Me hubiera gustado ser un tlacuilo de códices prehispánicos: Vicente Rojo
Vicente Rojo nació en Barcelona, España, en 1932. Tenía cuatro años cuando Franco ejecutó el golpe militar contra la República, que derivó en una cruenta Guerra Civil. Apenas había cumplido siete años cuando el dictador inició su tiranía, el 1 de abril del 39. Diez años más tarde, en 1949, Rojo llegó a nuestro país y, desde entonces, como solía decir, vivió fascinado con México: “Aquí, la vida se me iluminó”, escribió en alguna ocasión. Cofundador del diario La Jornada (cuyo logotipo fue diseñado por él) y de la editorial Era, miembro de El Colegio Nacional, Vicente Rojo falleció el pasado 17 de marzo, en la Ciudad de México, un par de días después de cumplir 89 años. Con el siguiente texto, recuento de algunas conversaciones, Salida de Emergencia rememora a este entrañable artista.
Más que la certeza, a Vicente Rojo le gustaba cultivar la duda. Algo que aprendió muy bien en sus tantos años como pintor, escultor, diseñador y tipógrafo. “Tengo mucha habilidad en desarrollar mis dudas”, me dijo en una ocasión. Este talento, contrario a lo que pudiera pensarse en un mundo que idolatra las certezas, le resultó muy útil. Porque si en algún momento hubiera perdido esa capacidad de dudar, seguro se habría alejado del arte. La incertidumbre se volvió, para él, un método de trabajo.
Pero en sus primeros años como artista, este dudar incesante no fue así de grato como suena. Para ningún artista joven lo es. En aquel tiempo, fue un sentirse a la deriva, un navegar sin rumbo, un pensar que las cosas no le salían, que no lograba lo que quería.
—Yo comencé de una manera irregular —me contó hace varios años Vicente Rojo en el amplio, profundo y bien iluminado estudio-cubo de 10 por 10 metros que diseñó, junto con el arquitecto Felipe Leal, en su casa de Coyoacán—. Probé muchas cosas, toqué diferentes elementos. A veces funcionaban, a veces no. Partía de cosas que creía que debía hacer, y, a la semana siguiente, me daba cuenta de que no era así.
Pero en determinado momento, este ir y venir, este quitar y poner, se convirtió en un sistema de trabajo que perduró hasta las últimas obras que hizo: montó más de cien exposiciones en museos de América y Europa. Es bien sabido, no obstante, que Rojo no se sentía cómodo con el bullicio que trae consigo el reconocimiento. En su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, Vicente Rojo expresó: “Más que tratar de ser un pintor o un escultor o diseñador gráfico de nuestros días, lo que de verdad me hubiera gustado es haber sido un anónimo iluminador de manuscritos románicos, aislado en alguna remota montaña europea, o un tlacuilo, dibujante y escritor (que eran entonces lo mismo) de códices prehispánicos, oculto en la selva o en los llanos de lo que más tarde se llamaría México”.
No fueron pocas las veces que expresó que él era un artista que trabaja a la antigüita. Disfrutaba mucho usando materiales muy sencillos como papel, cartón, arena, barro y polvo de mármol extendidos de forma discreta, tenue, indefinida sobre el lienzo, para que quedaran perdidos en el cuadro. Como escultor, le fascinaba el entrecruzamiento de figuras geométricas. La vanguardia le asustaba, quería ir hacia atrás en el arte. Cada guiño hacia el pasado lo consideraba una evolución extraordinaria. Quería volver a esa época en que los artistas trabajaban aislados, solitarios, tenían gran capacidad de síntesis y expresaban la simplicidad de las formas. Esa época en que se valoraba lo concreto, lo preciso. Por eso, a veces, tenía la impresión de que todo lo que quería lograr, ya estaba hecho.
Formas precisas
Triángulos, rectángulos, cuadrados, círculos, líneas, conos, cilindros, esferas. La geometría fue la base de su trabajo. Porque consideraba que no existen formas más precisas, exactas y emocionantes que esas. Sin ellas, decía, nuestra vida no existiría tal como la conocemos: no habría edificios, casas, coches. Son figuras básicas pero muy ricas. De entre todas, la esfera era la que más le gustaba. La consideraba el logro máximo del arte visual, su expresión límite: un reflejo de la tierra en que vivimos. La síntesis.
Ese gusto por las figuras geométricas, decía, lo adquirió en la infancia, pues la pasó recortando, pegando papeles, coloreando. Ya como artista, sólo dejaba las tijeras a un lado cuando era menester emplear una navaja Gillette para cortar (o un cutter). Y tarde o temprano volvía a las inquietudes de su niñez, en especial a ese gusto por jugar con el papel, con los dobleces, con los cortes. O, más bien, a ese gusto por no dejar nunca de jugar. “El juego siempre lleva una carga de humor”, decía.
En su nombre, Vicente llevaba un color: el rojo. Pero no era precisamente el que más le gustaba. Tampoco, claro, el que más odiaba. Eso sí, prácticamente no utilizaba el verde y el amarillo. Lo más que se acercaba a estos colores era cuando empleaba el ocre (“un amarillo quemado”) o un verde frío (“que se acercaba más al azul”).
Fuera de eso, los colores, por sí mismos, no le representaban un valor específico, sino que ese valor lo iban adquiriendo cuando juntaba unos con otros en la obra. Un mismo azul, por ejemplo, se le volvía distinto junto a un rojo que junto a un café. Y disfrutaba mucho ese juego de cercanías. En sus obras buscaba que los colores y las figuras conversaran, que reaccionaran, para que fueran cambiando sus puntos de vista, sus opiniones. Colores y figuras con vida. Más que la búsqueda de un resultado, el gozo del proceso: el tiempo que transcurría entre aquello que imaginó y el momento en que aparecía la obra terminada.
Dos soledades distintas
El trabajo del escultor y el del pintor fueron para Vicente Rojo dos soledades distintas a las que se debía de enfrentar. Muchas veces él mismo se preguntó qué diferencia existe entre escultura y pintura. Al final, pensaba que todo es un asunto de luces y sombras que se desarrollan en un solo plano, en el caso de la pintura, o luces y sombras que dan una obra que tiene volumen, en el caso de la escultura. Es decir, el problema de inicio es el mismo, pero la manera de desarrollarlo y resolverlo es diferente.
Como diseñador gráfico y tipógrafo, Vicente Rojo fue reconocido por los trabajos que elaboró para el Fondo de Cultura Económica y la editorial Era. Quizás una de las portadas diseñadas por él que más se recuerda, fue la que elaboró para el libro Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, quien, por cierto, no dudaba en afirmar que había escrito casi todos sus libros nada más para que Vicente Rojo hiciera las portadas.
Gracias al diseño gráfico, pudo conciliar, hacia sus adentros, la inutilidad que, según creía, tenía su pintura y su escultura. Porque, para él, el diseño siempre llevaba una función y estaba obligado a comprobar una eficacia. En cambio, la pintura y la escultura no. Cosa que le daba mucha tranquilidad porque si bien le pareció siempre una irresponsabilidad trabajar en algo que no sirve para nada, contó por muchos años con el diseño gráfico para sentir que hacía algo con una utilidad cultural, social e, incluso, política.
—En la pintura o la escultura no tengo límites ni propósitos —decía—. Pero si hago la portada de un libro, la hago con la intención de que ese libro se lea. Si hago un cartel para una película, no espero sólo que sea bonito sino que cumpla la función de acercar a un espectador a una obra.
El arte y la vida
Ya sea que se tratara de pintura o de escultura, de diseño o de tipografía, de fotografía inclusive; Vicente Rojo asumía todo como un juego entre luces y sombras, como una contradicción entre la luz y la oscuridad. Si no hay contradicción, pensaba, no hay obra de arte, no hay tema, no hay desarrollo. Luces y sombras dentro de las cuales podía barajar los colores: claros, oscuros, intermedios. La obra de arte como un sitio para la contradicción, las barbaridades y los conflictos entre los elementos que la integran.
—En el arte no hay nada que fluya con comodidad, con ligereza —decía—. Siempre tiene que haber algo que produzca un conflicto, ya sea un dolor, una preocupación, una inquietud en el espectador. El conflicto rodea al arte, pero también a la vida misma.
Justo como ahora: Vicente Rojo ha partido, pero la oscuridad que deja su ausencia nos revela, una vez más, la luz de su obra.