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Escribir es un acto de libertad: Eduardo Galeano

Se conmemora el décimo aniversario del fallecimiento del periodista y escritor uruguayo en este 2025; recuperamos esta conversación con él

Marzo 2025

Lo dejó dicho el historiador mexicano Alfredo López Austin al describir al escritor y periodista uruguayo: Eduardo Galeano era “un historiador informado, fundado, certero, directo, claro, confiable —dispuesto a divulgar lo que la historia oficial escondía”. Y sobre todo, habría que añadir, Eduardo Galeano era un ser humano generoso, comprometido. Hombre de izquierda, abrazó la causa de los “nadie” y le tomó el pulso a América Latina y al mundo en su larga carrera como periodista y escritor. Pero también reflexionó sobre el amor, la religión o el futbol, que tanto le apasionaba. Nacido en Montevideo en 1940, se marchó de este mundo en 2015. Para conmemorar el décimo aniversario de su fallecimiento, recuperamos esta entrevista con él.

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Hace justo una década, durante la presentación del libro Mujeres, de Eduardo Galeano, el historiador mexicano Alfredo López Austin se refirió al escritor y periodista uruguayo —que recién acababa de fallecer— con estas palabras: Eduardo Galeano era “un historiador informado, fundado, certero, directo, claro, confiable —dispuesto a divulgar lo que la historia oficial escondía”.

Y sí.

Pero sobre todo, habría que añadir, Eduardo Galeano era un ser humano generoso, comprometido.

Hombre de izquierda, abrazó la causa de los “nadie” y le tomó el pulso a América Latina y al mundo en su larga carrera como periodista y escritor. Pero también reflexionó sobre el amor, la religión o el futbol, una de sus mayores pasiones y alegrías y que no dejó de mirar hasta el final de sus días; que lo llevó, incluso, a declararse «messiánico», es decir, ferviente admirador y fanático de Lio Messi.

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Nacido en Montevideo en 1940, Eduardo Germán María Hughes Galeano falleció en su país natal el 13 de abril de 2015, a causa de un cáncer de pulmón. De niño siempre quiso ser futbolista, pero una crisis existencial que casi le costó la vida, a los 19 años, cambió completamente su destino. Aquel chico católico, con aspiraciones de deportista, se despojó de su viejo yo para renacer y reconvertirse en el Eduardo Galeano periodista, anticlerical, indignado, hecho que lo llevó a buscar la vida en la calle.

Esa misma búsqueda —e indignación— provocó que en la década de los setenta un grupo derechista militar lo encarcelara. Por esa causa se marchó a Argentina. Sin embargo, lo mismo le ocurrió ahí por lo que tuvo que viajar a España, donde vivió desterrado hasta que pudo regresar a su querido Uruguay en 1985.

Con las letras como su principal trinchera, Eduardo Galeano no dejó de dar voz a los sin voz. Desde su posición de periodista, cronista y escritor, defendió, como pocos, la dignidad humana. Fue un luchador infatigable, incombustible, un indómito, dejando como herencia más de una treintena de libros publicados. Uno de los más conocidos, que le darían reconocimiento y gran visibilidad, fue Las venas abiertas de América Latina.

Publicado en 1971, el libro fue un ensayo rompedor, en el que literalmente cuenta y narra la historia de nuestro continente; como él mismo lo definió: “Un manual de divulgación de ciertos hechos que la historia oficial, escrita por los vencedores, esconde o miente”.

Aquí, un paréntesis: en el libro póstumo El cazador de historias, publicado en 2016, el narrador confiesa: “En 1970, presenté Las venas abiertas de América Latina al concurso de Casa de las Américas, en Cuba. Y perdí. Según el jurado, ese libro no era serio. En el 70, la izquierda identificaba todavía la seriedad con el aburrimiento”.

Las venas abiertas de América Latina se publicó poco después del certamen “y tuvo la fortuna de ser muy elogiado por las dictaduras militares, que lo prohibieron”, escribe Galeano. Y añade: “La verdad es que de ahí le viene el prestigio, porque hasta entonces no había vendido ejemplares, ni la familia lo compraba”, se sincera con humor. Cerremos el paréntesis.

A este libro —Las venas abiertas— le seguirían después otros títulos sobresaliente, como la trilogía «Memoria del fuego» —compuesta por Los nacimientos, Las caras y las máscaras y El siglo del viento—, El libro de los abrazos, Patas arriba / La escuela del mundo al revés, Bocas del tiempo o Espejos.

Eduardo Galeano en una imagen de 2012. / Foto: Donostia Kultura (Wikimedia Commons)

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“El mundo no está hecho de átomos, está hecho de historias”. Eduardo Galeano citaba a menudo esta frase de la activista y poeta norteamericana Muriel Rukeyser. Y él lo tenía tan claro que para demostrarlo nos contó cientos de historias.

En junio de 2004, recién salido Bocas del tiempo, el escritor uruguayo atendió mi solicitud para contestar algunas preguntas (para la hoy desaparecida sección cultural de El Financiero). Para entonces, su capacidad de análisis de las nuevas crisis ya lo habían convertido en uno de los referentes intelectuales latinoamericanos.

En Bocas del tiempo, Galeano se había propuesto rescatar esas pequeñas historias que suelen perderse en la inasible vida cotidiana. “Escribo para rescatar la grandeza de las cosas chicas y señalar la mezquindad de lo grande”, le dijo a una agencia de noticias. Y es que, para él, era “en la vida cotidiana donde está escondida la grandeza del Universo”.

Y sí: en Bocas del tiempo, Galeano había reunido 333 relatos breves arrancados directamente de la realidad. En él, hay un poco de todo. No tiene ningún tema, tiene todos los temas. Son textos que se enlazan y que van recorriendo tramas muy diversas: la tierra, la infancia, el amor, la lluvia o la guerra. Todo está ahí.

El libro también significaba su regreso a la brevedad. Y por ahí comenzó la entrevista…

—Usted lleva ya varios años trabajando con este lenguaje conciso. ¿Por qué? ¿Qué es lo que le atrae de él?

—Es lo mío. Decir más con menos. Juan Rulfo me mostró una vez un lápiz de esos que tienen el grafo en una punta y una gomita para borrar en la otra punta. Así que señalando la gomita de borrar, me dijo y me enseñó: “Se escribe con esto”.

—Pero, entonces, ¿qué es lo que más valora, qué prefiere: concisión o precisión?

—Para mí, son sinónimos. Claro que en tren de suprimir y suprimir palabras, uno corre el peligro de que le ocurra lo que al tipo aquél que había puesto un cartel que decía: “Aquí se vende pescado fresco”. Pasó alguien que opinó que sobraba la palabra “Aquí”. Después, otro dijo que nadie iba a creer que el pescado se regalaba. Y otro explicó que a quién se le va a ocurrir ofrecer pescado podrido. Y, al final, uno más dijo que con ese olor a pescado qué necesidad había de poner ningún cartel. Y el cartel desapareció.

—Hablemos del libro. ¿A quién pertenece Bocas del tiempo? Se lo pregunto porque en él están representados varios países.

—Este libro camina por tierras muy diversas y muy diversos tiempos, va y viene con toda naturalidad de un lugar al otro, y de una época a otra. Yo no creo en fronteras. Espacio abierto, tiempo sin límites: escribir es un acto de libertad. Así que el libro pertenece a quien lo sienta suyo, en cualquier lugar, en cualquier momento.

—¿Y cómo le ha hecho para recoger tantas historias? ¿Cuánto ha tardado en escribirlo?

—Son ellas, las historias, quienes me tocan el hombro cuando yo ando caminando por ahí: “Oye”, me dicen, “quiero que me cuentes”. La realidad, generosa señora, las ofrece cada día. Pequeñas cosas de la vida cotidiana que contienen alguna electricidad que… No sé; no puedo explicar por qué valen la pena, pero valen. Ahora, eso sí: hay historias por hablado y hay historias por escrito. Sólo escribiéndolas se sabe si son escribibles. Y eso al cabo de muchas versiones, una, dos, diez, veinte… Me cuesta mucho trabajo llegar al momento en el que siento que puedo ofrecer una historia a los demás. Y después mucho más trabajo me cuesta averiguar si enlaza con otras. Por ejemplo, Bocas del tiempo ha nacido de muchos más relatos que los que están en sus páginas. Ocho años me llevó escribir el libro, o más bien dicho tejerlo, porque «texto», del latín textum, significa tejido. Así que varios hilos de colores quedaron fuera de la trama final. Entraron 333 historias. Lindo número, ¿no? Así se dio, así salió. Supe que eran 333 cuando las conté, al hacer el índice.

—Usted cuenta la historia de Ximena, una niña que le dice a su madre: “¿Para qué existen, mamá, las palabras que no se dicen?”. ¿Para qué existen, maestro?

—El relato se refiere sobre todo a eso que llaman “malas palabras”. A los niños les cuesta aceptar esas estupideces de los adultos… La verdad es que no hay palabras buenas ni palabras malas. O, en todo caso, buenas son todas las que nacen de la necesidad de decir.

—Una niña guatemalteca dice que las palabras tienen música y color.

—Tiene razón. Las palabras suenan y sonando colorean el aire. Es una pena que se haya perdido la costumbre de leer en voz alta en las escuelas.

—Por cierto, con este libro parece que renueva su compromiso con los desfavorecidos.

—Todo depende del punto de vista. Yo no me doy la orden de comprometerme con nada ni con nadie. Simplemente ocurre que continuamente me pregunto dónde están las voces que vale la pena escuchar, las que no son un eco bobo del poder, y cuál es la otra mirada posible ante cada cosa. Busco el otro punto de vista, el punto de vista del otro: el despreciado, el ignorado, el maldito. Escribiendo lo hago mío, y eso me abre un horizonte asombroso.

—Junto a los marginados, otro protagonista del libro es la naturaleza.

—Sí, la naturaleza de la que formamos parte. No la naturaleza como paisaje. Somos ella. Habría que recuperar ese perdido sentido de comunión con todo lo que tiene piernas, patas, alas, raíces o aletas, que ha sobrevivido, milagrosamente, en las culturas indígenas de las Américas.

Bocas del tiempo también me ha recordado a esos antiguos contadores de historias, esos narradores que se encontraba en los cafés, o sentados en piedras viendo pasar el tiempo… O a los abuelos, quienes esperan la menor oportunidad para contarnos todo. ¿Todavía es posible encontrarlos? ¿Hay lugar para ellos en este mundo caótico?

—Son ellos, justamente ellos, las bocas del tiempo que cuentan el viaje humano. Ese viaje está hecho de historias, como el mundo. Me viene a la cabeza algo que escribió mi amigo Julio César Castro: era la historia de un cuento que andaba tristísimo porque no encontraba quién lo contara. Ojalá nunca falten las bocas, ni las historias que merecen ser contadas.

—Y usted, ¿sabría contarme una historia que explique qué es América Latina?

—Si la explicamos, la matamos. Lo que sucede es que la realidad americana es mucho más prodigiosa y misteriosa que cualquier explicación.

—¿Cree que América Latina sigue con las venas abiertas?

—Respondo así: la otra noche me encontré con el conde Drácula. Estaba muy deprimido. Andaba buscando un psicoanalista. Tremendo complejo de inferioridad tenía el conde, por culpa de las corporaciones multinacionales.

—¿Y qué papel le da, entonces, a la memoria? Si me permite, la memoria está presente en su obra de una u otra manera. En su trilogía “Memoria del fuego”, usted escribe: “Ojalá esta obra pueda ayudar a devolver a la historia el aliento, la libertad y la palabra”. ¿Por qué la considera tan importante? ¿Cuál es el poder que tiene?

—La memoria como catapulta, no como ancla. La que invita a vivir. Hay una tradición reveladora que se ha mantenido viva en algunas comunidades de Chiapas y de la costa occidental de Norteamérica. Cuando el alfarero viejo se retira, porque le fallan los ojos y le tiemblan las manos, ofrece al alfarero joven su vasija mejor. Y el joven, el heredero, no guarda esa obra maestra para mirarla y admirarla, sino que la revienta contra el piso, la rompe en mil pedacitos, los recoge y los incorpora a su arcilla.

Eduardo Galeano. / Foto: internet.

Coda: el amor por el futbol

Como la mayoría de los latinoamericanos, el futbol corría por la sangre del escritor Eduardo Galeano: fue uno de los intelectuales que más escribió a favor de este deporte (y que a más de un intelectual le pone los pelos de punta).

Y siempre fue así. Ya en 1968, por ejemplo, había prologado una antología de cuentos titulada Su majestad el futbol con textos de Albert Camus, Mario Benedetti, Horacio Quiroga, entre otros, y en el cual ya hacía referencia sobre esa mirada intelectual que acusa a este deporte de ser la “causa primera y última de todos los males”.

Luego vendría, en 1995, otro de sus grandes clásicos: El futbol a sol y sombra, en el que intenta unir los dos universos: “Escribí el libro para la conversión de los paganos. Quise ayudar a que los fanáticos de la lectura perdieran el miedo al futbol, y que los fanáticos del futbol perdieran el miedo a los libros”, escribió en una ocasión.

En Bocas del tiempo, Galeano volvía a dedicarle algunas líneas al «deporte de masas». Demasiado tentador para no preguntarle por él:

—Maestro, nuevamente escribe sobre el futbol. Su (nuestra) pasión. ¿Sigue practicando el futbol mientras duerme?

—Sí. Es mi única manera de hacer goles prodigiosos: así, en el sueño. En la vigilia, celebro el futbol bello jugado por los que cometen el atrevimiento. La belleza se ve cada vez menos en las canchas, aunque todavía se ve. Fuera de las canchas, me temo, pasa lo mismo.

—Precisamente eso quería preguntarle: ¿hay lugar todavía para el arte, para la libertad, en el futbol?

—Sí. En el futbol, y en todos los espacios de la vida, hay todavía lugar para el arte y para la libertad. Y para la alegría. Todo eso, que suena a milagro, existe todavía, y es mucho más importante que el resultado. El problema del futbol nuestro es que se ha vuelto avaro y feo. Además, perdemos; y, lo peor, es que últimamente perdemos por goleada. Pero si jugáramos lindo la gente se aguantaría las derrotas con mejor humor. Uno de los textos de Bocas del tiempo que tiene que ver con el futbol, habla de la otra final del Mundial 2002. Mientras Brasil y Alemania disputaban su partido, en las cumbres del Himalaya jugaban su propia final los dos peores equipos del mundo, las selecciones del reino de Bután y de la isla de Montserrat, que figuran últimas en el ranking internacional. Los jugadores se divirtieron muchísimo, jugando por el puro placer de jugar. Por cierto, cuando el partido terminó, la copa, el trofeo, se partió en dos.

—¿Y qué ha sucedido con el Nacional, su equipo, y, en general, con el futbol uruguayo? Anda un poco de capa caída…

—Sí. En el fondo del pozo, y seguimos excavando. El futbol es un espejo de todo lo demás, en el Uruguay y en cualquier otro país. El futbol uruguayo supo brillar en las canchas del mundo hace ya muchos años, cuando el país vivía tiempos de mucha energía creadora. Ahora estamos metidos en una espiral de decadencia, un país de viejos, que niega trabajo a sus jóvenes y los obliga a irse… Enfermos de nostalgia. Así estamos.

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