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«Frankenstein»: o la monumentalidad de la vanidad

Noviembre, 2025

En El Paraíso perdido, de John Milton, un desesperado Adán le increpa a Dios: ¿te pedí que me hicieras?, le reclama la creación a su creador. Nunca pedí estar aquí, y ahora me condenas a esta vida de dolor. Algo más o menos similar pasa con la nueva versión de Frankenstein, la reciente criatura del cineasta mexicano Guillermo del Toro, nos dice Alberto Lima en esta entrega de ‘La Mirada Invisible’. “Proveniente de los más recónditos tejidos vanidosos de su director”, la película termina siendo “un mero divertimento comercial para pasar una bonita tarde”.

Frankenstein, película de Guillermo del Toro,
coproducción México-Estados Unidos;
con Oscar Isaac, Jacob Elordi, Mia Goth, Lars Mikkelsen,
Christoph Waltz, Charles Dance. (2025, 149 min).

Porque sí. Ése pareciera ser el razonamiento con el que el cineasta mexicano Guillermo del Toro (Guadalajara, 1964) pretendiera justificar, intrínsecamente, el hecho de filmar una nueva versión del monstruo Frankenstein y, con ella, sumarse a la boga actual de otros cinerrealizadores que, desde finales del año pasado y éste, han hecho lo propio con Nosferatu (Eggers, 2024) y Drácula (Besson, 2025). Sin embargo, pese a las buenas intenciones, la duda persiste al preguntarnos si a estas alturas filmar algo así responde a una intención expresiva legítima o sólo a un mero arrebato de vanidad.

Porque sí: en el remoto Polo Norte, año 1857, el capitán Anderson (Lars Mikkelsen) y la tripulación del barco danés Horizonte encuentran al doctor Víctor Frankenstein (Oscar Isaac) malherido, mientras su embarcación permanece encallada en el hielo. Tras sufrir la tripulación los embates de una criatura monstruosa (Jacob Elordi), al parecer indestructible, quien reclama le entreguen al doctor, y luego de hundir al monstruo en las gélidas aguas gracias a los disparos certeros de un trabuco, el doliente cirujano contará al capitán la historia de cómo devino su interés por la medicina impuesto por su severo padre, el también médico Leopold Frankenstein (Charles Dance), el estudio cuasi obsesivo de la muerte, incitado a raíz de la pérdida de su amada madre Claire (Mia Goth) durante el parto de su hermano William (Felix Kammerer), la relación establecida años después con el ricachón Harlander (Christoph Waltz), aficionado a la fotografía y futuro tío político de su hermano William, y quien logrará convencer al doctor Frankenstein de realizar el experimento de revivir un cuerpo humano compuesto por distintos miembros de cadáveres, facilitándole entonces la construcción y puesta en marcha de un complejo, cuantioso y moderno laboratorio —cuya obra estuvo a cargo su hermano William—, su intento fallido de enamorar a la sensible y culta futura cuñada Elizabeth (de nuevo Mia Goth), y finalmente la ejecución del anhelado experimento durante una tormenta donde dará vida a la Criatura, la que llena de resentimiento irrumpirá de pronto en el camarote del capitán y rendirá también testimonio de su desdichada vida desde que fue creado.

Fotogramas de Frankenstein, película del cineasta mexicano Guillermo del Toro. / Netflix.

Porque sí: el doceavo largometraje del cineasta jalisciense Guillermo del Toro, basado en la inmortal novela gótica Frankenstein, o el moderno Prometeo, de la escritora inglesa Mary Shelley, y estructurado en dos partes desiguales: la primera y más completa “La historia de Víctor” y la segunda, flojísima, “La historia de la Criatura”, es una grandilocuente y excedida creatura fílmica caprichosa que no espanta a nadie, proveniente de los más recónditos tejidos vanidosos de su director, obcecado al creer que actualizar el mito del hombre que intenta ser Dios y desafía a éste intentando crear vida se puede tratar como si fuera historieta dominical, y que no tiene mayor reparo en enviar toda la caballería encabezada por una impecable y fastuosa fotografía del danés Dan Laustsen, que rivaliza en calidad y espectacularidad con el diseño de producción de Tamara Deverell y la música exquisita de Alexandre Desplat, pero que debido al huero dramático del filme, éste resulta incapaz de aspirar a la gravedad expresionista del primer Frankenstein (Whale, 1931), o competir siquiera con el drama rotundo y más humano del otro Frankenstein (Branagh, 1994), para acabar como un mero divertimento comercial para pasar una bonita tarde de fin de semana de dos horas y media en Netflix.

Porque sí, entonces, tenemos un concierto de gratuidades, empezando por esa necedad y compulsión de Del Toro al estar moviendo y moviendo y moviendo y moviendo la cámara en cada plano, en cada escena, en cada secuencia para provocar así una edición turbia de Evan Schiff, incapaz de dar realce dramático a los personajes porque de inmediato aparece el machetazo implacable de Del Toro, llevándose también entre las espuelas a la fotografía de Laustsen porque no da oportunidad ni al goce ni a la apreciación de la misma. Y otras gratuidades como el intento fallido de seducción de un antipático Víctor Frankenstein que, nada más porque sí, trata de bajarle la novia al hermano sin motivos o rivalidades familiares, profesionales o viriles planteados previamente; o porque El amor llegó a Jalisco (Salvador, 1963), aquí también llegó porque sí entre Elizabeth y la Criatura, nomás por las barbas de Del Toro; o la pistolita aparecida de pronto con la que el doctor Frankenstein intenta matar sin éxito a su nefasta creación durante la noche de la boda entre William y Elizabeth.

Porque sí, a falta  de sustancia dramática, y en el ánimo presuntuoso de filmar la mejor y definitiva versión de Frankenstein, Del Toro pretende que gracias a la monumentalidad formal y estética logrará convencerse, y convencernos, de que “después de él, el diluvio”, logrando así una película en lo visual y lo sonoro hermosa, pero hueca en lo dramático, porque como bien dice el refrán acerca de que “donde Dios no puso, no puede haber”, tomemos el ejemplo de la poética de la cinta de 1931, con la secuencia del juego entre la niña y el monstruo, las flores y el lago, las cuales resultan aspiraciones imposibles e impensables en el cine de Del Toro, porque no nada más la poesía resulta terreno inhóspito para él, sino además sus limitaciones creativas radican en que él entiende el cine como su juguetería personal, donde se divierte jugando a los carritos, a los monstruitos de plástico, a la pierna mutilada o a la casa de los sustos pero fresa. Como un eterno adolescente. Por ello sólo resta conformarnos con imágenes como el barco danés finalmente liberado por la Criatura, y reanudar así su navegación para pergeñar el aplauso complaciente.

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