Política del Siglo XXI: ¿de verdad hemos cambiado?, ¿de verdad avanzamos?
Nicolás Maquiavelo, en su clásica obra El Príncipe, ya explicaba que una de las principales cualidades de un político para conquistar o conservar el poder era saber “simular, fingir y engañar”. Asumiendo que toda interpretación de la realidad es un proceso de subjetivización, Napoleón Bonaparte, por su parte, ya definía la verdad como “lo que se cree de todo corazón y con toda el alma”. A un par de semanas de que en México se lleven a cabo las Elecciones 2021 —se espera que sean las más grandes de la historia por la cantidad de cargos que se renovarán—, el espectáculo que hemos visto es francamente decepcionante: mentiras, medias verdades y distorsiones en el discurso político actual, que producen escenas maniqueas y delirantes. Reproducimos estos dos artículos para sumarnos al debate. En el primero de ellos, Francisco Collado nos habla de que existe una larga tradición del pensamiento que acepta positivamente que los políticos mientan a los gobernados. Por suerte, asegura, actualmente la mentira del político puede ser penalizada por sus votantes. Lo que contrasta, por otra parte, con lo señalado por María Ángeles Molpeceres y Berta Chulvi Ferriols: lo sorprendente no es que los políticos mientan, oculten o falseen información. Lo novedoso es que dichas mentiras, aun cuando se desvelen como tales, hoy en día no parecen ser castigadas por el electorado. ¿Por qué ocurre esto?
¿Por qué no nos dicen la verdad? Un recorrido histórico por la mentira en la vida política
Francisco Collado
La mentira es una práctica que tradicionalmente la opinión pública relaciona con la profesión política. Esta postura ampliamente aceptada entre los miembros de las sociedades democráticas, con independencia de su edad o color político, se construye sobre una imagen artificial en la que habitualmente pensamos que la política en general y los dirigentes políticos en particular eran más sinceros y francos en el pasado, mientras que los candidatos políticos de las actuales democracias representativas aparecen como mentirosos compulsivos.
Esta idea ha llegado a extenderse en diversos países, especialmente conforme los nuevos partidos surgidos en la última década han hablado de la “vieja” y la “nueva política”. Sin embargo, y tras observar la evolución de esas mismas fuerzas políticas, todo es un argumento y una comparación susceptible de ser discutida.
Por tanto, este tipo de valoraciones moralistas sobre la política de tiempos anteriores frente al presente suelen estar erradas. Existe una larga tradición del pensamiento político que acepta positivamente que los políticos mientan a los gobernados. Por suerte, actualmente la mentira del político puede ser penalizada por sus votantes.
La mentira, la ocultación de información, la tergiversación y el secretismo han estado presentes en la vida pública de cualquier sociedad humana organizada en cualquier época. Desde el imperio griego y romano hasta la Edad Media europea, pasando por las primeras dinastías chinas, la ausencia de veracidad ha acompañado a las élites políticas. Para explicar más adecuadamente esto, vamos a hacer un breve recorrido a través del pensamiento político para comprender qué se ha dicho acerca de la mentira a lo largo de la Historia.
El monopolio de la verdad
La política antigua y medieval estuvo dominada por una consideración positiva de la mentira heredada de Platón. El filósofo ateniense sostiene que sólo pueden ser gobernantes aquellos seres humanos que estén inclinados por su naturaleza al desempeño intelectual. Estos candidatos a gobernantes debían adquirir el grado de filósofo-rey tras un largo proceso formativo.
Los gobernantes aptos eran aquellos que consiguieron alcanzar a comprender la idea del bien supremo. El elitismo intelectual platónico de La República establece una frontera entre los versados y los ignorantes —en mayor o menor grado— e introduce un paternalismo autoritario que dicta que aquellos que mantienen el monopolio del conocimiento de la verdad deben guiar a la masa.
En ese sentido, es recomendable que el gobernante alabe la gloria como la mayor recompensa de los guardianes de la ciudad, que se eduque a los campesinos en unos contenidos intelectualmente pobres y que se censure a aquellos artistas cuyas obran atenten contra la labor de los filósofos.
Ahora bien, la mentira es un instrumento que Platón sólo acepta que sea empleado por los políticos hacia los súbditos, pero se considera un crimen si esa manipulación procede desde los gobernados hacia sus superiores. Así, sostiene lo siguiente:
“Una mentira es útil solo como medicina para el hombre y el uso de estas mentiras debe reservarse sólo a los médicos”.
Aquí, encontramos una diferenciación entre la mentira institucional de los dirigentes y la falta a la verdad por parte del populacho, respectivamente. Es en esa mentira oficial donde se centra el interés de este texto y cuya aceptación final reside en que la manipulación oficial realizada a través de las autoridades es la única forma de hacer posible que las personas actúen conforme a la verdad.
En síntesis, los seres humanos de un orden superior están autorizados moralmente a guiar a los inferiores mediante el empleo de la mentira.
Mentir por el bien del país
Situándonos en la cultura europea occidental, Maquiavelo tiene una visión pesimista del ser humano como una criatura débil y malévola. Por eso, el autor italiano en El Príncipe recomienda la mentira, el fingimiento y las falsas promesas como un instrumento político:
“Si todos los hombres fueran buenos, este precepto sería malísimo, pero ellos como son malos y no observarán su fe con respecto a ti si se presentase la ocasión, no estás obligado a guardarles tu fidelidad”.
Siguiendo esta lógica, Maquiavelo afirma que el gobernante debe tener la astucia del zorro para hacer frente a las distintas adversidades que pueden surgir en la vida pública.
Especialmente, sostiene que cuando la masa acepta la veracidad de la mentira del poder no es necesario recurrir a la violencia ni al enfrentamiento directo entre gobernantes y gobernados. Paradójicamente a lo que pudiera parecer, el pensador italiano recomienda no engañar, ni ocultar información a los colaboradores que están más interesados en el bien del príncipe y de su gobierno.
En este último caso, mentir a los ministros de mayor lealtad supone un autoengaño para el propio príncipe. Por tanto, la lección que transmite es que en la política existe una mentira aceptable que es aquella que garantiza la perpetuación del poder del gobernante, mientras que existe una mentira que es inaceptable que es aquella que puede establecerse entre el dirigente y sus consejeros de mayor confianza.
Esta sutil diferencia establece que está aceptada la mentira institucional o la mentira oficial frente a otra mentira que puede llegar a ser dañina para el propio gobernante. Guicciardini, que fue coetáneo de Maquiavelo, establece que cualquier acción política que vaya dirigida al mantenimiento del gobierno de un país debe quedar libre de una valoración moral, dando lugar a la llamada “razón de Estado”.
Por tanto, los pensadores renacentistas defendieron que la verdad en política sólo puede ser albergada en los estrechos pasillos de las cortes y que la mentira oficial era un instrumento al servicio de la comunicación entre los políticos y la ciudadanía.
Procurar la verdad a través de las acciones de la política
El pensador Miguel Catalán, uno de los grandes expertos en esta materia, afirma brillantemente que la tradición de la “noble mentira” se sitúa en autores elitistas como Platón, Maquiavelo, Voltaire, Leo Strauss y Carl Schmitt.
Con independencia de la época y la razón, existen cientos de páginas sobre la aceptación de la mentira en la vida pública y esto no debería de sorprendernos en la actualidad. Ahora bien, debemos situar la práctica de la mentira en nuestras sociedades contemporáneas en el contexto de democracias representativas. Para explicar esto debemos fijarnos en las ideas de Manin en torno a la democracia de audiencias y de Goffman y Bourdieu sobre la dramatización de la vida pública.
Como dice Bernard Manin, vivimos en democracias de público desde la mitad del siglo XX. Estas democracias se caracterizan porque los partidos políticos son industrias o marcas que confeccionan un producto que son los candidatos políticos y que son consumidos por los votantes.
Este consumo dependerá principalmente de la comunicación política y la traducción que los políticos realizan de las diversas demandas de los ciudadanos en actuaciones y servicios públicos. Por tanto, estos candidatos deben ofrecer una propuesta de temas, intereses y demandas a satisfacer hacia el gran público. A partir de eso cada sector de la audiencia se decantará por unos u otros.
Erving Goffman sostiene que, en general, los seres humanos cuando interactúan en sociedad son metafóricamente actores que interpretan un papel y que ese papel es lo que la sociedad espera que hagamos ante determinadas situaciones según la posición que ocupamos. Interpretamos el papel de hermano, de amigo, de trabajador, de miembro de un club deportivo y un largo etcétera. En cada una de estas situaciones nos colocamos una máscara e interpretamos un guión socialmente establecido y sólo cuando nos retiramos por la noche abandonamos esas máscaras para ser nosotros mismos.
Por su parte, Pierre Bourdieu complementa esos postulados al decir que nuestra familia, nuestros amigos y el sistema de educación han sido los responsables de nuestra formación como actores en sociedad. Los políticos, pero también cualquier agente colectivo o individual, actúan porque así se les ha enseñado y a menudo exhiben un elemento de genialidad creativa que es el producto de la experiencia de su aprendizaje.
Desde esta visión, no sólo mentirían los políticos, sino que también es algo que harían frecuentemente los medios de comunicación y los propios ciudadanos al interpretar distintos papeles en la vida pública (cuando votamos, cuando discutimos sobre política, cuando leemos la prensa, etc.).
Las razones del engaño político
Por tanto, el engaño como práctica política en las democracias representativas se explica por las siguientes razones:
• Existe una justificación filosófica y moral del empleo de la mentira en la política que puede variar en su justificación, pero que es continua en todas las épocas conocidas. Estas diversas justificaciones están presentes en las mentes de los gobernantes actualmente.
• La vida pública actualmente mantiene un grado de dramatización por parte de los políticos que actúan metafóricamente como actores en diversos escenarios (instituciones, programas de televisión, actos políticos, etc.). Existe una práctica de cierto ritualismo avalado por la omnipresencia de los medios de comunicación.
• La manipulación y la convicción, en general, es una práctica aceptada y admitida en las democracias con un alto grado de desarrollo tecnológico y a través de la implantación de las nuevas tecnologías para favorecer la decisión electoral de las personas. De hecho, hay empresas especializadas en ofrecer este tipo de servicios y el propio conocimiento político, psicológico y neurológico está mostrando un interés en los últimos años por profundizar en ámbitos como la conducta humana y su respuesta ante determinados estímulos. Hablamos aquí de las distintas aportaciones que se realizan desde las neurociencias.
Ante la clásica afirmación de que los políticos siempre mienten, lo paradójico en las democracias representativas es que si el ciudadano se siente engañado por el político que ha votado al no sentir satisfechas sus demandas, puede optar por votar a otro. Esto introduce un elemento de obligación ante el candidato político que debe procurar que aquello que dijo o prometió debe corresponderse con aquello que hizo o hará.
Por lo tanto, aunque los políticos no siempre digan la verdad, deben esforzarse por cumplir las promesas contenidas en su programa electoral y garantizar cierta verosimilitud entre sus palabras y sus acciones.
El juicio sobre si lo que un político dijo es verdad o es mentira queda en manos de los electores. Si los electores consideran que mintió, se tratará de una mentira ilegítima y que, al no ser aceptada por los votantes, puede suponer el final de la vida pública de un político. Aunque los políticos pueden mentir, la ciudadanía tiene la posibilidad de castigarles electoralmente si se siente engañada o defraudada.
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Política del siglo XXI: por qué la evidencia no desviste las mentiras
María Ángeles Molpeceres / Berta Chulvi Ferriols
Noticias falsas, hechos alternativos o —por llamarlo de modo más tradicional— sencillamente mentiras: estos términos se han hecho omnipresentes en cualquier análisis del discurso político.
Paralelamente, hemos asistido en los últimos años a una auténtica explosión de servicios profesionales de verificación, esto es, servicios cuya misión es contrastar las afirmaciones de los políticos con la evidencia disponible. Sin ir más lejos, The fact checker —el servicio de verificación del Washington Post— tiene registradas, y a disposición de cualquiera, 30 573 afirmaciones falsas o engañosas de Donald Trump en su cuatro años de presidencia: un impresionante promedio de más de veinte mentiras diarias.
No obstante, Trump recibió más de 72 millones de votos en las elecciones presidenciales del pasado noviembre, diez millones de votos más que en las elecciones de 2016. ¿Qué está pasando? ¿Cómo puede ser que la práctica ordinaria de la mentira, a un nivel tan escandaloso, no penalice en absoluto el respaldo electoral de un político? ¿Es que a la ciudadanía nos gusta que los políticos nos mientan y nos engañen?
Los líderes políticos probablemente han mentido siempre para alcanzar el poder y salvaguardar sus intereses. Esas mentiras han sido a veces pequeñas, a veces medianas y a veces grandes mentiras, dependiendo de su grado de ruptura con el “tejido de la realidad”, en palabras de Hannah Arendt.
Así que, lo sorprendente no es que los políticos mientan, oculten o falseen información; lo novedoso —y, por consiguiente, lo que merece un análisis— es que dichas mentiras, aun cuando se desvelen como tales, hoy en día no parecen ser castigadas por el electorado.
En España, por ejemplo, la gestión informativa de Ángel Acebes muy probablemente le costó al Partido Popular —al que pertenece— las elecciones generales del 14 de marzo de 2004. Hace seis meses, en cambio, una estrategia similar le proporcionó a Donald Trump un rédito electoral de diez millones de votos, a pesar de lo mucho que se han generalizado y profesionalizado en estos quince años los servicios de fact-checking.
Se diría que la política del siglo XXI ha logrado crear una atmósfera donde la realidad es irrelevante y la mentira ya no provoca la indignación moral de la ciudadanía. Pero ¿cómo es posible crear esa atmósfera en que la mentira ya no importa? La psicología social nos da algunas claves para comprenderlo.
Hechos, opiniones y complejidad informativa
La psicología social clásica señaló hace ya mucho que las personas nos representamos las cuestiones que se nos plantean de dos formas principales: como juicios de hecho o como juicios de opinión.
Las primeras —juicios de hecho— son aquellas cuestiones que consideramos ‘objetivas’ y entendemos que existe un criterio empírico con el cual contrastarlas: por ejemplo, si es más extenso el territorio de España o de Suecia.
Las segundas —juicios de opinión— son cuestiones que consideramos ‘subjetivas’, y en las cuales el criterio de contraste es necesariamente consensual y dependiente de las opiniones de otras personas: por ejemplo, si es más bonita Barcelona que Estocolmo.
Es importante resaltar que la noción misma de mentira sólo tiene sentido en el primer marco mental, el de los juicios que nos representamos como ‘objetivos’: mentir es afirmar algo que se sabe contrario a la evidencia empírica, no discrepar de la opinión de una mayoría social.
El debate político continuamente maneja ambos tipos de cuestiones, y en muchas de ellas no está clara la frontera entre estas dos categorías que tan obvias parecen a nuestro sentido común.
Parecería que el cálculo del PIB de un país es una cuestión ‘objetiva’ pero hay un debate continuo sobre cómo debe calcularse esa magnitud que conduce a resultados distintos. Parecería que la mayor o menor belleza de un territorio es una cuestión subjetiva, pero las instituciones se pasan la vida valorando la calidad del patrimonio natural y cultural. Los líderes políticos son conscientes de esa ambigüedad e indefinición en la naturaleza de las cuestiones a debate, la ciudadanía con frecuencia no repara en ella.
Además, la información que se maneja en nuestras sociedades postindustriales complejas desborda con mucho las capacidades de verificación de cada individuo: aun cuando el cálculo del PIB o de la tasa de desempleo fuesen cuestiones enteramente empíricas y ‘objetivas’, no sabríamos cómo calcularlos.
Eso hace que, en última instancia, incluso para verificar las cuestiones ‘de hecho’ dependamos de la opinión de otras personas: los expertos, aquellos que tienen acceso al criterio y a la información necesaria para verificar las afirmaciones que se hacen.
La ruta central y la ruta periférica
La complejidad informativa tiene, además, otra consecuencia crucial, y es que las personas no sólo carecemos de la capacidad, también de la motivación suficiente para evaluar cuidadosamente todo aquello que escuchamos: a menudo pensar tanto no nos compensa, y recurrimos a un procesamiento basado en reglas simples de decisión, lo que en cognición social se conoce como procesamiento heurístico.
Esas reglas de decisión son diferentes dependiendo de cómo nos representemos la cuestión. Si se trata de una cuestión ‘objetiva’, pensaremos que tiene más probabilidades de ser correcto lo que coincide con los datos, y entonces el contraste con la evidencia que nos proporcionan todas esas herramientas de verificación puede ser un criterio válido. Si se trata de una cuestión ‘subjetiva’, pensaremos que tiene más probabilidades de ser correcto lo que opina la mayoría de las personas afines a mí, y entonces el criterio válido será qué afirma mi propio grupo.
La representación de la escena política
El marco arriba esbozado nos permite entender un poco mejor lo que está pasando en la política actual. Si nos representáramos la política como el arte de dar respuestas congruentes con la realidad empírica, la verdad y el conocimiento experto serían criterios cruciales de decisión. Pero la escena política, en las últimas décadas, se ha convertido en un espectáculo que se parece mucho a una liga deportiva en la que compiten distintos equipos y muy poco a un debate sobre cuál es la mejor respuesta a los problemas de la ciudadanía.
En este marco, el criterio del contraste con los datos no es relevante, y el criterio de validación que funciona es qué afirma mi propio grupo. De ahí que observemos con sorpresa el poco efecto que tiene la evidencia para persuadir al electorado.
La paradoja es que quienes ocupan la arena política —partidos y medios de comunicación— siguen organizando su discurso como si la batalla se estuviera jugando en el terreno de las cuestiones empíricas: acusan de mentir a sus oponentes y presentan sus afirmaciones como ‘la verdad’. Es mera retórica. En el fondo, saben bien que el electorado hace tiempo que funciona en otro marco: el de la competición entre identidades y grupos sociales, donde el criterio de verdad no es la verificación empírica, sino quién dice qué.
Francisco Collado. Doctor en Ciencias Políticas, Máster en Política y Democracia, Licenciado en Ciencias Políticas y Licenciado en Periodismo.Actualmente, Profesor de Ciencia Política, Universidad de Málaga.
María Ángeles Molpeceres. Profesora de Psicología Social, Universitat de València.
Berta Chulvi Ferriols. Profesora Asociada Departamento Psicología Social y de las organizaciones, Universitat de València.
Fuente: The Conversation.