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Crónica de mi viaje a La Habana

Noviembre, 2025

Cantaban Los Zafiros en los años sesenta: “Habana,/ hermosa Habana,/ lindo es tu prado,/ lindas son tus calles,/ bello es tu mar”… A manera de diario personal, Eugenia Montalván Colón en esta primera entrega nos habla de la siempre hermosa Cuba, esa misma que los Guaracheros de Oriente describían: qué lindos lucen tus campos, qué lindas son tus montañas y tu guajira preciada. Aunque hoy, en pleno 2025 como nos recuerda aquí Eugenia, suena ya diferente…

1

En el Centenario de Celia Cruz

Vuelo procedente de Ciudad de México aterriza en La Habana a las 16 horas con 10 minutos. Los pasajeros se disponen a cruzar Migración. Eugenia conoce el camino y avanza directo hacia el pequeño escritorio donde —lo sabe— la pretenderán hacer pasar por cubana con trato despreciable e intimidatorio.

Pero Eugenia se resiste al maltrato y muestra el águila acuñada en oro sobre su documento de identidad.

La inspectora pone cara de negación. Rechaza lo que sus ojos miran.

Eugenia evade las turbias intenciones de la agente, mujer madura con los ojos delineados en azul brillante capaz de desdoblarse instantáneamente para resplandecer suplicante.

—¿Trajiste dulcesitos, mexicana?

Día tras día se viste y maquilla para pedir caridad.

¿Dulces?

El código QR comprueba el pago de la VISA y activa la indicación hacia la ventanilla 12.

Alarma ante el recibimiento inesperado.

¡La sala se oscurece!

Carestía cegadora.

Huyen de Cuba quienes echan de menos la alegría, la dulzura y la luz…

¡Azúuuuucar!

Cuba. / Fotos: Eugenia Montalván.

2

Cuba importa

Últimamente en Mérida, donde vivo, a cada rato se va la luz, pero no tan seguido como en La Habana; aquí los cortes son constantes y prolongados; obviamente inaceptables e inesperados en cualquier parte…

Estoy hospedada en El Vedado, llegué el 3 de octubre, hace una semana. Fui advertida de los apagones por el periódico El País y los rumores de mis amigos; sabía lo que me esperaba, pero no previne aterrizar y ser recibida en pleno apagón.

La inmensa sala de Migración se oscureció minutos después de que pasé el primer filtro, aquel donde una mano se extendió frente a mí para que yo depositara, dócil y discretamente, no el pasaporte sino un puñado de dulces o golosinas antes de poner un pie en la isla.

¿Con los turistas compensan la falta de azúcar?

¿Qué fue de la máxima potencia cañera?

Cerraron los ingenios.

¡Llegó la sequía!

Se fue la luz. Imperó el desabasto.

Fin de la zafra.

Sin gritos.

Sin chiflidos.

Tanto el personal militar que opera el tránsito de los pasajeros como los propios viajeros —nacionales y extranjeros— guardamos silencio.

Oscuro total, como en un un cine.

Imperturbables, de este lado, seguimos parados haciendo fila…

Ellos, del otro lado, en sus asientos, militando en la penumbra…

Pantallas negras, apagadas, desconectadas de la Seguridad, del tiempo real y un más allá patético e indiferente…

Contra todo pronóstico, el Ministerio del Exterior bajó la guardia en actitud despreocupada…

¡Ya es normal!

Volvió la luz.

Las cámaras se activan y capturan —sin hacer ruido— la perplejidad de nuestros ojos.

Ojos desconfigurados por la añoranza…

¡Añoranza de luz!

Siguiente filtro, también eléctrico: rayos láser tras los que el viajero avanza con disciplina, por turnos, sin zapatos…

¡Escándalo en la sala de llegadas!

¡Escándalo en el estacionamiento!

Allá sí se armó el griterío, me dijeron.

¡Hasta los relojes se alteraron!

El WhatsApp devino en pánico.

Maletas, mercancías y mascotas circularon por la banda con ansias, verdaderas ansias de salir…

De respirar, por fin, la calle…

¡El olor a calle!

Cuba importa.

Importa impaciencia…

—Gramo a gramo—

toneladas de azúcar refinada.

3

Polaquito

Ernesto, “Polaquito” de cariño (a sus espaldas), llegó puntualísimo al estacionamiento del aeropuerto. Lo conocí un día que me atreví a pedir botella… hace años.

¿Así se dice? Sí, es como pedir raid al primer auto que pase en la calle, cosa común en Cuba. Cuestión de fe, el mundo idílico donde los que tienen auto se solidarizan con los de a pie.

Te plantas con aplomo en la banqueta y le haces la parada al primero que pase. Es una práctica común, o era, mejor dicho. Ya no se usa tanto. Aquel día bajaba por Avenida Paseo desde la Biblioteca Nacional José Martí hacia el Vedado.

Es un camino largo, más de media hora a buen ritmo… Lo camino por placer, de ida y vuelta, pero esa vez mis pasos se hundían en el vacío del sacrificio…

Tenía hambre.

Y pensaba en la botella… ¿Atreverme?

Activo mi fuerza de voluntad. Respiro profundo, pero tengo cara de hambre.

Se dan cuenta de que no soy cubana. Los automovilistas no se detienen.

Hasta que…

Ernesto se apiada de mí y para.

Sonrió.

—23 con 18 —le dije.

Es la dirección de mi casa temporal. Dijo que sí.

La suerte cambia la vida, título de un libro del poeta Javier España.

Empezamos a platicar luego luego.

—Soy mexicana, eh. No vayas a pensar que soy cubana (ja ja ja ja).

—Sí, chica, sí, no pasa nada.

Inmediatamente le dije a Ernesto que moría de hambre y que en mi casa no tenía refrigerador ni estufa; bueno, sí tenía electrodomésticos, pero del siglo pasado e impregnados del gas que se escapaba de la hornilla.

Rápidamente sugirió dos o tres lugares donde saciar mis ganas de comer.

—Pero, y luego, ¿cómo me voy a mi casa?

Veloz, estacionó frente a un lugar donde compré comida para llevar, ¡y listo!

Polaquito es el nombre del auto Fiat hecho en Polonia en los años setenta que manejaba. El modelo llegó a Cuba en aquellos años de amistad con el bloque soviético.

Ernesto, el Polaquito y yo nos hicimos amigos en la primera y única botella.

Desde entonces, es mi primer y único gran aliado en lo que a transporte se refiere.

Ese día acordamos que estaría ahí, afuera, esperándome siempre…

Ahora que llegué a La Habana, el 3 de octubre de 2025, cinco años después, Polaquito se hizo presente.

—Mira, ya estoy aquí afuera de la puerta 10, por donde tú vas a salir.

¡Qué gran mensaje (de voz)! ¡Esto sí es un recibimiento!

Bendito seas WhatsApp.

Los minutos incontables consumen su batería…

—Mira, el teléfono se me está quedando sin carga, pero estoy aquí afuera con un pulóver blanco y un pantalón azul.

¡Dios mío, la banda del equipaje sigue paralizada!

Polaquito es un modelo de auto compacto, diminuto comparado con los almendrones, vehículo por excelencia hasta el día de hoy para el transporte urbano —sustituto de taxis, autobuses y ubers—, modelo Chevrolet, de gran capacidad…

Por restricciones arancelarias —del Tercer Mundo— el Polaquito no llegó jamás a México… Ahí lo hubiéramos llamado “sacapuntas”.

El Polaquito de Ernesto era color verde, verde botella, metáfora rodante.

Sucumbió en el Covid-19.

Se extinguió convertido en fierro viejo.

Otoño 2025. Salgo del aeropuerto José Martí cinco años después, anhelante…

Saludo de amigos, como si nos hubiéramos visto ayer.

Polaquito lleva el brazo derecho vendado a la altura del codo, pero se ocupa de mi equipaje hasta que juntos llegamos al auto nuevo.

—¡Extraño al Polaquito! —me atreví a decir, casi gritar.

—¿Extrañas al Polaquito? —susurra Ernesto con incredulidad.

Una gran pantalla digital filtra música lenta.

Y lenta es la velocidad en la que reconozco las avenidas infestadas de silencio.

Con suavidad, el Kia color plata, cuatro puertas y cristales polarizados deja ver las calles semivacías que dejamos atrás en la cámara integrada al retrovisor.

¡Del cielo a la tierra!

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