Septiembre, 2025
José Emilio Pacheco escribió: “Me acuerdo no me acuerdo: ¿qué año era aquél?” Ahora que se cumplen 40 años del terremoto del 1985, recolectamos un coro de voces a las que les planteamos una pregunta: “Me acuerdo no me acuerdo: ¿en dónde estaba hace 40 años durante el temblor?, ¿qué recuerda de aquel sismo de 1985?, ¿cómo recuerda ese jueves 19 de septiembre, ese minuto y medio (diríamos hoy interminables)?” Esta fue la respuesta de Ethel Krauze.
La noche ha sido larga, vinosa y cigarrera, una pareja de amigos se queda a dormir la mona en la sala, pero se va de madrugada, sin que nos demos cuenta. Él y yo nos retiramos a la recámara, casi a rastras. De pronto, el movimiento de unas olas feroces me saca del fondo del mar, mi barco está astillándose entre el buró y la pared, y el foco del sol, que no es sino la lámpara colgante del techo, una burbuja de cristal color ámbar, revolotea de un lado a otro con su ojo de cíclope.
—¡Mira, mira, mira! —le señalo la lámpara, él parece no entender, todavía no emerge de los sopores, oigo mi grito al tiempo que ya voy dando tumbos hacia el pasillo, siento que viene detrás de mí, diciéndome “espera, espera”, la sacudida es tan fuerte que no puedo avanzar, mi cuerpo se estrella contra las paredes del estrecho pasillo, buscando la puerta del departamento. Él trata de detenerme, me zafo de su brazo como si lo lanzara al infinito. No se acaba nunca, nunca. Éste sí es el naufragio, el fin. Éste sí, un edificio en la colonia Condesa, la Ciudad de México, 7:19 de septiembre de 1985.
Llego a la puerta, la abro, la escalera es negra y es una boa, él trata de detenerme otra vez:
—Espera, espera… ¿no ves que estás casi desnuda? ¡Está todo transparente y abierto lo que traes!
Qué me importa, pienso, pero no puedo emitir palabras. Él ni siquiera vive conmigo.
Me abraza para contenerme, yo no puedo bajar las escaleras, la boa negra se retuerce y tiene unos ojos de infierno. Lloro, lloro, incrédula. ¿Cómo puede importarle tanto a él que esté semi desnuda? Tengo treinta y un años, ahora sí sé lo que es la muerte.
¿Por qué vi negras las escaleras? Siempre fueron blancas. La lámpara la quité y la destruí con mis propias manos. Nunca regresé al departamento. Anduve de itinerante con amigas una temporada, hasta que encontré otro lugar.
¿Quién iba a decirme que treinta y dos años después, justo acabando el simulacro anual de todos los 19 de septiembres, cuando estaba yo contándoles cómo había vivido el terremoto del 85 a mis alumnos, en el Tec de Cuernavaca, en el aula del cuarto piso, habría de vivir, ahora sí, el de verdad, a unos pasos del epicentro del terremoto de 2017? Salí despavorida por el pasillo, la licuadora era brutal, no había forma de sostenerse en pie, me caí, trozos de techo empezaron a desprenderse y los crujidos de un monstruo antiguo despertaron a la tierra, tuve visión de tubo, y en cámara lenta me despedí de mi hija y de mi esposo en lo profundo de mi alma, me dije: ¿y por qué no yo?, ¿qué tengo de especial para no ser uno más de los muertos en un terremoto? Cuando ya estaba deslizándome al más allá, los brazos de mis alumnos me recogieron, mis piernas descubrieron para qué servían, y entre todos, porque Dios es grande y así lo quiso, bajamos las escaleras que se retorcían y llegamos a la cancha de futbol, a llorar, a rezar, a abrazarnos y a decir palabrotas. La reconstrucción del Campus se llevó casi dos años.