Junio, 2025
Nació en julio de 1940 y partió de este mundo, 74 años después, en junio de 2015. Se cumple una década del fallecimiento de Gustavo Sainz. Hombre inquieto, su amor por la cultura —y sobre todo por la literatura— lo llevó a ejercer diversas actividades a lo largo de su vida. Eso sí: como funcionario cultural siempre estuvo comprometido con la difusión de la literatura. Como escritor, por otro lado, revolucionó las letras mexicanas en los años sesenta junto con varios colegas de generación, como lo fue José Agustín o Parménides García Saldaña. En las siguientes líneas, Víctor Roura lo recuerda.
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Diecisiete días antes de cumplir sus 75 años de edad, el escritor mexicano Gustavo Sainz partía de este mundo. El anunció de su muerte, acaecida el 26 de junio de 2015, trascendería seis días después gracias a un obituario publicado por el diario estadounidense Herald Times de Bloomington, Indiana, lugar donde vivía y laboró como profesor de la universidad local.
Nacido en la Ciudad de México el 13 de julio de 1940, Gustavo Sainz desarrolló múltiples actividades a lo largo de su vida: asesor editorial de la Secretaría de Educación Pública, fundador de la colección SEPSetentas, conductor y director de programas de televisión, director literario del sello Grijalbo y director de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), además de su faceta como catedrático.
En un comunicado de prensa del INBA, el poeta y ensayista Armando González Torres afirma —y afirma bien— que autores como Gustavo Sainz y José Agustín —junto a escritores de su generación— tuvieron una importancia fundamental en las letras nacionales al dar un valor central a los jóvenes y a su lenguaje.
“Hasta antes de ellos —dice González Torres—, los protagonistas eran sobre todo hombres y mujeres maduros, y con ellos hay un auténtico relevo generacional en los actores de la literatura mexicana: los personajes comienzan a ser adolescentes, con el descubrimiento de sí mismos”.
Sainz, añade González Torres, formó parte de la ola de escritores que constituyen una auténtica revolución lingüística al incorporar los decires coloquiales, cotidianos, la jerga de los jóvenes y de algunos submundos, como el de la drogadicción y el de la delincuencia, con los cuales creó un novedoso material literario.
Acaso el mayor “experimentador” de su generación, Sainz ganó legiones de lectores con casi todos sus libros, que eran a la vez experimentales, juguetones, audaces, muchas veces provocativos.
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Para no quedarse rezagado en esto de las relaciones cibernéticas (como es sabido, en la contemporaneidad es imprescindible no estar inmiscuido en las redes sociales), y prosiguiendo el discurso de la contumaz experimentación literaria, Gustavo Sainz —quien escribiera 20 libros de Gazapo, en 1965, a El tango del desasosiego, de 2008; o, bien, autor de 22 libros si incluimos su Autobiografía, de 1966, y La jamás inocencia, novela póstuma con la colaboración de Laura Rojas Herman, de 2023— entregó en La novela virtual / atrás, arriba, adelante, debajo y entre (su decimotercera novela editada por Joaquín Mortiz) un tema que estaba en boca, y aún sigue estando (porque cada vez hay más mujeres enamoradas de hombres y hombres enamorados de mujeres por la vía de los soportes digitales), de la generación electrónica: el romance por medio del e-mail, el tuit o X o el whatsapp protagonizado por un profesor de 59 años —la edad de Sainz en el momento de publicar su libro en 1999— y Camila, una muchacha mexicana de 20 años, entusiastas por igual del correo por computadora que se escriben, ambos, a diario de una universidad a otra, las dos estadounidenses, a poco más de 3,200 kilómetros de distancia.
El asunto, sí, había sido ya tocado varias veces.

Justamente en esa temporada, en la cartelera cinematográfica de Estados Unidos, la película You’ve got mail, en la que Meg Ryan y Tom Hanks encarnan los papeles estelares, rendía homenaje a Steve Case, el dueño entonces de America Online y de Netscape, la principal rúbrica de la navegación por Internet en esos años. Por supuesto, Meg Ryan y Hanks se conocen en el ciberespacio, al igual que el profesor y Camila quien, en tratándose de materia magisterial, no se limita en sus deslumbramientos ni asedios hormonales.
El planteamiento es sencillo, si bien la dificultad radica en el estilo literario. Porque, en este sentido, Gustavo Sainz (casi) siempre prefería la ruta complicada. Con la justificación de que su obra es un campo permanente de exploración, el autor se permitía pisar los terrenos del entramado común con la ductilidad apropiada, requerida, incluso a veces demasiado condescendiente, como en el caso de esta novela, en la que, ¡oh, novedad!, usa términos aparentemente ya en desuso (aunque en literatura nada es viejo ni nada es completamente nuevo) como las famosas onomatopeyas wolfeanas. Su libro comienza así: “¡Ay!, uy, (ah), chin, diablos —agh: el lamborghini rojo siempre oscilando allí en el retrovisor ¿desde cuándo?”, y de ahí en adelante, en un lenguaje diríamos ondero (recuérdese que Margo Glantz los había ya clasificado como escritores de la Onda, y en dicho encasillamiento estaba, sí, Gustavo Sainz, si bien ninguno de ellos —José Agustín, Parménides García Saldaña, Gerardo de la Torre, Jesús Luis Benítez…— aceptaba el término), cuando describe la vida monótona del profesor intercala frases como pensamientos joyceanamente sin puntos ni comas, sino sólo utilizando los espacios en blanco para las respectivas pausas, vacilaciones, interacciones:
“hacía varias noches que no se incorporaba a orinar a mitad del sueño
“no tenían fin sus sueños ni comienzo la vigilia: nunca se alcanzaban el uno al otro
“no podía hablarse de interrupción al despertar
“y si la vigilia venía hacia él ¿de qué punto de partida? ¿a través de qué noche?
“si este libro pudiera realmente comenzar
“sólo nuestras palabras relacionan sueño y vigilia diferencian sueño y vigilia
“el lenguaje es como un virus que viniera del espacio”.
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Lo que hacía Gustavo Sainz, después de todo, no era sino retornar con frecuencia hacia sí mismo, ya que en La novela virtual se ocultan Gazapo (1965) pero principalmente, más desarrollada, La princesa del Palacio de Hierro (1974). Porque lo mejor de su novela virtual está en esa trascripción de Camila, prototipo de la jovencita de fin de siglo que no sabe cómo acomodarse en su propio cuerpo, y para cuya descripción Sainz usa una prosa ya, digamos, absoluta y gratamente sainzada: “Mire —le escribe Camila al profesor por el correo electrónico—, le puede parecer una lista larga [la de los novios y amantes que ha tenido], pero fíjese bien… Muchas fueron relaciones muy breves, sin impacto en mi vida… Pero le juro que ya no tengo más amantes escondidos por allí. Ah, no, se me olvidaba Byron, un gringuiux de quien prefiero no acordarme… Lo conocí por computadora en Zacatecas, y que se lanza desde Carolina del Norte a verme, pero así de sopetón nomás. Y resultó un tipo sin la menor personalidad, un verdadero sapito… Y no hubo relación ni nada, aunque a él le hubiera gustado. Así que supongo que éste tampoco cuenta, ¿por qué le estaré hablando de él? Caray, ya me voy, que si no me preparo un cafecito no aguanto… Y una cosa que me tiene loca de felicidad es lo que el correo me va a traer. ¡Viva! ¡Viva! A las personas que me hacen feliz yo las quiero por todos lados”.

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Pero el libro probablemente carece del vigor (¿rigor?) dúctil acostumbrado en Gustavo Sainz. Por su desmedido intelectualismo (citas y citas y más citas de poetas y escritores a lo largo de las casi 500 páginas del volumen), por la banalizada vida del profesor (a pesar de sus arduas cavilaciones sobre “lo vivible y lo vivido”, a pesar de que, como se apunta en la solapa, su ser es “habitado por el idioma”, “siempre en curso, desbordando sus limitaciones”), porque el recurso literario, en fin, es —¡paradojas en una novela virtual!— hasta cierto punto ortodoxamente contextualizado en un pasado que, ¡ay!, se ha diluido tras la cortina —extravagante pero fútil, tecnologizada pero vacuamente frivolizada, insensibilizada pero gozosamente monetarista— de los noventa.
Gustavo Sainz no reparaba en los temas: los abordaba como venían, de ahí su preferencia por la experimentación. De no haber sido informal literariamente, jamás hubiéramos gozado de las revelaciones, por ejemplo, de una princesa del Palacio de Hierro. Lo cierto es que el apreciado Gustavo Sainz escribió sin rodeo alguno sobre su entorno, y siempre lo hizo con sobredosis de soberanía escritural hasta el último de sus libros, antes de que le viniera esa pavorosa enfermedad del olvido, que lo recluyó en un profundo silencio, olvidado y silenciado por las grandes editoriales que un día se pelearon por uno de sus títulos (sólo Alejandro Zenker se ocupó de él editorialmente en su Ermitaño en la etapa inmediatamente anterior a su gravosa recaída cerebral, mérito inadvertido en las cada vez más mercantilizadas editoriales del país, que sólo sueñan en producir best sellers). Incluso su muerte fue inexplicablemente silenciada por su propia familia, suceso ocurrido una semana antes de que su fallecimiento fuera difundido, primero, por una noticia necrológica de un diario norteamericano (Gustavo Sainz vivía necesariamente en Indiana dando clases en academias estadounidenses luego de su práctica expulsión de México tras haberse publicado, en “La Semana de Bellas Artes” —un periódico del INBA que se encartaba en diferentes diarios a cargo precisamente de Gustavo Sainz—, un breve texto que ofendiera al entonces presidente José López Portillo).
Y, pese a que su mundo del Alzheimer no era el de este mundo, Gustavo Sainz no se merecía esta trágica circunstancia del olvido literario.

…
Una historia que nadie sabe contar
Este relato, acreditado a una autora (María Velázquez Pallares) que jura no haberlo escrito ella, fue el motivo del exilio de Gustavo Sainz en Estados Unidos, ya que la construcción de este relato breve (mal pergeñado, sin ingenio, inacabado, con palabras innecesarias, sin humor, sin digestión literaria) causó un escozor irritado en Carmen Romano, la esposa del presidente José López Portillo —que administrara al país de 1976 a 1982—, quien se sintió directamente aludida. Nadie sabe, o nadie quiere decir, quién fue el autor de este “libelo” (en palabras del también ya fallecido Ignacio Trejo Fuentes —1955-2024—, quien trabajara con Sainz en la hechura de aquella publicación) que afectó gravísimamente a Sainz, que acababa de dejar la dirección del suplemento “La Semana de Bellas Artes”, pero a cuya fuente se le acredita pues el texto estaba en la redacción, tomado y publicado por Abraham Orozco (quien sustituyó a Sainz) en un acto de ligereza editorial (¿no habrá leído tal incompostura escritural?), encaminándose inmediatamente después el escándalo, que costara no sólo la supresión de ese semanario sino la tortura a Orozco, el regaño a golpes de López Portillo a Juan José Bremer, entonces director del Instituto Nacional de Bellas Artes, y la partida definitiva de Sainz del país. También María Velázquez tuvo que salir de México para evitar cualquier consecuencia mortuoria. Se dicen muchas cosas sobre este texto (Gabriel Careaga incluso tenía la teoría de que fue el propio Gustavo Sainz quien lo escribió al saberse despedido por Bremer). Esta es una historia, sin duda, de poder. Y nadie lo sabe contar con todas sus letras. (Víctor Roura)
La Feria de San Marcos
María Velázquez Pallares
Me habían contado mil historias sobre la Feria de San Marcos, pero lo que yo presencié supera a todas las demás.
La ciudad entera se había preparado para todos los festejos y se acercaba la hora de dar comienzo a la apertura de la Feria. Nos encontrábamos en el Palacio de Gobierno, dentro del despacho del gobernador. Después de unos minutos, empiezan a llegar las personas que acompañan a la madame, tocadores de bombos y platillos, cornetas y bongós, y la rodean, como siempre rumberas y eunucos, dispuestos estos últimos a ametrallar a cualquiera que haga algo indebido. A pesar de la magnificencia del momento, en vez de oírse aplausos se hace un silencio mortal. Todas las miradas se dirigen a ella, la Gran Puta ataviada con un vestido rojo sangre y el escote en V que le llega a la cintura. Esa visión inolvidable hace que me vengan a la cabeza mil ideas.
La madame ha llegado y nadie puede emitir sonido alguno, su barriga es tan inmensa, así como sus caderas, su cara tan brutalmente pintada, su pelo tan tremendamente alborotado, que ninguna persona puede decirle buenas noches.
Sin embargo, no todos pudieron ver lo que yo vi. Pobre madame, no sé si fue sometida a una dolorosa operación en el pecho o simplemente le cargaron un chingadazo en la chichi que adora presumir.