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Yo no creo en el rencor: Jesús Luis Benítez

Cuatro décadas y media después

Febrero, 2025

Lo dejó escrito Arturo Trejo Villafuerte: Jesús Luis Benítez era “el más ondero de la Onda, el más underground de nuestros escritores, incluso mucho más que Parménides García Saldaña”. Y sí. De los escritores denominados de La Onda por Margo Glantz, acaso Jesús Luis Benítez era el que más se apegaba al canon que definía aquella autora para intentar retratar los desafíos escriturales de una generación nacida con el rock. (Y no sólo: sus apariciones en la Sala Manuel M. Ponce para leer sus cuentos, por ejemplo, eran demasiado irreverentes para su tiempo). Nacido en la Ciudad de México en 1949, El Booker se fue de este mundo prematuramente a los 30 años de edad, en marzo de 1980. Ahora que se cumplen cuatro décadas y media de su fallecimiento, Víctor Roura lo evoca en estas líneas.

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Si hemos de creer en el poeta hidalguense Arturo Trejo Villafuerte (fallecido a los 66 años de edad hace un lustro, el 13 de mayo de 2020), a mediados de febrero de 1980 entró Jesús Luis Benítez para entregar un cuento a la redacción de “La Semana de Bellas Artes”, un suplemento del instituto oficial que en esa época se distribuía encartado en algunos periódicos.

—Tenía un aspecto desastroso y su hedor era intenso. Ignacio Trejo Fuentes [Hidalgo, 4 de junio de 1955 / 30 de mayo de 2024] y yo lo atendimos —contaba Arturo Trejo—, le recibimos su trabajo y luego le reclamamos que cómo era posible que un tipo tan inteligente y con tantas cosas por decir anduviera (y se encontrara) en esa situación. El Booker bajó la cabeza y una discreta lágrima apareció en su mejilla. Había perdido muchas cosas, pero no la dignidad ni la inteligencia, le cayó el veinte y aceptó que teníamos razón (¿la teníamos?) y se fue caminando lentamente, dejando su cauda de un aroma irrespirable. Unos días después regresó y me dejó un grueso fólder: “Trejo, aquí te dejo mis sobras completas. Te las encargo a ti que eres ordenado”, y se fue rápidamente. Dicen que llegó a su casa, se bañó, se rasuró y le vino un paro cardiaco.

Era el 3 de marzo de 1980.

Jesús Luis apenas tenía 30 años de edad: su muerte ocurrió tres meses antes de su onomástico 31, que hubiera celebrado el 1 de junio.

Para recordar al bueno de Jesús Luis Benítez, El Booker, Gonzalo Martré en su modesta Editorial La Tinta Indeleble publicó 20 años después, en 2000 (entonces un Martré septuagenario: ahora cuenta con 96 años de edad, mismos que acaba de cumplir el pasado 19 de diciembre), el libro A control remoto y otros rollos que, pese a llevar el título del primero de los dos únicos libros que diera a la luz Benítez en vida, es una selección de ambos volúmenes más el poemario póstumo Canciones para gandallas, editado cinco años después de la muerte del escritor.

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Nacido en 1949 en la Ciudad de México, Benítez ingresó, a los 18 años, al taller literario de Juan José Arreola (1918-2001) y un año antes de su deceso, el de Jesús Luis, había sido becario del Instituto Nacional de Bellas Artes. A los 25 años publicó, en la desaparecida Editorial Samo, el ya mencionado A control remoto y otros rollos; después, en la Universidad Veracruzana, vería la luz Las motivaciones del personal.

El libro-homenaje, editado en el año 2000, bajo el cuidado de Salvador Ávila Beltrán (1956-2025), contiene 13 textos seleccionados de los tres citados volúmenes, más tres “oberturas” de Xorge del Campo (1945-2008), Miguel Ángel Flores (1948-2018) y Arturo Trejo Villafuerte, quienes hablan de Benítez centrando su obra y su persona.

Su primer libro de cuentos, dice Del Campo, posee un estilo y temática que, según el propio Benítez, “eran una declaración de ruptura con las tendencias literarias hasta entonces predominantes. O rebelión. O desquite, pero nunca capricho. Sus personajes, opuestos de suyo y/o frontalmente a los adultos, son jóvenes de la clase media urbana que, con evidentes aviesas intenciones, se burlan descaradamente de las personas mayores. Así que, en consecuencia, desean imponer una visión del mundo (o por lo menos una sociedad) contraria a la establecida, regularizada o normal”.

Pero hay otros innumerables escritos de Benítez que se hallan perdidos, extraviados o en manos impropias. Al abandonar la dirección de Literatura del INBA, Trejo Villafuerte dejó el material inédito que El Booker le encargara en una gaveta junto con libros y revistas suyos. Al regresar por ellos, meses después (Trejo Villafuerte nunca precisó cuántos), “ya habían desaparecido algunas cosas, entre ellas el citado cartapacio. Gran sorpresa me causó, años después, al leer el Ejercicio sobre el derroche (supuestamente de Fernando Tola de Habich [Perú, 24 de enero de 1941]), saber que Emilio Fuego [Oaxaca, 1952-2013], gran amigo de José Tlatelpas [Ciudad de México, 1953], quien por cierto ‘trabajaba’ en Literatura del INBA, era el poseedor del material literario contenido en el famoso cartapacio. ¿Cómo llegó a sus manos? Lo ignoro y ése sería un tema para una novela detectivesca”.

Jesús Luis Benítez. / Foto: Archivo-Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura.

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La edición de los cuentos de Benítez (“el más ondero de la Onda, el más underground de nuestros escritores, incluso mucho más que Parménides García Saldaña”, sugería Arturo Trejo), nunca vueltos a imprimir después de su muerte, pues tal vez ni acabaron por venderse sus respectivas primeras ediciones de mil ejemplares, están de nuevo editados por la entereza y grata curiosidad intelectual de Eduardo Villegas Guevara (en su Cofradía de Coyotes en 2020) para palpar la fluidez narrativa de Benítez, quien cruzara, con pasmosa lucidez, las fronteras del delirio producidas por el alcohol y las drogas, que lo conducirían finalmente al abismo mortal.

El Booker publicó un ensayo sobre José Revueltas en la revista Usted, que yo dirigía en 1976, publicación de la cual salieran sólo tres números en el mercado periodístico porque el editor, Víctor Gazcón, se negó a seguir soportando una “revista cultural” cuando lo que él quería era una revista “para caballeros” de mundos lascivos. En dicho texto, Jesús Luis Benítez cuenta cómo, cuando vendía jícamas con chile y limón, Revueltas le cambió la vida. A partir de nuestro encuentro, El Booker nunca dejó de llamarme: me despertaba, incluso, nomás por ociosidad, por vía telefónica —mucho antes de la invención del celular— para engañarme con una llamada “radiofónica” (“dígame —decía fingiendo la voz, y jamás pude reconocerla en primera instancia— qué estación está escuchando en este momento y se va a llevar los discos que usted quiera de los Beatles”, y yo medio adormilado decía que no tenía la radio encendida y Benítez soltaba entonces la estruendosa carcajada), y para prometerme reiteradamente un artículo sobre Crosby, Stills y Nash que no pudo ya escribir. Le adelanté económicamente varios textos que tampoco ya pudo entregar.

Lo apreciaba, en verdad.

Su muerte me cayó como un rayo fulminante. Nunca voy a olvidar su risa, ni su insuperable buen humor. Ahora que lo releo, vuelvo a confirmarme su vena narrativa. Tenía muchas posibilidades narrativas, si bien sus cuentos son, apenas, el embrión de ellas. El Booker no se dio tiempo para afinarlas: él, que siempre caminaba en las orillas de los precipicios, en un descuido cayó al vacío antes de que se percatara incluso de su propia caída.

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En su cuento “Ellos no, nunca” redacta, en el último párrafo, un autorretrato preciso: “Así era él. Así murió: lanzando su risa en la descarnada faz de la agonía. Por eso es que siempre tengo esta sonrisa para los demás, no importa que pasen escupiéndome su propio odio con la mirada, triturando en sus dientes maldiciones sin eco: yo no creo en el rencor de ellos hacia mí, más bien tengo la certeza de su propia carga de amargura que los lleva a maldecir a la madre que los engendró y a oscurecer la tarde con sus muecas talladas en metal, con su estatura de hormigas y sus pequeñas, falsas y oscuras palabras donde nada sucede, donde sólo transcurre ese tiempo que ellos consumen con pasos apresurados, que los llevan de ningún lado a ninguna parte. Si ellos supieran, si al menos voltearan a verme, siquiera se enteraran quién soy yo. Pero no”.

Ciertamente, pocos voltearon a ver al buen Jesús Luis Benítez.

Casi nadie.

Pero los buenos hombres, como Jesús Luis Benítez, sobreviven.

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