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Centenario mortuorio de Anatole France

Todos contra Crainquebille

Noviembre, 2024

Nació en Francia en 1844 y falleció, 80 años después, en 1924. Su verdadero nombre era François Anatole Thibault, pero, como hizo su padre, François-Noël, adoptó el diminutivo de ‘François’ a su nombre de pila. Hijo de librero, familiarizado desde su infancia con volúmenes y manuscritos antiguos, frecuentador de salones y tertulias literarias, escritor, periodista, crítico literario, Premio Nobel de Literatura, la celebridad de Anatole France es prácticamente universal. Aunque era conocido sobe todo como novelista y cuentista, su producción literaria fue extensa y exploró casi todos los géneros literarios. Ahora que se cumple el centenario de su partida, Víctor Roura recuerda al escritor francés.

1

Jerome Crainquebille, verdulero ambulante, iba por la ciudad empujando su carreta.

—¡Coles, nabos, zanahorias! —gritaba.

Y cuando tenía poros, vociferaba:

—¡Manojos de espárragos! —porque los poros, dice Anatole France (nacido en París el 16 de abril de 1844 y fallecido, a sus 80 años de edad, el 12 de octubre de 1924, de manera que en este años se cumplen su aniversario natal número 180 y su centenario mortuorio), “son los espárragos del pobre”.

Y he aquí que un 20 de octubre, a la hora del mediodía, cuando bajaba por la calle Montmartre, la señora Bayard, la mujer del zapatero remendón, salió de su tienda y se acercó al carro de las legumbres. Levantó desdeñosamente un manojo de poros para preguntar por su valor.

—Quince centavos, patrona —respondió Crainquebille—. No hay mejor.

La mujer se dijo sorprendida por el precio (“¿quince centavos por tres malos poros?”) y arrojó de nuevo el manojo en la carreta con una mueca de asco.

Ahí, justo en ese momento, comenzó el derrumbe del viejo Crainquebille.

Porque fue entonces cuando se apareció el agente 64 para instarlo a moverse de su lugar.

—¡Circule! —ordenó el policía.

Hacía ya medio siglo que Crainquebille “circulaba de la mañana a la noche”. Por lo mismo, “semejante orden le pareció legítima y conforme a la naturaleza de las cosas. Totalmente dispuesto a obedecer, apremió a la señora para que tomara lo que le conviniera”.

—Y además tengo que escoger la mercancía —respondió agriamente la señora Bayard.

Cuenta Anatole France, en el breve volumen Chocantes opiniones sobre la justicia (colección “Fondo 2000” del FCE), que la mujer volvió a manosear “todos los manojos de poros, se quedó con el que le parecía más bonito y lo sostuvo sobre su seno, como las santas, en los cuadros de iglesia, oprimen sobre su pecho la palma triunfal”.

—Le voy a dar 14 centavos —impuso la señora Bayard—. Es suficiente. Y además tengo que buscarlos en la tienda, porque no los traigo aquí.

Y, con los poros abrazados, entró en la zapatería, donde una clienta que cargaba un niño la había precedido. En ese momento, y sin importarle la situación, el agente 64 le dijo por segunda vez a Crainquebille que circulara.

—Estoy esperando mi dinero —respondió el viejo.

—No le digo que espere su dinero, le digo que circule —repuso el agente con firmeza.

Mientras esto sucedía en la calle, la zapatera, en su establecimiento, “le probaba unos zapatos azules a un niño de 18 meses, cuya madre tenía prisa. Y las cabezas verdes de los poros descansaban sobre el mostrador”.

Anatole France trabajando en su estudio. (Wikimedia Commons)

2

Apunta France que, si bien el verdulero había aprendido a obedecer a los representantes de la autoridad, esa vez se hallaba “en una situación particular, entre un deber y un derecho. Carecía de espíritu jurídico. No entendió que el goce de un derecho individual no lo dispensaba de cumplir con un deber social. Consideraba demasiado su derecho, que era el de recibir 14 centavos, y no se apegó lo suficiente a su deber, que era el de empujar su carro y seguir adelante, siempre adelante. No se movió”, lo que hizo encolerizar aún más al agente 64. Y ni uno ni otro cedía. El verdulero esperaba su dinero y el policía lo corría del sitio.

—¿Quiere que le ponga una multa? Si eso quiere, sólo dígamelo —dijo el agente 64.

Crainquebille se alzó de hombros lentamente, deslizó una mirada dolorosa sobre el agente y la dirigió luego hacia el cielo.

—¡Que Dios me juzgue! ¿Acaso yo desprecio las leyes? ¿Acaso me burlo de los decretos y de las ordenanzas que rigen mi estado ambulatorio? A las cinco de la mañana ya estaba yo en el puesto del mercado central. Desde las siete me estoy quemando las manos en los varales gritando: “¡Coles, nabos, zanahorias!” Tengo 60 años cumplidos. Estoy cansado. Y usted me pregunta si estoy alzando la bandera negra de la rebeldía. Usted se burla y su ironía es cruel.

Pero el policía persistía en su petición. A esa hora el tráfico arreciaba, lo que hizo, tal vez, enmuinar todavía más al agente 64.

—Está bien —dijo, y extrajo de su bolsillo una libreta sucia y un lápiz muy corto.

Sin embargo, Crainquebille “perseguía su idea y obedecía a una fuerza interior. Por lo demás, ahora le era imposible avanzar o retroceder. La rueda de su carreta, por desgracia, se había atorado con la rueda de un coche lechero”, por lo que, exasperado, exclamó:

—¡Pero le estoy diciendo que espero mi dinero! ¡Qué barbaridad! ¡Miseria de miserias! ¡Diantre! —palabras que, pese a expresar “menos rebeldía que desesperación”, hicieron explotar al agente 64 que vio en ellas un insulto hacia su autoridad. “Y como, para él, todo insulto expresaba necesariamente la forma tradicional, regular, consagrada, ritual y, por así decirlo, litúrgica de: ¡Que mueran las vacas!, fue bajo esa forma que recogió y concretó en su oído las palabras del delincuente”.

Vaca (va-ches), en lenguaje coloquial francés, significa policía, algo así como aquí tira, cuico o perro pueden ser perfectamente sinónimos de policía. Así que por más que el viejo verdulero se mostraba sorprendido por lo que el policía le había dicho que dijo (“¡dije ¡Que mueran las vacas!?, ¿yo?”) no pudo evitar su arresto, “recibido con risas de los empleados de comercio y de los muchachitos —agrega France—. Satisfacía la afición que tienen todas las muchedumbres por los espectáculos innobles y violentos”.

Y aunque un anciano se interpuso entre el policía y el vendedor de legumbres para hacerle ver al primero su equivocación (“este hombre no lo insultó”), nada se pudo hacer contra la irrevocable decisión de las autoridades.

Anatole France. / Foto: Henri Manuel (Nobel Foundation archive).

3

En el tribunal de justicia las cosas empeoraron.

Cuando le dijeron a Crainquebille que él había dicho “¡Que mueran las vacas!”, el verdulero respondió:

—Yo dije: “¡Que mueran las vacas!”, porque el señor agente dijo que yo había dicho: “¡Que mueran las vacas!” Entonces fue cuando dije: “¡Que mueran las vacas!”

Lo que el anciano quería decir, dice France, era que, “sorprendido por la imputación más imprevista, había repetido, estupefacto como estaba, las extrañas palabras que le atribuían equivocadamente y que ciertamente no había pronunciado”.

La declaración del testigo que tampoco oyó el insulto fue ignorada y el colmo fue la defensa del abogado del propio verdulero, quien, tratando de no quedar mal con la policía (él mismo teniente de la reserva, candidato nacionalista asimismo del barrio de Vieilles-Haudriettes), dijo:

—Incluso si Crainquebille hubiera gritado: “¡Que mueran las vacas!”, quedaría por saber si esta expresión tiene, en boca suya, un carácter delictuoso. Crainquebille es el hijo natural de una vendedora ambulante, perdida por la mala conducta y por la bebida; nació alcohólico. Aquí lo ven embrutecido por 60 años de miseria. Señores, ustedes deberán reconocer que es un irresponsable.

El vendedor fue sentenciado a 15 días de prisión y una multa de 50 francos, que una alma caritativa depositó en la comisaria para la salvación del viejo verdulero.

Pero el daño ya estaba hecho.

4

Cuando regresó a su trabajo, a recorrer cotidianamente las calles de Montmartre de la mañana a la noche, ni sus antiguos clientes le compraban su mercancía, ya que, sin decírselo, les avergonzaba su estadía en la cárcel.

Entonces, ahora sí, empezó a guarecerse en el alcohol y a dormir donde Dios le ofreciera un refugio.

Ya el propio Anatole France, en otras obras suyas, se había encargado de subrayar que la responsabilidad de los Jueces consiste en la “augusta tarea de dar a cada uno lo suyo: al rico, su riqueza; y al pobre, su pobreza”.

Y cada hombre metido en su respectivo mundo en santa paz.

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