Diciembre, 2024
“He decidido declararme marxista” es una frase que anotó en uno de sus diarios cuando tenía 13 años. Con esta consigna, Jon Lee Anderson ahora da título a su nuevo libro: una recopilación de sus mejores textos y crónicas (en dos tomos). Apuntan los editores en la contraportada: “Considerado el heredero de Ryszard Kapuściński, los reportajes de Jon Lee Anderson, además de mostrar una brillante dimensión literaria, son un fascinante reflejo del clima sociopolítico de nuestra época, pero también el valioso testimonio de un periodista comprometido con la verdad y dispuesto a participar en la historia”. Sebastiaan Faber ha conversado con él.
Sebastiaan Faber
Jon Lee Anderson, reportero intrépido, lleva 45 años viajando por las zonas más conflictivas del mundo contándonos lo que ve. En lengua inglesa —y quizá a nivel mundial— Anderson (1957) es quien mejor encarna el legado de Egon Erwin Kisch (1885-1948) y Ryszard Kapuściński (1932-2007). Lo que impulsa sus crónicas, además de una insaciable curiosidad, es un compromiso periodístico con la verdad, radicado a su vez en dos elementos clave: la subjetividad del autor, que se niega a esconderse detrás de una máscara objetivista, y un humanismo solidario que se asume, de modo natural, como una forma de antifascismo.
Al igual que Kisch y Kapuściński, Anderson es un nómada nato. Aunque esta tarde de diciembre lo he pillado en su casa inglesa, sólo se trata de una breve tregua entre viajes. Hace semana y media, cuando le envié un whatsapp para quedar, estaba terminando un largo reportaje sobre la Argentina de Javier Milei para la revista The New Yorker. Asimismo, ha pasado por España, donde en tres días dio más de 20 entrevistas para promocionar su nuevo libro. Hoy está a punto de salir de nuevo, primero a Miami y, después, a Brasil, por dos reportajes en fases diferentes de desarrollo. “A sus colegas y amigos nos ha parecido alguien en perpetuo movimiento: en Argentina una semana, en Oriente Próximo apenas unas semanas más tarde, en África al cabo de un mes”, dice el escritor David Rieff en el prólogo de He decidido declararme marxista, el primer volumen de lo que serán dos colecciones —casi 1.500 páginas en total— de sus crónicas traducidas al castellano. Motivo suficiente para conversar con él, con Jon Lee Anderson.
—El mundo ha cambiado bastante desde que publicó sus primeras historias a finales de los años setenta. ¿También ha cambiado su forma de trabajar?
—No. He madurado como escritor, pero yo diría que, en lo esencial, mi mirada sigue siendo la misma. Y esto lo puedo afirmar con alguna certeza porque hace poco he vuelto a leer cuatro crónicas muy tempranas que escribí en inglés en el Lima Times en 1979-80, basadas en sendos viajes a la jungla. Al releerlas, me di cuenta de que ya entonces me sentía atraído por la misma gente que hoy, las mismas historias. Quizá había menos reflexión y mis textos eran menos sofisticados, pero el ritmo y el espíritu del relato son los mismos. Ahora bien, esa voz casi la perdí poco después.
—¿Qué pasó?
—Entré a trabajar como stringer [corresponsal sin contrato fijo] en Centroamérica para la revista Time. Lo dejé al cabo de dos años por dos motivos. Uno era político. La revista era mucho más conservadora de lo que yo había supuesto y las historias que yo enviaba eran rechazadas cada tanto. Pero, además, los reportajes que sí se daban salían reescritos de arriba abajo por un tipo en Nueva York que los “traducía” al estilo de la casa. Para mí, fue una experiencia abrumadora y frustrante. Tenía la sensación de que, apenas había nacido como escritor con voz propia, ya estaba siendo asfixiado. Tuve que trabajar muy duro para volver a dar con mi voz. Lo que me permitió reencontrarla, al cabo de varios años, fue preparar dos libros con mi hermano Scott, y después escribir un libro solo, que sería Guerrillas.
—Decía que su mirada es la misma que cuando empezó a escribir.
—Sé que me atraen ciertos tipos de personajes. Me fascina la mitología como un elemento esencial de la política y de la Historia. Esa fascinación es la que guía mi mirada y oído. Claro que, a estas alturas, también me dejo guiar por la experiencia y la intuición. Sé cuando me toca seguir empujando porque me mienten o porque aún no tengo lo que estoy buscando. Y con el paso de los años he aprendido ciertas lecciones. Por ejemplo, nunca rechaces una entrevista, aunque sea con una persona que en ese momento parece insignificante. Por más importante que tú te creas, o por más cansado que estés, hay que realizar esa entrevista, porque nunca sabes qué puede salir.
—Me recuerda lo que dice Robert Caro, el biógrafo de Lyndon B. Johnson: en el trabajo de archivo, hay que darle la vuelta hasta al último pedazo de papel.
—Exacto. Y aunque suene trillado, es esencial mantener la sensación de curiosidad, la capacidad de dejarse sorprender por las personas y por los tiempos en que vivimos.
—En el prólogo a su nuevo libro —He decidido declararme marxista—, David Rieff lo describe como un periodista a la vieja usanza. “Anderson no moraliza”, escribe, sino que “desvela a sus lectores la información necesaria para que puedan moralizar”. Y agrega: “El cometido del periodismo bien hecho consiste en ser un testigo y no un fiscal; y en ese sentido Anderson, a diferencia de innumerables colegas, se ha mantenido fiel a su vocación”. ¿Está de acuerdo con que usted no moraliza pero que sí lo hacen muchos de sus compañeros?
—Bueno, David es muy David y ese es su punto de vista. Yo no soy quién para opinar sobre lo que hacen o dejan de hacer mis compañeros. Y, además, habría que clarificar de qué medios estamos hablando: ¿de los diarios? ¿de la televisión? ¿de ensayos que salen en revistas como The Atlantic? Es verdad que hay un periodismo de opinión instantáneo con el cual nunca me he sentido cómodo, aunque a veces me he visto obligado a practicarlo. Cuando estoy en un lugar donde ocurren cosas noticiables, a veces me llaman para pedir mi opinión, como de hecho me acaba de pasar en Argentina. Pero esas situaciones las evito cuando puedo. Es que yo no me considero un experto. No presumo de saber mucho más allá de lo que acabo de vivir. Siempre me han molestado las personas que parecen saberlo todo sobre las conflagraciones del mundo: cuál es la solución para Oriente Medio, cómo tratar a Irán, Rusia o China, etcétera. En los medios, parece haber más periodismo de opinión que antes.
—¿Está de acuerdo en que resistir ese género es una forma de lealtad vocacional?
—Sí. Tengo la sensación de seguir siendo fiel a los principios que aprendí de joven, de periodistas a los que admiraba: testigos de la Historia cuyas crónicas resisten el paso del tiempo, personas de una gran credibilidad que arriesgan su vida para observar la Historia y nos cuentan honestamente lo que ven y sienten alrededor suyo. Con eso suele bastar: esa forma de reportar, de registrar la Historia, nos permite a los lectores formarnos nuestros propios juicios morales o políticos.
—¿El reportero no toma partido, entonces?
—Claro que sí. En última instancia, siempre toma partido. Uno siempre juzga, pero de forma implícita. Incluso la misma decisión de qué marco adopta uno, qué incluye en su narración, implica una serie de juicios. De eso, yo mismo tardé en darme cuenta, la verdad. El otro día volví a leer una pieza sobre Pinochet que escribí hace años, y se me ocurrió que el retrato que hago allí de Santiago de Chile es bastante grosero. El paso del río Mapocho por el distrito financiero que se conoce por Sanhattan —y cuya construcción ejemplificaba el supuesto milagro económico del pinochetismo— lo vi como una cloaca, y así lo describí. Ahora, no es que yo les dijera a mis lectores: “Miren esta cosa asquerosa que están construyendo en Chile”, pero sí era lo que sentí y lo que acabé mostrando. Me parece apropiado. Al fin y al cabo, fue mi impresión del lugar. Mis lectores pueden decidir si están o no de acuerdo.
—En su último reportaje sobre Argentina, describe las protestas de los pensionistas contra los enormes recortes que ha impuesto Javier Milei. Después nos cuenta su conversación sobre el tema con el presidente, y observa que Milei “ni una sola vez expresó simpatía por los pensionistas. Ni siquiera reconoció que eran personas”. Un pasaje así, ¿no roza el moralismo?
—No estoy seguro. En mi conversación con Milei quise abordar un tema que me permitiera romper su soliloquio económico. Y basado en lo que yo había observado durante mi estancia en el país, el tema de los pensionistas me parecía el único apropiado, ya que todo el mundo hablaba de él. Yo lo saqué de forma cortés, respetuosa, dándole a Milei la oportunidad de decir algo así como: “Mire usted, lo siento por los pensionistas, pero esto es algo que tenemos que hacer”. Pero esa oportunidad no la aprovechó. En ningún momento se refirió a los pensionistas como personas. Eso me molestó. Salí de su despacho con una sensación fuerte, basada en la impresión que él me produjo, no en lo que otros me hubieran contado sobre él. Él fue lo bastante generoso como para atenderme. De modo recíproco, yo le traté con equidad, dándole la oportunidad de que me mostrara lados diferentes suyos. Pero salí con la impresión de que, como jefe de Estado, tiene un defecto: no empatiza con las personas. Puede que sea literalmente incapaz de sentir empatía. No lo sé, no soy psiquiatra. Pero era algo que me preocupaba. Y sentía la necesidad de compartir esa preocupación con el lector, que después puede llegar a su propio juicio. Un lector de izquierdas que lea mi texto posiblemente vea a Milei con disgusto. Un lector de derechas puede que tenga la esperanza de que vaya a funcionar su programa económico. Pero me parece que todos necesitan conocer ese aspecto de su personalidad que yo noté. ¿Eso es moralismo? Puede que sí.
—Tampoco estoy seguro. Se me hace que es una parte esencial del rompecabezas para comprender quién es Milei y qué representa. Hay otro momento clave en su pieza, donde describe a Milei dando un discurso, cuando el presidente, imitando a Trump, señala la tarima donde están reunidos los periodistas y los llama “hijos de puta”. Aunque no lo trató a usted de forma tan hostil, su reportaje en The New Yorker sí plantea la pregunta sobre si el periodismo tradicional, incluso el que más fiel se mantiene a sus principios deontológicos, va a bastar para hacer frente a la nueva derecha que representa Milei.
—Es una pregunta sobre la que pienso y hablo mucho con mis compañeros del gremio. Por un lado, no es nada nuevo: siempre ha habido espacios hostiles al periodismo, desde la esfera soviética hasta las dictaduras militares de los años setenta. La diferencia hoy es que ha llegado a nuestros lares. Recuerdo que, en los días de Nixon, el entonces vicepresidente, Spiro Agnew, despreciaba a los periodistas. Pero entonces aún existía la sensación de que el cuarto poder era robusto —y más después de Watergate—. Hoy estamos en una situación muy distinta, en la cual Trump, que inventó las fake news, acusa a los medios de producirlas. Y el torrente de mentiras que sale de su boca es amplificado por acólitos y emuladores como Milei, Bukele y Bolsonaro, que se han dado cuenta de que la viralidad es la nueva virtud política. La viralidad es la herramienta máxima: ya no importa la verdad, ya no importa la bondad. Esto también lo entiende muy bien Elon Musk. ¿Qué significa esto? Significa que, por primera vez, en las partes del mundo donde durante mucho tiempo se consideró la libertad de expresión y de prensa como un fundamento del marco constitucional, ese ya no es un ideal compartido. Que ha dejado de ser una noción respetada, dado que cada vez más personas se hacen eco de lo que dicen estos líderes populistas al respecto.
—¿Qué se puede hacer?
—Como periodistas, tenemos que ser más militantes a favor del periodismo y, por ende, de la democracia. Salir en su defensa. El periodismo está perdiendo terreno desde que la recesión de 2008 produjo la crisis de nuestro modelo económico. Pero no hace falta que nos consideremos apóstoles de la libertad para asumir que el periodismo es la savia de la democracia. Tenemos que crear nuevos públicos. Buscar el contacto con las personas que han dejado de creer en nuestro trabajo, o que no suelen leer o escucharnos. Hacer calle.
—¿Esto también implica repensar los modelos económicos?
—Sin duda. Hace quince años, cuando colapsó la base económica de los diarios que eran los anuncios, yo expresé la esperanza de que una clase de filántropos ilustrados rescatara al periodismo. Fue lo que, en cierto sentido, ocurrió en el caso de The New Yorker, a cuyo propietario multimillonario no le importaba que la revista tuviera pérdidas.
—Por otro lado, el caso del Washington Post, cuyo propietario, Jeff Bezos, evitó que el periódico se pronunciara a favor de uno de los candidatos a la presidencia, ilustra el peligro de depender de un propietario multimillonario.
—Claro, como también lo ilustra el caso de Los Angeles Times, por no hablar de la influencia tóxica que ha tenido Rupert Murdoch en el periodismo occidental estos últimos 35 años. Pero yo no sé cuál es el modelo adecuado. The Guardian pide donaciones constantemente. El modelo del New York Times, por otra parte, funciona muy bien, evidentemente. Pero el diario produce cada vez más periodismo lifestyle. Hoy vi una pieza narrativa, larga, sobre la primera modelo trans. Me dio la sensación de estar entre las bambalinas en la ceremonia de los Oscar. Pensé para mí: “¡la gran dama gris [el apodo tradicional del periódico] se está quitando el vestido hasta quedarse en tanga!”. Hace un par de semanas, dieron una pieza sobre mujeres solteras en Kiev que no logran encontrar pareja. Y me descubrí preguntándome: “is this news?” Lo que es, claro, es periodismo a golpe de algoritmo.
—Usted ha apostado por un modelo diferente con la nueva plataforma digital Boom, que acaba de fundar con compañeros como Carol Pires, Boris Muñoz y Patricio Fernández.
—Boom nace de conversaciones que llevamos teniendo desde hace años. La plataforma parte de la idea de que hay mucho en las Américas que no está siendo cubierto. Además, las culturas mediáticas de los países americanos han solido ser muy insulares. Si lees la prensa argentina, no te enteras de lo que pasa en Paraguay o Bolivia. Los medios brasileños están muy enfocados en Brasil. Los grandes medios norteamericanos cubren el mundo entero, pero de forma periscópica y desde un punto de vista muy centrado en Estados Unidos. Pero la verdad es que hay muchos problemas y fenómenos transnacionales que nos atan, como la inmigración y el narcotráfico. La idea de Boom es ofrecer una plataforma que parta de esa perspectiva compartida y al mismo tiempo involucrar a personas jóvenes que puedan usar géneros creativos para traspasar fronteras políticas. Queremos dar cabida a películas, animaciones y crónicas escritas, pero también a charlas y debates, en español, portugués e inglés, y posiblemente, en algún momento, francés. Y, ojo, no sólo para hablar de las Américas, sino también para canalizar visiones latinoamericanas de Ucrania, Medio Oriente o África. Nuestro objetivo no es entretener ni tan solo informar, sino incidir.