Septiembre, 2025
José Emilio Pacheco escribió: “Me acuerdo no me acuerdo: ¿qué año era aquél?” Ahora que se cumplen 40 años del terremoto del 1985, recolectamos un coro de voces a las que les planteamos una pregunta: “Me acuerdo no me acuerdo: ¿en dónde estaba hace 40 años durante el temblor?, ¿qué recuerda de aquel sismo de 1985?, ¿cómo recuerda ese jueves 19 de septiembre, ese minuto y medio (diríamos hoy interminables)?” Esta fue la respuesta de Vicente Francisco Torres.
Ese 19 de septiembre, visto a la distancia, no fue de luto para mi familia. Eran cerca de las ocho de la mañana y me preparaba para salir a trabajar. Las noticias por radio y televisión, junto con las sirenas de ambulancias y campanadas de camiones de bomberos que se escuchaban a lo lejos, más los aspavientos que tenían lugar entre los vecinos, ponían el Jesús en la boca de todos. Radio Bemba pregonaba que vendrían réplicas que nos aplastarían a todos y no sólo las casas y edificios que iba reporteando, radiofónicamente, Jacobo Zabludovsky. Había que disponerse a abandonar las casas y trasladarse, con lo más indispensable, a zonas seguras.
Yo tenía un Volkswagen azul turquesa y empecé a cargar documentos, algún dinero que tenía guardado y a mis tres hijos. Pero surgió un problema.
Por aquel tiempo tenía un compadre que trabajaba en Agricultura y Recursos Hidráulicos y manejaba lotes de gallinas ponedoras que, ese 19 de septiembre de 1985, eran pollitos. Me regaló una docena, les hicimos un gallinero que pusimos en la azotea de nuestra casa y allí correteaban alegremente, y comían y crecías sin cesar.
Cuando empezamos el embarque, mi hijo mayor no quería subir al vocho porque los pollos se iban a quedar. Tuve que regresar y meter algunos en una caja de cartón que pusimos sobre nuestras pertenencias y ahí íbamos, todos amontonados y con el pío pío de los animalitos pegados en nuestras orejas.
Vivíamos en Azcapotzalco y enfilamos hacia Tacuba, pero como no veíamos ningún edificio caído, seguí manejando por San Cosme hasta llegar a Balderas, en donde apareció la destrucción que se coronaba un poco más adelante, en el Hotel Regis. El miedo se tornó morbo y yo seguí manejando para ver la destrucción. Como la vida seguía en las zonas que no sufrieron menoscabo manejé unas cuadras más hasta que me aburrí de escombros y sirenas y decidí que era hora de volver a casa; ya se hablaba de ladrones que estaban robando en las casas abandonadas. Como ya no iría a trabajar, volvimos a la vida cotidiana. Mi mujer a guisar, los muchachos a hacer tareas y yo a leer.
Así estábamos cuando llegó a buscarme un vecino que era medio inválido. Una pierna no le servía y estaba casi sordo. Era abogado y me suplicaba que lo llevara a su despacho para rescatar la documentación de su trabajo. Sin tener idea de la dimensión del desastre le dije que fuéramos, y nos embarcamos en el vocho. Como su oficina estaba cerca de la SCOP (Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas), una de las zonas que habían tenido más derrumbes, fuimos sorteando los cierres de calles y, cuando los vigilantes nos impedían el paso, mi vecino bajaba y su cojera y su enorme audífono operaban el milagro de que nos dieran paso franco.
Llegamos al edificio en donde estaba su oficina, milagrosamente intacto. Sacó su llave, entró, recorrió el departamento y respiró aliviado. Vamos a tomar un trago, me dijo, respirando sosegadamente.
Quiso llevarme a los lugares que frecuentaba con otros abogados y todos estaban cerrados. Nos encaminamos entonces de regreso, por Marina Nacional. Cruzamos Avenida Cuitláhuac y, al terminar la clínica del Seguro Social, una cantina tenía sus puertas abiertas de par en par porque allí no había pasado nada. La vida fluía como siempre.
Comimos con unos jaiboles, se nos olvidó el terremoto y, ya anocheciendo, regresamos a nuestras casas. Cuando llegué a la mía, mis hijos dormían, la comida estaba cubierta sobre la mesa y, cuando entré medio achispado, mi mujer movió negativamente la cabeza.