Marzo, 2025
Otro día comienza en la villa de Space X. Desde afuera parece un vistazo al futuro: casas uniformes, calles impecables, la innovación flotando en el aire. Los cohetes proyectan sus sombras sobre la tierra como símbolos de las aspiraciones humanas. Sin embargo, escribe Luna Beltrán, detrás de esta fachada de progreso se oculta una contradicción más profunda, una que convierte cada día en una especie de enigma existencial.
Otro día comienza en la villa de Space X. Desde afuera parece un vistazo al futuro: casas uniformes, calles impecables, el leve zumbido de la innovación flotando en el aire. Los cohetes proyectan sus sombras sobre la tierra como símbolos de las aspiraciones humanas: un recordatorio de que aquí se construyen sueños de otros planetas. Sin embargo, detrás de esta fachada de progreso se oculta una contradicción más profunda, una que convierte cada día en una especie de enigma existencial.
Esta no es una villa en el sentido tradicional. Es un espacio completamente producido, en el que una sola entidad no sólo diseña su forma física, sino que determina sus usos, su significado y las relaciones sociales que lo habitan. Lefebvre diría que este es un caso extremo de la producción del espacio en el capitalismo tardío: un entorno donde todo —la arquitectura, la vida cotidiana, incluso el tiempo— está subordinado a una lógica de optimización y control.
Aquí el poder no se impone a través de la fuerza bruta, sino de la estructura del espacio. No hay necesidad de prohibiciones explícitas cuando el diseño urbano desalienta la disidencia: las calles perfectamente calculadas no dejan margen para la improvisación; las casas idénticas homogeneizan la experiencia; la estética pulida y eficiente hace que cualquier cuestionamiento parezca una anomalía. En este espacio producido con precisión, la política no está prohibida por decreto, sino por diseño.
Como en el 1984 de Orwell, el control no requiere violencia directa, sino interiorización del silencio. Cuestionar es interrumpir, e interrumpir es arriesgarse a ser excluido. Ahí están los empleados que denunciaron casos de acoso sexual, quienes, en lugar de encontrar justicia, fueron despedidos. Sus acciones fueron calificadas de “perturbadoras”, incompatibles con la famosa “no asshole policy” de la empresa. En un espacio donde la producción es lo único que importa, el conflicto es un obstáculo. No es que el poder necesite reprimir la disidencia; simplemente crea un entorno donde el disenso parece irrelevante o incluso peligroso.
La villa no es solo un lugar, sino una relación social cristalizada en el espacio. Su estructura refleja su función: está cerrada, autosuficiente, perfectamente regulada. Es un espacio concebido y dominado por quienes lo diseñaron, con poca interferencia del espacio vivido, de la espontaneidad de sus habitantes. No se trata solo de una villa aislada, sino de un modelo que puede replicarse en cualquier parte del mundo —o del universo. Lefebvre argumenta que la globalización y el avance del capitalismo han hecho que el espacio se convierta en una mercancía, y este lugar es la prueba viviente de ello. Aquí el espacio ya no se habita: se consume.

Más allá de los límites de la villa, está la tierra, antes salvaje, ahora llena de cicatrices. El suelo lleva el peso de una explotación implacable, el agua carga con la contaminación y los acuerdos para proteger la flora y fauna son ignorados. La Comisión de Calidad Ambiental de Texas (TCEQ) y la EPA multaron a SpaceX por verter presuntamente aguas residuales industriales en humedales. Sin embargo, las demandas se acumulan: desde la Tribu Carrizo Comecrudo hasta organizaciones ambientales que acusan a la FAA de negligencia en la revisión ambiental del proyecto Starbase. Los incendios, fugas y explosiones se han convertido en el costo inevitable de este avance. Aquí el progreso se mide en la destrucción que justifica, una marcha lineal que ignora los ciclos de la naturaleza y la humanidad.
Y aun así, sigo aquí. Me despierto en una de estas casas, respiro el mismo aire, observo los cohetes elevarse al cielo. No trabajo directamente en este sistema, pero dependo de él. Mi presencia me hace cómplice en formas que no puedo negar. Me digo a mí misma que veo más allá de la ilusión, pero ¿acaso eso importa? ¿Resisto al observar o soy sólo otra pieza de esta máquina, lubricada por mi propia hipocresía?
En las noches, mientras las sombras se alargan, pienso en las paradojas que definen este lugar. Mark Fisher escribió que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. En la villa, esa idea se siente palpable. Esto debería ser el futuro, pero se parece demasiado al pasado: una estructura feudal disfrazada de innovación. Los cohetes y drones no son más que castillos y catedrales modernos, símbolos de poder que pretenden servir a la humanidad mientras realmente se sirven a sí mismos.
Quizá el truco más cruel de esta burbuja es su seducción. Byung-Chul Han sostiene que el poder moderno no se impone con violencia, sino con comodidad. Aquí el poder susurra en lugar de gritar. Ofrece subsidios, sistemas optimizados y una estética limpia, mientras exige en silencio una conformidad absoluta. En ese silencio, la burbuja se expande sin ser desafiada.
Lefebvre diría que este espacio, aunque parezca inmutable, no es absoluto; es un producto social, lo que significa que también puede ser transformado. Pero la pregunta que me atormenta es si la resistencia es posible dentro de una estructura así. ¿Se puede desafiar un sistema que absorbe cada crítica y la usa para fortalecerse? ¿O la resistencia comienza al negarse a mirar hacia otro lado, al continuar nombrando las contradicciones, incluso cuando parece inútil?
Otro día termina en la villa, y me quedo con la misma paradoja con la que desperté: vivir en un lugar que promete libertad mientras sutilmente la desmantela. El progreso aquí no se trata de avanzar; se trata de perfeccionar el control. Y sin embargo, incluso dentro de esta burbuja, deben existir grietas. Después de todo, ningún sistema, por perfecto que sea, puede silenciar las preguntas para siempre.