de Taormina (Sicilia). También, en el clásico del cine italiano, Cabiria (1914), su erupción dispara la acción ambientada en las Guerras Púnicas; y en el largometraje neorrealista Vulcano (1950), su imponente silueta domina la isla a la que regresa la prostituta interpretada por la gran Anna Magnani.
Siempre en Italia, citemos por último al Estrómboli. Localizado en las islas Eolias, aparece de improviso en el desenlace de Viaje al centro de la Tierra (1864) de Julio Verne. Después de emprender el descenso a las profundidades a través del cráter del Snæfellsjökull en Islandia, y tras un sinfín de peripecias, el profesor Lidenbrock y su sobrino salen por un conducto del Estrómboli, ¡navegando por la lava a bordo de una balsa!
El mismo volcán se convirtió en el obstáculo físico y a la vez espiritual que la protagonista actuada por Ingrid Bergman debía superar en Stromboli (1950), filme rodado en medio del romance sulfuroso de la actriz con el director Roberto Rossellini.
Kracatoa no está al este de Java
Más indirecto fue el impacto que tuvo en la creatividad literaria el Monte Tambora de Indonesia, cuya erupción en 1816 desencadenó la serie de circunstancias climáticas que favorecieron la génesis de Frankenstein (1818) de Mary Shelley.
En el mismo archipiélago se sitúa el Krakatoa, cuya formidable erupción de 1883 fue inmortalizada por Hollywood en Krakatoa al este de Java (1969), sin importarle a sus productores que Krakatoa se ubique al oeste de la isla indonesia. Y sin salir del continente asiático, tenemos el monte Fuji, popularizado mundialmente por los delicados grabados de Hokusai.
El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl atrajeron la atención de Malcolm Lowry en su novela Bajo el volcán (1947): el Día de los Muertos de 1938, el alcohólico Geoffrey Firmin muere en Cuernavaca soñando con escalar las dos moles omnipresentes en el horizonte, el símbolo de la guerra mundial a punto de estallar según algunos críticos.
Y luego están las creaciones de la imaginación. ¿Cómo olvidar los mini volcanes que El Principito de Saint-Exupéry deshollinaba a diario en su asteroide? En El señor de los anillos (1954) de J. R. Tolkien, la estrella es la Montaña de Fuego donde se forjó el anillo mágico y donde la derrota de Sauron desencadena una monstruosa explosión.
Patrick O’Brian, autor de la novela que inspiró el filme Master and Commander (2003), abre su libro The Wine-Dark Sea (1993) con una lluvia de lava.
El cine se ha prodigado en volcanes inventados con el propósito de no ver condicionadas sus tramas por consideraciones geológicas.
Una erupción cataclísmica acaba con la legendaria Atlántida en Atlántida, el continente perdido (1961). En Solo se vive dos veces (1967), James Bond viaja a la ficticia isla Matsu, en cuyo volcán extinto (en realidad, el volcán japonés Shinmoe) sus archienemigos han instalado su base. Por otra parte, el filme Vulcano (1997) coloca un volcán en plena ciudad de Los Ángeles (California); y Dante’s Peak (1997) hace lo propio en una localidad inexistente del noroeste de Estados Unidos.
Catastrofismos de moda
A partir de los años setenta, y propiciado por el avance en los efectos especiales, el cine de catástrofes le cogió el gusto a los fenómenos geológicos violentos. “Los terremotos y los volcanes son las temáticas que más ayudan a sostener el interés del espectador”, comenta en entrevista David Brusi, profesor de geología en la Universidad de Gerona.
Pero este protagonismo no es siempre de agradecer. Los especialistas no se cansan de protestar por las inexactitudes, confusiones y errores en la presentación del volcanismo. Vulcano compendia varios de los desvaríos más habituales. De entrada, “atribuye la erupción a la acumulación de materias combustibles” (bolsas de alquitrán subterráneas).
Según apunta Brusi, “con el objetivo de ofrecer un espectáculo pirotécnico, el guión confunde el riesgo sísmico real en Los Ángeles con una actividad magmática inexistente. Y cuando no confunde a la erupción con una explosión, la equipara a un gran incendio y habla de ‘apagarla’ como si pudiera ser controlada por los bomberos”.
Uno de los errores más comunes en este tipo de obras concierne a “la temperatura de los materiales volcánicos”, especifica el profesor de Gerona. “Muestran a los personajes hundiéndose en la lava como si fuesen arenas movedizas candentes; algo totalmente imposible debido a la densidad de aquella. Si alguien pisase la lava ardería al instante; sin embargo, en Vulcano un todoterreno pasa por encima de ella sin chamuscarse. Y en El señor de los anillos (2003) vemos al anillo flotar en la lava que se ha tragado a Gollum, cuando por lógica éste se quemaría y el anillo se fundiría”.
En la misma dirección apunta el periodista Luis Miguel Ariza, autor de una tesis doctoral sobre el cine de catástrofes. “La lava se traga a la gente como si fuera la criatura amorfa de La masa devoradora, una película de serie B de 1958”, puntualiza.
Hay más fallos: “Los volcanes reales siempre avisan, pero en Vulcano no ocurre así; hasta la mitad del filme nadie se para a pensar que podría tratarse de una erupción”.
Ariza señala que, últimamente, “los argumentos cinematográficos tienden a personificar a los volcanes, a considerarlos el enemigo del héroe, personajes malvados dotados de la voluntad de hacer daño”, una exageración con clara finalidad dramática, que, desde luego, no ayuda a esclarecer la naturaleza de estos fenómenos, advierte.
“Estos errores ejercen una enorme influencia sobre los jóvenes en mayor medida que los conceptos impartidos en el escaso tiempo que la escuela dedica a la geología”, asevera Brusi. “Y no sólo sobre los jóvenes”, agrega Ariza, para quien el deleite fílmico, con el dramatismo y las imágenes estremecedoras, ha contaminado la información televisiva, como se aprecia en la sensacionalista cobertura de erupción volcánica de La Palma (España).
Igual de negativa le parece la insistencia exagerada de las películas en el caos social creado por las catástrofes: “El mundo se derrumba y la gente sale a saquear televisores. Esa mala pedagogía contribuyó a que, cuando la nevada de Filomena, la población se lanzara a acaparar comida y vaciar supermercados”. Y concluye: “Tenemos los miedos inculcados por el cine en el inconsciente y se activan ante la menor excusa”.
Creciente asesoramiento científico en el cine
De todos modos, hay algunas realizaciones respetuosas con el conocimiento geológico. “La más rigurosa es Dante’s Peak, pues, sacando algunos deslices, se ve que los guionistas estuvieron asesorados por expertos”, señala Brusi.
“De hecho, en varias universidades se proyecta esta película para enseñar geología”. Tampoco es desdeñable el creciente papel de los científicos en las películas posteriores a los años ochenta. “En su elenco aparece el experto en geología o volcanología. Es habitual que informe de los fenómenos precursores que anticipan la erupción inminente a las autoridades, que, por lo general, hacen caso omiso. Cuando se desata la catástrofe, gestiona la crisis, organiza la evacuación o se enfrenta a la emergencia para minimizar sus efectos”.
A modo de recapitulación, y aunque echa en “falta un cine que enseñe a actuar en una emergencia geológica” en un análisis que Brusi escribió acerca del valor educativo del cine de catástrofes naturales, reconoce que “los ‘volcanes de película’ constituyen un filón inagotable para acercar al aula de un modo ameno y divertido algunas nociones básicas de volcanología”, eso sí, siempre acompañados de “materiales didácticos que estimulen el sentido crítico y el análisis científico en el alumnado”.
Fuente: agencia SINC.