Mayo, 2025
Venerado por público y crítica, es considerado una de las últimas leyendas vivas de Hollywood. Y no es para menos. Nada en él se puede medir en números pequeños. Cumple 95 años de vida. Tiene siete décadas trabajando en el mundo del cine: primero como actor, luego como director, también como productor e, incluso, como compositor de bandas sonoras. Sí: pocos pueden igualar hoy una trayectoria como la de Clint Eastwood, con un gran número de enormes películas y un puñado de obras maestras —tanto como actor: El bueno, el malo y el feo; como director: Río Místico, por mencionar solo dos de ellas. Nacido el 31 de mayo de 1930, Clint Eastwood llega a los 95 años de vida convertido en uno de los grandes nombres del cine clásico estadounidense. Como homenaje, el periodista Sergio Raúl López ha redactado estas líneas.
Desde unas ranuras sombreadas por ojos, 95 años nos observan
Fue, ciertamente, la encarnación del estadounidense modelo: blanco, ojiverde, (muy) alto, criado en una familia protestante y un exitoso self made man que no sólo logró consolidarse como una estrella de innegable galanura en el complejo y altamente competido ecosistema de Hollywood, merced a sus papeles de tipo duro, despiadado e implacable, y logrando hacer una virtud de sus carencias expresivas, pero devenido posteriormente en uno de los directores de cine más personales, poderosos y eficientes de las décadas recientes. Un actor duro transfigurado en director riguroso mediante sus sesiones jazzísticas ante el piano, su más discreta faceta artística, su gran refugio solitario.
Ahora es un abuelo totalmente encanecido, de hirsutas barba y cabello, un poco encorvado y ya con un semblante que más que arrugado lo ha transformado en un anciano provecto, pero con tal vitalidad que ha logrado concluir el año pasado su más reciente largometraje de ficción como director —no me atrevería a afirmar que sea el último—, Jurado No. 2 (Juror #2, Estados Unidos, 2024), sin aparecer como actor, como acostumbra hacer, en este drama sobre los juicios orales en Estados Unidos y la inasible justicia que supuestamente deben aplicar, en la dudosa condena de asesinato tras la pelea de una pareja en un bar en la que un miembro del jurado, impensadamente, descubre que incluso él, sobrio en esa noche fatídica, pudo ser el culpable, tras atropellar algo más que lo que pensó era un ciervo, mientras que la fiscal desea resolver el caso con prontitud en medio de una campaña política. Un filme sobre las paradojas morales, éticas y sistémicas.
Además, a sus 95 años, mantiene una carrera tan longeva y ha cosechado logros tan disímiles a lo largo de su extraordinaria carrera que, por ejemplo, el Premio Irving G. Thalberg en reconocimiento a la trayectoria de figuras señeras de la industria, y que otorga la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMPAS, por sus siglas en inglés), le fue entregado hace ya dos décadas —lo cual desmiente, en este caso en particular, que los homenajes en vida sean, en realidad, premonitorias despedidas—, apareciendo, desde entonces, en una docena de filmes como intérprete, entregado 25 películas como realizador, producido 35 proyectos audiovisuales e, inclusive, compuesto canciones y temas para 21 cintas además de haberse encargado de la banda sonora de diez de ellas.
Aún en las más recientes fotografías filtradas de su anterior rodaje, alcanza a reconocerse el rostro de mejillas sonrosadas, trazado por arrugas bien definidas, y su gran presencia con su metro con 93 centímetros de estatura —quizás haya perdido algunos con el encorvamiento—, una sonrisa franca, sorprendida y muy amplia, absolutamente sincera, de un maestro de diversos oficios —actuación, dirección, producción, interpretación del piano y composición— que goza con su trabajo, la confección de filmes.
Cómo no hacerlo, si este largo trecho de vida profesional ha catapultado a Clint Eastwood como una de las leyendas vivas de la cinematografía mundial, muy a pesar de sí mismo y de su proverbial humildad, de su espíritu de trabajo constante que huye del glamour y de los favores de la fama, que prefiere ante las alfombras rojas, las galas de caridad o la visita a los sets televisivos para entrevistas a modo, la soledad del piano y de entregarse a sí mismo.
Porque Clint Eastwood no ha sido uno sino múltiples encarnaciones de un ser tan diverso como complejo, cuyas nueve y media décadas nos lo presentan como un artista de incontables aristas. Seguramente lo recordamos por sus apariciones como el más importante vaquero de los spaghetti western, encarnando con fortuna a Joe, “el hombre sin nombre” en Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, Italia-España-Alemania Occidental, 1964) —pero que podría ser Rowdy Yates, Monco, Blondie, Bill Munny o Mike Milo: emblemáticos personajes suyos— o también como el rudo policía justiciero Harry el Sucio, que lo convirtieron más en un icono que en una estrella; aunque ha sido su etapa como director la que le ha permitido darle un mayor rango narrativo a su carrera.
Y vaya que si ha logrado estar en las antípodas: el mismo año que dirigió su primer película, Obsesión mortal (Play Misty for Me, Estados Unidos, 1971), sobre un locutor de radio que lee poesía y programa jazz, atacado por una radioescucha obsesionada con la versión instrumental de “Misty”, de Johnny Mathis, también aparecía como un soldado de la Unión que se encuentra apresado en un internado para señoritas del bando confederado en El engaño (The Beguiled, Estados Unidos, 1971), de Don Siegel, quien dirigiría también ese año la primera historia de Harry el Sucio.
O recordemos su gran homenaje al enorme intérprete del bebop, el saxofonista Charlie Parker, al recrear su genio en Bird (Estados Unidos, 1988), con un extraordinario Forest Whitaker, en un filme de época ganador de la Palma de Oro en Cannes, justo en el mismo año que despediría a su taquillero vengador Harry, en una quinta entrega titulada Sala de espera al infierno (The Dead Pool, Estados Unidos, 1988), dirigida por Buddy Van Horn, en la que el propio policía forma parte de una nómina de famosos en una lista mortal para un macabro concurso de un grupo criminal.
Así de sinuosa y de contradictoria ha sido la carrera de este polivalente creador californiano nacido en la liberal San Francisco, el 31 de mayo de 1930, con una línea de sangre irlandesa, holandesa, escocesa e inglesa que se remonta a uno de los primeros peregrinos llegados de Europa en el barco Mayflower en las primeras décadas del siglo xvii. Estudiante distraído y de aprovechamiento bajo en el Instituto Técnico de Oakland, no ingresó a la Universidad de Seattle como era su deseo y a cambio fue reclutado, durante la guerra de Corea, por el Ejército Estadounidense, aunque nunca abandonó California, ejerciendo de socorrista así como de instructor de natación. Él mismo recuerda haber sido repartidor de diarios, dependiente de una tienda, caddie de golf, pianista de boogie-woogie e incluso bombero forestal.
Pero este caudal de éxitos no explica ni su tozudez ni su magnífica disposición para el trabajo riguroso así como tampoco su determinación por abrirse paso como artista.

Sin créditos y con personajes efímeros
A sus 25 años, cuando era un joven que se miraba un tanto delgado, una impresión que era reafirmada por su prominente altura, si bien resultaba atlético y bien parecido, aunado a su expresividad rayana en lo monacal, los dientes apretados que apenas le permitían mascullar algunos diálogos —y que le habían valido varias recomendaciones para tomar urgentes clases actorales—, Clint debutó como figurante en una película de serie B de Jack Arnold, uno de los cineastas más polifacéticos de la época y que hiló varios éxitos en el género, entre los que se cuenta El regreso del monstruo (Revenge of the Creature, Estados Unidos, 1955), que versaba sobre el escape del monstruo de la Laguna Negra que era exhibido en un acuario. Su actuación no le mereció ni siquiera aparecer en los créditos.
Un segundo serial fílmico le permitiría su siguiente participación, ahora como parte de la esquina del teniente naval Peter Stirling (Donald O’Connor), en la comedia Francis in the Navy (Estados Unidos, 1955, de Arthur Lubin), última aparición en la pantalla grande de la afamada mula parlante que le dio título. Ese mismo año aparecería como un arquero —que tampoco formaría parte de los créditos—, en la adaptación del mito medieval de Lady Godiva (Lady Godiva of Coventry, Estados Unidos, 1955, de Arthur Lubin), protagonizada por la estrella dublinesa Maureen O’Hara, actriz favorita de John Ford y conocida como la “Reina del Technicolor”.
Todavía en ese año retornaría a las producciones fantásticas —por su temática pero también por su coste ridículamente bajo— de Arnold —con quien debutó—, ahora teniendo como atracción principal a un arácnido gigante escapado de un laboratorio en el desierto de Arizona, en Tarántula (Tarantula!, Estados Unidos, 1955), en la que hace del piloto líder de una plantilla de aviones jet que combatirán a la monstruosa criatura.
En estos primeros pasos aprovechó también para recorrer la televisión, a la sazón vuelta un entretenimiento hogareño masivo, en la que tampoco pudo destacar rápido y donde habría de contentarse con esporádicas apariciones, entre 1956 y 1962, lo mismo en las escenificaciones extraídas de la revista de idéntico título Reader’s Digest tv, como el teniente Wilson; convertido en Joe, un muy decente y respetuoso motociclista miembro de un improbable club de bien portados en Patrulla de caminos (Highway Patrol); ora como vaquero en la añeja serie Death Valley Days; igualmente será un cadete en West Point; luego, el pistolero Red Hardigan en el clásico western Maverick, y hasta como un reportero en Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock presents), siempre en capítulos aislados y con personajes efímeros.
Pero justo serían las botas y sombreros vaqueros, la pistola y las cachas, las cabalgatas y las cantinas que probó en Maverick, las que acabarían por sentarle bien a la incipiente estrella de quijada inmóvil y mirada fija, cuando, a inicios de 1959 lo encontramos contratado como Rowdy Yates, el joven e impulsivo compañero de aventuras de Gil Flavor (Eric Fleming), que arrean hatos de reses desde Texas hasta Kansas en el Viejo Oeste en Cuero crudo (Rawhide, Estados Unidos, 1959-1965), en el serial televisivo lanzado por la cadena cbs, por el que cobraba apenas 700 dólares por capítulo. El programa formaba parte de la fiebre por llevar a la televisión versiones baratas y con un banco de metraje alusivo limitado y por lo tanto repetitivo, entre las que se cuentan también la ya mencionada Maverick junto a El Llanero Solitario (The Lone Ranger, 1949-1957); Roy Rogers (The Roy Rogers Show, 1951-1957); Wyatt Earp (The Life and Legend of Wyatt Earp, 1955-1965); Cheyenne (1955-1963); Caravana (Wagon Train, 1957-1961); Bonanza (1959-1973); El gran chaparral (The High Chaparral, 1967-1971); Daniel Boone (1964-1970) o Valle de pasiones (The Big Valley, 1965-1969), entre una sobreabundante oferta de posguerra.
La serie habría de permanecer al aire durante seis años y le otorgaría a Eastwood una fama casi inmediata, al grado que cuando volvió a aparecer en el programa de otro equino parlante, ahora El caballo con voz (Mister Ed), en el capítulo “Clint Eastwood Meets Mister Ed” —que puede traducirse como “Clint Eastwood conoce a Mister Ed”— en abril de 1962 ya era la otra estrella de la emisión.
Curiosamente, dicha experiencia le dejaría una enseñanza muy poderosa que lo marcaría para el resto de su carrera al descubrir que no deseaba pensárselo demasiado ni plantearse preguntas en torno a la interpretación de sus personajes, sino simplemente interpretarse a sí mismo, lo que en su opinión resulta muy difícil para un actor profesional, ya que suelen esconderse detrás de sus roles e ignoran por completo quiénes son, tal y como lo relató en una entrevista para The New York Times en febrero del 2018.

Por un puñado de dólares
Dicha fama, que por lo demás le tenía ya un poco cansado, dado el repetitivo rol de los presurosos y poco cuidados westerns televisivos, le depararía, empero, una consagración inesperada cuanto estrafalaria, además de que reafirmaría aquel viejo aserto de la época: la televisión es efímera mientras que el cine de buena factura resulta una garantía de eternidad. Un desconocido director italiano, Sergio Leone, miembro de aquellas familias de pioneros cinematográficos cuya prole dinástica se mantenía realizando todo tipo de producciones en los emblemáticos estudios romanos de Cinecittà, creados en 1937, durante el régimen fascista de Benito Mussolini como una suerte de vehículo para la propaganda y el panfleto —de igual propósito que el Festival de Venecia, la más antigua de las competencias fílmicas europeas, iniciada en 1932—, y luego bombardeados por los aliados pero que, con toda regla y naturalidad, una vez reconstruidos, acogieron centenares de producciones hollywoodenses de la posguerra.
Para el papel de “el hombre sin nombre”, misterioso y encantador, Leone había considerado a Henry Fonda —cuyo salario era incosteable— y a Charles Bronson —que rechazó la oferta, pensando que el guión era malo—, además de otros nombres de peso en las producciones de vaqueros de aquellos años como Rory Calhoun, Tony Russell, Steve Reeves, Ty Hardin, James Coburn y Richard Harris quien, desdeñoso, acabaría recomendando a Eastwood como una opción posible para interpretar convincentemente a un vaquero —y que considera, hasta la fecha, que ha sido su gran aportación al cine.
El actor californiano, hastiado del monótono rol pese a que le daba cierta notoriedad, decidió arriesgarse y aceptar rodar en dos localidades españolas: lo que hoy es el parque nacional del Cabo de Gata-Níjar, en Almería, además de Golden City, un pequeño poblado construido cerca de Hoyo de Manzanares, en el municipio de la Comunidad de Madrid. Fue el hastío el que impulsó a Eastwood para dar vida al antihéroe de un filme que hoy consideramos clásico y que habría de reinventar los filmes del Viejo Oeste, la citada Por un puñado de dólares. Este era apenas el segundo largometraje de ficción de Leone, un realizador reconocido como asistente de dirección especializado en el género de sandalias, el péplum, pues había participado en dicho cargo en una gran cantidad de superproducciones estadounidenses filmadas en los estudios ubicados al Oriente de Roma, como Quo Vadis (1951, de Mervyn LeRoy); Helena de Troya (Helen of Troy, 1956, de Robert Wise), o Ben–Hur (1959, de William Wyler), además de varias adaptaciones operísticas a la pantalla grande y confección italiana, dirigidas por Carmine Gallone entre las que se cuentan Rigoletto (1946); El trovador (Il Trovattore, 1949); Fausto (Faust, 1949), o La forza del destino (1950), además de trabajar al lado de Vittorio de Sica en la gran cinta del naciente neorrealismo italiano Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, Italia, 1948).
El gran rapport que este convenenciero personaje llamado Joe mantiene con los habitantes del pueblo fronterizo de San Miguel, dividido entre dos bandos de contrabandistas, la familia de Ramón Rojo (el austriaco Sieghardt Rupp) y la de John Baxter (el italiano Gian Maria Volontè), ya que se contratará como pistolero con ambos, cuando en realidad intentará traicionarlos y esquilmarlos, librando a la comunidad del perpetuo derramamiento de sangre. En mucho ayudó, claro está, la música rítmica, heroica, nostálgica, emergida de un tiempo sin tiempo, repleta de sonidos de viento, disparos, golpes de yunque, mezclados con pegajosos silbidos , rítmicas guitarras eléctricas o acústicas, trompetas con sordina, armónicas con vibrato, tarolas incisivas y un dispositivo orquestal dinámico con coros machacones que sirve a los propósitos dramáticos de estas historias que revitalizaron el género gracias a sus personajes culposos, fallidos, incompletos y, al mismo tiempo, despiadados, sanguinarios y traicioneros.
El spaghetti western, llamado así un poco peyorativamente para deslegitimar un poderoso movimiento que acabó con los convencionalismos maniqueos de los héroes contra villanos perfectamente definidos; los moralinos códigos de conducta como el impulsado por el senador William H. Hays, que provocaron la decadencia del una vez glorioso cine de vaqueros estadounidense; estrenó ésta, su primera gran producción, en septiembre de 1964 en Italia y en los meses subsecuentes en otros países de Europa, Asia y América, pero tardó tres años en llegar a Estados Unidos. La dilación se debió a las trabas legales que les significó la demanda internacional interpuesta por los productores Ryūzō Kikushima y Tomoyuki Tanaka, de la premiada Yojimbo (Japón, 1961), de Akira Kurosawa, pues el argumento resultaba idéntico y la producción protagonizada por Toshirō Mifune como el ronin Kuwabatake Sanjuro, le había valido ganar la Copa Volpi a Mejor Actor justo en la Mostra, como también es conocido el Festival de Venecia, en 1961. Aunque los italianos adujeron que las raíces del drama escrito por Adriano Bolzoni, Mark Lowell, Víctor Andrés Catena y Jaime Comas Gil, se encontraban en la comedia del dramaturgo Carlo Goldoni, Un criado para dos amos (Il servitore di due padroni, 1745) así como en la novela Cosecha Roja (Red Harvest, 1929), de Dashiell Hammett, acabaron por perder la disputa legal y no sólo debían aceptar el crédito de Ryūzō Kikushima y del propio Kurosawa en su propio guión, sino entregarles el 15 % de las ganancias y cederles los derechos de explotación en Japón, Corea del Sur y Taiwán, además de la cantidad de 100 mil dólares.
Como sea, al estrenarse en Estados Unidos en enero de 1967, la película logró tal impacto que atrajo al gran público a las salas de cine para emocionarse verdadera y nuevamente con los duelos entre pistoleros a caballo, en viejas cantinas y con bellísimas damas que rescatar y luego enamorar, con el añadido de un espectacular color en Cinemascope. La recaudación global del filme se estima en 14 millones y medio de dólares cuando su costo original fue de apenas 200 mil, de los cuales, por cierto, al pistolero del poncho tejido a mano sobre los hombros —más a la usanza de los héroes grecolatinos de cintas de espadas y sandalias que de los vaqueros clásicos—, sombrero de ala recta un poco ladeado y delgado purito en las comisuras de los labios, le correspondieron apenas 15 mil dólares. A la emergente estrella le tocaron apenas un puñado de dólares, es cierto, pero a cambio Eastwood logró su consagración como un arquetipo, un símbolo, y todo ello ocurrió muy lejos de su natal San Francisco.
Curiosamente, para su estreno en inglés y para hacerla pasar como una producción local, la cinta fue rebautizada como A Fistful of Dollars, Leone apareció acreditado como Bob Robertson; en tanto que los actores igualmente recibieron nombres artísticos anglos: Volontè como Johnny Wells, Sieghardt como S. Rupp y Joseph Egger como Joe Edger; los productores Arrigo Colombo, Giorgio Papi y Pietro Santini como Harry, George y Peter Saint; el fotógrafo Massimo Dallamano como Jack Dalmas, y Ennio Morricone como Dan Savio. Sólo Clint conservó su nombre en el roller.

Un taquillazo inmediatamente explotado
El equipo conformado por Leone, Morricone, Eastwood y Dallamano habría de explotar el éxito de la fórmula con una segunda entrega: Por unos dólares más (Per qualche dollaro in più, Italia-España-Alemania Occidental, 1965), en el que al mismo par protagonista anterior, Eastwood (ahora El Manco) y Volontè (Indio), se les une un destacado —y costoso— elenco internacional con el estadounidense Lee van Cleef (Douglas Mortimer), el alemán Klaus Kinski (el jorobado Juan Wild), los españoles Aldo Sambrell (Cuchillo) y Tomás Blanco (Sheriff), así como los italianos Benito Stefanelli (Luke Hughie), Mario Brega (Niño) y Luigi Pistilli (Groggy). El equipo se trasladó otra vez a la región andaluza, de vuelta en Almería pero esta vez en el desierto de Tabernas, en donde se construyó el poblado de El Paso, si bien otros interiores fueron filmados en los estudios Cinecittà.
Ya con un presupuesto triplicado y sin problemas de plagio —esta vez la historia salió del escritorio del productor Alberto Grimaldi—, la película sobre un par de cazarrecompensas: el viejo y experimentado coronel Mortimer y el joven Manco, que por las razones más disímbolas se unen para dar caza a los 14 miembros de la banda del Indio, con un plan que requiere infiltrarse en sus filas pero que desembocará en una salvaje balacera una vez expuesta la conspiración.
La inversión de 600 mil dólares para este segundo título del serial lograría recuperar, tras su estreno en diciembre de 1965, más o menos la misma cantidad de su predecesora: 15 millones de dólares. Económica y no sólo artísticamente, el spaghetti western perfeccionado por Leone había demostrado su rentabilidad y pertinencia como fórmula industrial.
La “Trilogía del dólar” habría de ser completada un año más tarde con otra película de culto, quizá la más exitosa de ellas: El bueno, el malo y el feo (Il buono, il bruto, il cattivo, Italia-España-Alemania Occidental, 1966), protagonizada por el que ahora era un exitoso dueto en el universo fílmico del italiano: Eastwood como Rubio, el bueno del título, y Van Cleef en el rol de Sentenza “Ojos de ángel”, que correspondería al malo, cazarrecompensas uno y el otro asesino a sueldo que emprenden juntos un periplo para rescatar un tesoro oculto en plena Guerra de Secesión del que se enteran por un soldado que le revela a cada uno datos incompletos y no les quedará otra opción que colaborar entre ellos para encontrar la tumba correcta en el cementerio de Sad Hill, antes que se adelante Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez, el feo, encarnado por el refinado intérprete neoyorquino entrenado en “El Método” Strasberg, Eli Wallach, en un recorrido paranoide y escabroso que los acabará enfrentando en este escenario circular, con un público conformado por inmóviles lápidas de cantera y teniendo como fondo una magnífica pieza “Il Triello” (El Trío), de la autoría de Morricone.
Tan conmovedor e indeleble es el impacto de este final, y tanta pasión y fanaticada despertó la película en sí, que en 2014 se conformó una sociedad cinéfila en Burgos, la Asociación Cultural Sad Hill, en cuyo seno reunieron esfuerzos particulares para reparar, reconstruir y poner en pie dicho camposanto, ubicado en el Valle de Mirandillas, para lograr conmemorar el cincuentenario del rodaje del filme, realizado durante el franquismo, mediante un simposio que reunió escritores, críticos, periodistas e investigadores, junto con exposiciones fotográficas, proyecciones al aire libre y conciertos en vivo.
Registro de todo ello, así como de algunos de los protagonistas y de artistas influenciados por este filme —críticos como Stephen Leigh, investigadores como Christopher Frayling, directores como Joe Dante o Alex de la Iglesia, y músicos como James Hetfield, de Metallica— para conformar el documental Desenterrando Sad Hill (Sad Hill Unearthed, España, 2017), de Guillermo de Oliveira, que ganó el premio a la Mejor Película de la sección Noves Visions de Sitges y que estuvo disponible durante algunos años en las plataformas en línea Netflix y Mubi.
Aunque la cinta contó con el mayor de los presupuestos de estas entregas, mil 200 millones de dólares, la inversión fue más que justificada, ya que en la taquilla acabaría superando los 25 millones, tal y como reporta el portal Box Office Mojo en esta y las cifras anteriores de recaudación aquí citadas.

Vuelta a la ruta individual
Eastwood ya no necesitaría de Leone luego de esos tres filmes emblemáticos que convirtieron a su personaje en un referente universal, pero queda claro que el director italiano tampoco requirió de sus servicios pues en su siguiente filme: Érase una vez en el oeste (C’era una volta il West, Italia-Estados Unidos, 1968), en coproducción con una major hollywoodense, la Paramount Pictures, ya contaría con su elenco ideal: Henry Fonda y Charles Bronson —sus dos primeros prospectos para el impasible hombre sin nombre—, junto con Jason Robards y la bellísima Claudia Cardinale, así como tampoco en su gran despedida del género, conquistando el Nuevo Continente con una historia ocurrida durante la Gran Prohibición en Manhattan, Nueva York: Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), con un elenco renovado y plagado de las estrellas del Nuevo Hollywood como Robert De Niro, James Wood, Joe Pesci, Elizabeth McGovern, William Forsythe o Burt Young, en una producción de la Warner Bros. Quizá tuviera que ver que la carrera como realizador de Leone no fue abundante, pues se compone de apenas ocho películas.
En simultáneo, el duro Clint retornaba gloriosamente a su país, ahora sí consagrado como pistolero del Viejo Oeste y listo para protagonizar títulos como Mi nombre es violencia (Coogan’s Bluff, Estados Unidos, 1968) o Dos mulas para la hermana Sara (Two Mules for Sister Sara, Estados Unidos-México, 1970), al lado de Shirley MacLaine y de Manolo Fábregas, con escenarios en Sonora y Morelos ambas dirigidas por Don Siegel para la Universal Pictures.
Y justo con ese director es que Eastwood hallaría un nuevo sendero en su carrera, lejos de los sombreros polvosos, los puritos ladeados y de los ponchos, al aparecer en la ya comentada El engaño, pero sobre todo en el papel del inspector policiaco Harry Callahan, apodado El Sucio, por hacer cumplir la ley más que las reglas legales, junto con su compañero Chico Gonzalez (Reni Santoni), especialmente cuando se trata de capturar a un francotirador multihomicida como Charles Davies, quien se hace llamar “Scorpio”, chantajeando a la ciudad de San Francisco —ciudad natal del autor y escenario recurrente en su carrera posterior— que exige una recompensa para detener su cuota mortal de un ciudadano al día en Harry el Sucio (Dirty Harry, Estados Unidos, 1971). El presupuesto de 4 millones de dólares que reporta la base de datos International Movie Data Base (imdb), no fue sino atinada, pues obtuvo una recaudación internacional de casi 36 millones.
El serial continuaría con Magnum 44 (Estados Unidos, 1973), de Ted Post, en el que persigue a policías sanguinarios que van asesinando a ciudadanos indeseables; con Sin miedo a la muerte (The Enforcer, Estados Unidos, 1976), de James Fargo en el que enfrenta a un grupo de veteranos de Vietnam que conforman una célula terrorista; luego Impacto fulminante (Sudden Impact, Estados Unidos, 1984), en la que el Vigilante auxilia a una víctima de violación a lograr su venganza y en que el actor se haría cargo también de la dirección de la cinta, para cerrar con una quinta entrega Sala de espera al infierno (The Dead Pool, Estados Unidos, 1988), dirigida por Buddy Van Horn en la que Harry intenta detener un club de apuestas sobre el asesinato de personalidades afamadas de la urbe, que lo incluyen a él mismo.

Una ética vital
Quizás este recorrido largo y muy tardado, esta espera atenta, es justamente la que haya rendido sus frutos en el caso de Clint Eastwood, un hijo absoluto del siglo xx y del par y medio de décadas que nos hemos adentrado en el xxi. Un miembro del Partido Republicano desde 1952, pero de creencias muy libertarias tanto en lo religioso, como en lo sexual, en el matrimonio igualitario y en el derecho al aborto, en el tema de las libertades individuales así como el de los derechos civiles. Cuando fue elegido para alcalde de su localidad de residencia, Carmel-by-the-Sea, se presentó como candidato independiente y años más tarde fue nombrado Comisionado de los Parques Estatales y Recreativos de California, primero por el gobernador demócrata Gray Davis y luego ratificado por el republicano Arnold Schwarzenegger, quien además lo hizo Comisionado de Filmaciones de ese estado de la Costa Oeste.
Es capaz de tales encarnaciones camaleónicas, sin variar un ápice su apariencia, su adustez o su permanente actuación como sí mismo, que puede aparecer como un fotógrafo de la revista National Geographic, Robert Kincaid, en el desolador descubrimiento del amor imposibilitado por las reglas de la adultez con el ama de casa Francesca (Meryl Streep, en otra de sus 21 nominaciones al Oscar actoral), en los rígidos años sesenta que se presentan en Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, Estados Unidos, 2003); lo mismo que el veterano de la Guerra de Corea, Walt Kowalski, cuyo intento por evitar el robo de su preciado Gran Torino (Estados Unidos, 2008), le obligará a tomar las armas para pacificar a su vecindario de las pandillas asiáticas de la comunidad Hmong, así como un viejo veterano de aquella intervención en Corea, Earl Stone, que regresa a la actividad, en este caso el trasiego de drogas para un cartel mexicano en La mula (The Mule, Estados Unidos), apareciendo en condiciones impecables a sus 88 años, y en su última aparición como Mike Milo en Cry Macho (Estados Unidos, 2021), en la que interpreta a una ex estrella de rodeo que ha de rescatar a un niño descendiente de hispanos de su madre alcohólica y llevarlo con su padre en una road movie paternal obviamente dirigido por el propio actor.
Y sea este tortuoso y complejo camino por la vida el que le haya permitido el lujo de dirigir un western de venganza a toda regla como lo es El fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, Estados Unidos, 1976), sobre un granjero que se une a la guerrilla confederada sólo para acabar con los soldados de la Unión que mataron a su familia, lo mismo que ese testamento reflexivo que es Los imperdonables (Unforgiven, Estados Unidos, 1992), su postrera aparición como un pistolero y exforajido en el Viejo Oeste retirado a una granja, que es contratado por última vez en su vida para vengar a las prostitutas indefensas en un pueblo, Big Whiskey, donde enfrenta junto con su excompañero Ned Logan (Morgan Freeman), al sheriff Bill Daggett (Gene Hackman), que impone implacablemente su poder por encima de la ley, en un filme dedicado a Sergio y a Don, los directores que le permitieron una carrera exitosa y, en este caso, ganar dos premios Oscar a Mejor Película y Mejor Dirección, además de ser nominado a Mejor Actor en la ceremonia de 1993. El fenómeno se repetiría en 2005 con otra película sobre la salida del retiro, en este caso del entrenador de box Frankie Dunn en Golpes del Destino (Million Dollar Baby, Estados Unidos 2004), de nuevo junto a Morgan Freeman (como el second Eddie “Scrap-Iron” Dupris) y con la joven actriz Hilary Swank (Maggie Fitzgerald), ganadora de la categoría a Mejor Actriz.
Este hito de la doble nominación, como director y a película, se repitió en el 2004 con Río místico (Mystic River, Estados Unidos, 2003), y aunque los triunfadores de esa noche fueron Sean Penn como Mejor Actor y Tim Robbins como Actor de Reparto en este drama intimista sobre la pérdida familiar y el duelo —que en realidad debiera haberse traducido al castellano como Río Mystic, pero ya estamos familiarizados con las pobrísimas traducciones de las distribuidoras fílmicas, como lo hizo Warner Bros. en este caso— y luego en 2007, con Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, Estados Unidos-Japón, 2006), en una producción que ganó la categoría de Edición de Sonido. Con Francotirador (American Sniper, Estados Unidos, 2014), lograría su más reciente nominación a Mejor Película.
El director, un decidido pacifista que se opone a la libre circulación de armas, y que tiene tal serenidad que mientras espacia sus actuaciones, ocho apenas en el nuevo siglo, no sólo acelera su actividad desde la silla del director, con 20 títulos desde el año 2000, incluidos un homenaje al equipo de rugby sudafricano con el que Nelson Mandela se ayudó a abatir el racismo con Invictus (Estados Unidos, 2009); a Frankie Valli sus compañeros en el cuarteto vocal The Four Seasons en Jersey Boys: Persiguiendo la música (Jersey Boys, Estados Unidos, 2014), o a héroes ciudadanos como el piloto Chesley Sullenberger que aterrizo un avión sobre un río en Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, Estados Unidos, 2016); a unos turistas estadounidenses que desarticularon un ataque terrorista en Europa en 15:17 Tren a París (The 15:17 to Paris, Estados Unidos, 2018), o el policía privado que evitó víctimas en un atentado con bombas durante los Juegos Olímpicos de Atlanta en El caso de Richard Jewell (Richard Jewell, Estados Unidos, 2019) y claro está, el séptimo episodio, “Piano Blues”, de la serie The Blues (Estados Unidos, 2003, producida por Martin Scorsese), que incluye a Ray Charles, Dave Brubeck, Count Basie, Fats Domino o Marcia Ball, además de él mismo como cineasta e intérprete del teclado.
Quizás todos estos cantos, entre gloriosos y elegiacos, sean los que lo han mantenido firme a su convicción de representar su edad con toda naturalidad y evitar el ridículo en que incurren otras estrellas de esa gran industria de los sueños mediante diversas intervenciones quirúrgico-estéticas que no hacen sino volverlos grotescos, contrahechos. Un ámbito, el de la fama, que en sus 70 años de carrera no ha logrado encandilarlo, deslumbrarlo ni apartarlo de su ruta, de sus convicciones, de su personal modo de entender la vida. Y es que justamente en esa ética insobornable es que radica el ejemplo mayúsculo del gran Clint Eastwood sobre la conducción de la vida, del trabajo y de la mentalidad en torno a la cual cada individuo es capaz de realizarse. Ya si se puede desarrollar con esa longevidad tan admirable, sin duda eso significa una vida plena, pletórica, deseable —tan sencillo, tan complejo y tan humano como eso.
Y desde ese buzón que tiene por ojos y que mantiene a la fecha, nos mira interrogante, analítico, seco y callado, como un ejemplo de cómo combinar fama con la cotidiana naturalidad. Un ejemplo, sí, que trasciende al cine… Y al arte mismo.