Septiembre, 2025
Era admirado y odiado a partes iguales. Y con justa razón. Polémico periodista. Guionista cinematográfico de gran talento. Narrador originalísimo. Brillante y mordaz ensayista. Y, sobre todo, Gore Vidal fue un personaje público provocador y contradictorio. También, uno de los más férreos críticos con el imperialismo estadounidense, país que lo vio llegar al mundo hace 100 años. Nacido en Nueva York en octubre de 1925, Eugene Luther Gore Vidal se convirtió en un punto de referencia obligado para entender la evolución y las expectativas de futuro del país más poderoso del mundo (y uno de los más intervencionistas). Identificado como progresista y hombre de izquierda —además de bisexual, algo que le acarreó serios problemas—, como pocos Vidal diseccionó la realidad norteamericana y nunca temió poner el dedo en la llaga. De su pluma y de su boca salieron frases lapidarias que no han envejecido —fue el Oscar Wilde de nuestros días, como le definió Christopher Hitchens—: “Somos los Estados Unidos de la Amnesia”; “El Partido Republicano no es un partido, es un estado de ánimo, como la Juventud Hitleriana, basada en el odio”; “Ser perfecto para televisión es todo lo que un presidente tiene que ser estos días”. Y la que lo retrataba: “Nunca pierdo ninguna oportunidad de tener relaciones sexuales o aparecer en televisión”. Prolífico escritor, fue autor de una veintena de novelas, media decena de obras de teatro, un nutrido número de ensayos y libros de no ficción (sobre política, historia y temas literarios), así como una veintena de guiones de cine y televisión. En su centenario natal, Víctor Roura aquí lo recuerda.
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Decía el novelista Gore Vidal que Spiro Agnew (1918-1996), vicepresidente en el periodo administrativo de Richard Nixon (1913-1994) y del que muchos creen que aceptó sobornos, dijo en un rapto de inspiración:
—A pesar de todos sus defectos, Estados Unidos sigue siendo la nación más grande del país…
Incluso hoy, “después del robo perpetrado por el Tribunal Supremo en las elecciones del presidente número 43, la sombra de Spiro debe de alzarse entre las de sus colegas”.
Vidal se refería, por supuesto, a la farsa comicial que dio el triunfo en 2004 a George W. Bush: “La política en Estados Unidos es, en esencia, un asunto de familia, como la de casi todas las oligarquías. Cuando al padre de la Constitución, James Madison, le preguntaron cómo demonios era posible que el Congreso funcionara cuando un país de cien millones de habitantes contaba sólo con medio millar de representantes, Madison invocó la norma que impone la ley de hierro de las oligarquías: unas pocas personas dirigen siempre el albergue; y lo conservan, si pueden, dentro de la familia”.
A la postre, añadía Vidal en su volumen de ensayos Soñando la guerra (Anagrama, 2003), como los libros de Noam Chomsky (1928) y de Michael Moore (1954), enfureció a la conservadora estirpe intelectual norteamericana, desacostumbrada a las expresiones disidentes en la cultura, “aquellos fundadores a los que nos gusta evocar temían y aborrecían tanto la democracia que inventaron la Junta Electoral para acallar la voz del pueblo, de un modo muy similar a como el Tribunal Supremo estranguló la de los ciudadanos de Florida el 12 de diciembre. No íbamos a ser ni una democracia, sometida a la tiranía mayoritaria, ni una dictadura, sujeta a los caprichos de un césar”.
Después del 11 de septiembre de 2001, las cosas cambiaron para Estados Unidos (al grado de que en 2008 asumiera la presidencia el primer negro en su historia, algo inimaginable en aquellas fiestas electoreras que dieron el triunfo al boquiflojo y guerrero Bush hijo).
Por lo menos, la crítica no estaba adormecida, aunque fuera mínima, como lo señalaba Vidal.
Sin embargo, y pese a los movimientos cada vez más visibles de los “descontentos” —o de los “ocupantes” de Wall Street— con la política imperial, Gore Vidal reconocía que tanto él como otros duros impugnadores del sistema pertenecían “a una minoría que es una de las más pequeñas del país y que cada día se hace aún más pequeña”, como se demostró, efectivamente, al final de la segunda década del siglo XXI cuando en las urnas los norteamericanos eligieron a un belicoso Donald Trump reeligiéndolo cuatro años después a pesar de ser señalado un agresor persistente de las leyes estadounidenses.

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El novelista neoyorquino Gore Vidal —cuyo centenario natal se conmemora este 3 de octubre, tras haber vivido 86 años de edad— recordaba que en 1946, al término de la Segunda Guerra Mundial, al retirarse del ejército, pensó: “Bueno, se acabó. Hemos ganado. Y los que vengan detrás de nosotros nunca tendrán que hacer esto”.
Luego, no obstante, “llegaron las dos guerras demenciales de vanidad imperial: Corea y Vietnam. Fueron amargas para nosotros, y no digamos para los supuestos enemigos. A continuación nos alistamos en una guerra perpetua contra lo que parecía ser el club del enemigo del mes. Esta guerra, por una parte, produjo grandes ingresos que iban a parar a la industria militar y la policía secreta, y por otra nos sacaba dinero a los contribuyentes, con nuestras nimias preocupaciones por la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Durante la guerra de Vietnam, George W. Bush (1946) se refugió en la Air National Guard de Texas. Dick Cheney (1941, entonces vicepresidente de Estados Unidos), cuando le preguntaron por qué había huido del servicio militar en Vietnam, dijo:
—Tenía otras prioridades…
“Bien —enfatizaba Gore Vidal, fallecido el 31 de julio de 2012—, otros 12 millones de personas también las teníamos hace 60 años. Prioridades que 290 mil no pudieron cumplir”.
Decía Vidal que fue Benjamin Franklin (1706-1790), nada menos, “quien por el año 1787 vio nuestro futuro con mayor claridad, cuando, siendo delegado de la convención constitucional de Filadelfia, leyó por primera vez el proyecto de Constitución. Estaba viejo, moribundo; su estado no le permitía leer, pero redactó un texto para que un amigo lo leyera. Es una declaración tan oscura que la mayoría de los libros de historia omite sus palabras clave”.
Franklin apremiaba a la convención a aceptar la Constitución, a pesar “de los que él consideraba sus grandes defectos, porque, según él, podría facilitar un buen gobierno a corto plazo”.
—No hay más forma de gobierno que la que, bien administrada —decía Franklin—, puede ser una bendición para el pueblo, y creo además que será bien administrada durante una serie de años, y sólo podrá acabar en despotismo, como ha sucedido con otros sistemas, cuando el pueblo se haya corrompido tanto que necesite un gobierno despótico, por ser incapaz de cualquier otro.
La profecía de Franklin, según Gore Vidal, “se cumplió en diciembre de 2000, cuando el Tribunal Supremo pasó como una apisonadora por encima de la Constitución para elegir como presidente al perdedor de las elecciones de aquel año”: George W. Bush, con quien “el despotismo está ahora bien asentado en su silla. La antigua República es una sombra de sí misma, y contemplamos el resplandor chillón de un imperio nuclear mundial, con un gobierno que considera su auténtico enemigo a ‘nosotros, el pueblo’, despojados de nuestra libertad de voto. El objetivo de los déspotas suele ser la guerra, y vamos a presenciar una escalada bélica, a no ser que (con la ayuda de los bienintencionados de la nueva vieja Europa y con nuestra propia ayuda, cuando por fin hayamos despertado) convenzamos a esta singular administración de que están actuando inicuamente por su cuenta y en contra de toda nuestra historia”.
(El 20 de marzo de 2003 Estados Unidos, recuérdese, invadió Irak.)

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En su libro Soñando la guerra, Vidal incluyó una breve entrevista que Marc Cooper (1967) le hiciera un poco después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, mismos que fueron tratados por el novelista en un polémico libro, intitulado Guerra perpetua para paz perpetua: cómo llegaron a odiarnos tanto, donde, entre otras valerosas afirmaciones, Vidal apuntaba que la inevitable “reacción” era nada menos que la obra sanguinaria de Osama Bin Laden (1957-2011) y Timothy McVeigh (1968-2001): “Los dos estaban furiosos por las agresiones temerarias de nuestro gobierno contra otras sociedades” y fueron, “por consiguiente, incitados a responder con pavorosa violencia”. De ahí que Cooper se sintiera obligado a preguntar a Vidal si los tres mil civiles muertos aquel trágico 11 de septiembre de 2001 habían, así, merecido “su suerte”.
—No creo que nosotros, el pueblo norteamericano, mereciésemos lo que ocurrió —respondió Gore Vidal—, pero tampoco merecemos los gobiernos que hemos tenido a lo largo de los últimos cuarenta años. Nuestro gobierno ha propiciado estos sucesos mediante sus acciones en todo el mundo. En mi último libro [el ya referido sobre cómo el mundo ha llegado a odiar tanto a los estadounidenses] hay una lista que da al lector una idea de lo ocupados que hemos estado. Por desgracia, sólo recibimos desinformación de The New York Times y de otras fuentes oficiales. Los norteamericanos no tienen idea de la magnitud de las fechorías de nuestro gobierno. Desde 1947-1948 hemos realizado más de 250 ataques militares, sin mediar provocación, contra otros países. Son acciones de envergadura en todas partes, desde Panamá a Irán. Y la lista ni siquiera es completa. No incluye países como Chile, porque fue una operación de la CIA. Yo sólo ennumeraba los ataques militares.
Por eso, como decía Spiro Agnew, Estados Unidos, en efecto, sigue siendo, ja, la nación más grande de su país…
Aseguraba Gore Vidal que dos días antes del 11 de septiembre de 2001 presentaron a Bush una directiva presidencial de Seguridad Nacional “en la que se esbozaba una campaña global de acción militar y de espionaje contra Al Qaeda, reforzada por una amenaza de guerra”. Según el noticiario de la NBC, “estaba previsto que el presidente Bush firmase unos planes detallados de una guerra mundial contra Al Qaeda… pero no tuvo ocasión de hacerlo antes de los ataques terroristas”.
La directiva, tal como la describe la NBC, “era en esencia el mismo plan bélico puesto en marcha después del 11 de septiembre”. La misma cadena televisiva agregaba que “es muy probable que el gobierno respondiese con tanta rapidez porque no tenía más que echar mano de los planes ya listos”. Por último, según Gore Vidal, el 18 de septiembre de 2001 la BBC informaba: “Niaz Ahmed Naik [1926-2009], antiguo ministro de Exteriores de Pakistán, fue informado a mediados de julio por altos funcionarios norteamericanos de que la acción militar contra Afganistán se llevaría a cabo a mediados de octubre”.
Entonces, se preguntaba Vidal, “¿Afganistán fue reducido a escombros para vengar a los tres mil norteamericanos asesinados por Osama Bin Laden? La junta está convencida de que sus ciudadanos son tan simplones que no pueden afrontar una versión más compleja que la del venerable asesino loco y solitario (esta vez con ayudantes zombis) que hace el mal porque sí, porque nos odia, porque somos ricos y libres y él no. El feo Bin Laden fue elegido por motivos estéticos como logotipo aterrador para nuestra invasión y conquista de Afganistán, largo tiempo proyectada y cuya planificación había sido una ‘posibilidad’ algunos años antes del 11 de septiembre y, asimismo, a partir del 20 de diciembre de 2000, cuando el equipo saliente de Clinton [1946] perfiló un plan de ataque contra Osama Bin Laden y Al Qaeda en represalia por el asalto perpetrado contra el acorazado Cole”.
El asesor de Seguridad Nacional de Clinton, Sandy Berger (1945-2015), informó personalmente del plan a su sucesora, Condoleezza Rice (1954), pero ésta, “todavía muy en su papel de directora de Chevron-Texaco, con tareas especiales concernientes a Pakistán y Uzbekistán, ahora niega, en la mejor tradición de la junta, la existencia de esta sesión informativa con su predecesor en el cargo federal más importante en materia de seguridad nacional”. Un año y medio después, el 12 de agosto de 2002, “la intrépida revista Time informó de este extraño lapsus de memoria”.
El objetivo de la conquista asiática era la posesión del gas y el petróleo del Caspio: “Desde las guerras entre Irán e Irak en los años ochenta y primeros noventa —precisaba en su libro Gore Vidal— se ha demonizado al Islam como un culto terrorista satánico que alienta los ataques suicidas, contrarios, hay que señalar, a la religión islámica. Parece ser que a Bin Laden se le ha retratado fielmente como un fanático islamista. Con el fin de llevar a este malhechor (vivo o muerto) ante la justicia, Afganistán, el objetivo de la campaña, fue pacificado no sólo para la democracia sino para la Union Oil de California, cuyo oleoducto previsto, desde Turkmenistán a Afganistán y Pakistán, y hasta el puerto de Karachi, en el Océano Índico, había sido abandonado bajo el caótico régimen de los talibanes”.

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Gore Vidal hizo un repaso minucioso de la lenta reacción de Bush después de los ataques a las Torres Gemelas: “Desde luego —aseguraba el novelista—, el retraso de una hora y 20 minutos con que despegaron los aviones de combate no pudo deberse a un fallo en todas las bases aéreas de la costa este. Hubo órdenes de que se frenase y se anulara el procedimiento operativo normal y obligatorio. Mientras tanto, encomendaron a los medios de comunicación su tarea habitual de malquistar a la opinión pública con Osama Bin Laden, del que todavía no estaba demostrado que fuese el cerebro del ataque”. Dicho “bombardeo” mediático, apuntaba Gore Vidal, recuerda “el clásico gesto de distracción de un mago: mientras miras los colores vivos y ondulantes de su pañuelo de seda en una mano, con la otra te está metiendo el conejo en el bolsillo. Se apresuraron a asegurarnos que la ingente familia de Osama, con sus enormes riquezas, había roto con él, como también había hecho la familia real de su Arabia Saudí natal. La CIA juró con la mano en el pecho que Bin Laden no había colaborado con ella en la guerra contra la ocupación soviética de Afganistán. Por último, el rumor de que la familia Bush se había beneficiado de algún modo de su larga relación con la familia Bin Laden no era (¿qué otra cosa iba a ser?) más que un infundio partidista de mal gusto”.
Pero las relaciones de Bush hijo “con el Mal se remontan como mínimo a 1979, cuando su primer intento fallido de jugar en la gran liga del petróleo texano le puso en contacto con un tal James Bath [1936], de Houston, un amigo de la familia que entregó a Bush hijo cincuenta mil dólares por un 5 por ciento de participación en la empresa de Bush Arbusto”.
Y Bath era, nada menos, “el único representante comercial norteamericano de Salem Bin Laden, cabeza de la acaudalada familia saudí y uno de los 17 hermanos de Osama”. Detrás de Bush hijo estaba, por supuesto, Bush padre (1924-2018), “lucrativamente empleado por el Carlyle Group, propietario de al menos 164 empresas en todo el mundo”.
Sin embargo, pese a estas íntimas relaciones de negocios, el presidente norteamericano —Bush hijo— cometió una visible hilera de errores que, en otro momento (es decir, sin su poderosa investidura), hubiesen sido imperdonables. Según el Newsnight de la BBC del 6 de noviembre de 2001, “sólo unos días después de que los secuestradores despegaran de Boston en dirección a las Torres Gemelas, un vuelo chárter especial transportó a Arabia Saudí desde el mismo aeropuerto a once miembros de la familia de Osama. Este hecho no inquietó a la Casa Blanca”.
Gore Vidal decía, en su libro Soñando la guerra, mismo al que arremetieron con fiereza los oficialistas intelectuales conservadores, que vio a Bush y a Cheney en la CNN cuando el primero pronunció el discurso sobre el “eje del Mal” y se proclamó la “larga guerra”: Irak, Irán y Corea del Norte “fueron señalados de inmediato como enemigos que abatir porque quizás acogían, o no, a terroristas que quizá nos destruyeran, o no, en mitad de la noche. Así que tenemos que golpear primero, siempre que nos apetezca”.
—Curioso —dijo un colega veterano de la Segunda Guerra Mundial a Gore Vidal— que Bush y Cheney tengan tantas ganas de meternos en una guerra cuando, en la de Vietnam, los dos se acobardaron…
Pero luego ambos coincidieron en que, “en la política norteamericana, los mariquitas son los que animan siempre a los valientes a que sacrifiquen su vida. Los soldados auténticos, como Colin Powell [1937-2021], son menos belicosos. Total, que declaramos la guerra al terrorismo: un sustantivo abstracto que en absoluto puede ser una guerra, ya que para eso se necesita un país. Había uno, por supuesto, el Afganistán inocente, que fue arrasado desde una gran altura, ¿pero qué representan los daños colaterales (un país entero, por ejemplo) cuando persigues a la personificación de todos los males, como aseguran Time, The New York Times, las cadenas de televisión, etcétera?” Tal como se vio, resumía el novelista, “la conquista de Afganistán no tenía nada que ver con Osama Bin Laden. Era un mero pretexto para sustituir a los talibanes por un gobierno relativamente estable que permitiese a la Union Oil de California tender su oleoducto en beneficio, entre otros, de la Junta Bush-Cheney”.
Por tener presidentes como los que ha tenido, Estados Unidos, sí, continúa siendo la nación más grande de su país.
(A propósito, Bin Laden fue asesinado en Pakistán el 2 de mayo de 2011 por un comando especial bajo las órdenes de Barack Hussein Obama, presidente número 44 de Estados Unidos de 2009 a 2017, nacido en Hawai en 1961.)