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Nacimos para escucharnos contar cuentos: Manuel Rivas

El sello Alfaguara reúne en «La tierra oculta» tres libros esenciales del escritor español, además de una antología de relatos, en los que late la defensa del mundo rural y la naturaleza

Septiembre, 2024

“Vivimos una época de mayday, de emergencia planetaria, mientras los viajeros del nuevo Titanic compiten por ocupar los mejores camarotes”, escribe Manuel Rivas en el prólogo de su libro La tierra oculta, una compilación en la cual ha reunido tres de sus obras fundamentales Un millón de vacas, Los comedores de patatas, y En salvaje compañía—, en una nueva edición revisada por el autor, e incluye también una antología de relatos acogidos bajo el título Los habitantes de la dificultad. Todos ellos proponen una mirada al universo rural alejada del costumbrismo y pueden leerse como metáfora del mundo en que vivimos, señalan los editores en la contraportada. Miguel Ángel Ortega ha conversado con él.


Miguel Ángel Ortega Lucas


“Va. Si vive, va”. Eso es lo que Manuel Rivas (A Coruña, 1957) escribió como dedicatoria en un libro, hace más de dos décadas, a cierto pos-adolescente dislocado. Si vive, va. Porque si algo late y tiembla todavía, a pesar de los derrumbes, es que aún puede remontar el vuelo. Como una de las luciérnagas de su poesía. Como sus poemas y sus cuentos y sus artículos: faroles súbitos que prenden el camino en la noche del bosque. Quizá no haya hecho otra cosa a lo largo de su vida y de su obra; insuflar luz a las palabras para guiar a los nómadas en su desamparo, unas veces. Otras, para perturbar el sueño de los señores del castillo tal y como soñaba César Vallejo: poniendo “un pajarillo al malvado en plena nuca”.

La rebelión que invoca Manuel Rivas consiste en desarmar al enemigo abrazándolo con la voz de niebla de las leyendas. “Vínculo del desamparo”. “Ecología de las palabras”. El escritor y periodista español ha reunido varias de sus narraciones más telúricas en un solo volumen, Tierra oculta (Alfaguara, 2023). Un motivo tan bueno como otro para hablar con él. En la distancia, pero sin distancias. La pantalla es el lar; la conversación, la hoguera. El periodista es aprendiz de aquel que escuchaba enhebrar cuentos al doctor Da Barca en El lápiz del carpintero. Rivas, un druida que hablase para mecer la furiosa tempestad del ruido (bélico, político y mediático) que muerde afuera como un aire de lobo. Mientras tanto, y como en aquel poema suyo,

el Tiempo se cobija junto al fuego,

cierra los ojos

y sueña que pasó.

—Si le digo hoy: Va. Si vive, va, ¿qué me dice?

—Te diría que entiendo la vida como una continua re-existencia, en un doble sentido. Veo la vida y la muerte como un ciclo, y no me molesta hablar de una cierta visión transcendental, que no religiosa. Por otra parte, re-existencia contiene la resistencia: estamos existiendo y re-existiendo. Eso es lo que me dice el “Va”. Hay una palabra que se puso bastante de moda en el trascendentalismo, que es resiliencia. Pero cuando me enteré de que el Banco Mundial la usaba más de treinta veces en su último informe… [se ríe].

El escritor Manuel Rivas. / Foto: Chema Ríos

—El poder siempre tiende a pervertir el lenguaje. Algo a lo que usted está muy atento: cómo ciertas palabras pierden su sentido original por un uso fraudulento e interesado.

—Tanto a la hora de hacer periodismo como literatura trabajamos con las palabras y lo que tienen en común siempre es eso que ahora llaman “batalla cultural”. El intento de control de las mentes. Igual que hablamos de una emergencia climática, creo que también podríamos hablar de una emergencia ecológica referida al lenguaje. Las palabras forman parte del medio ambiente; están sometidas a sustracción y poda. Esa apropiación del lenguaje que dices: se las secuestra y se les sustrae el sentido. Queda el caparazón y se mueven como clones o zombis. Seres de caza disecados. Pero es muy difícil manipularlas. Con la situación que estamos viviendo de guerra en Oriente Medio y Ucrania, pensaba estos días en cómo hay reticencia a la palabra paz, incluso en el mundo diplomático. Parece que pedir la paz te coloca en un bando automáticamente. Pero hay dolores a los que como persona no puedes dar consentimiento. Es algo que va al núcleo del corazón perdido de las cosas. Quizá no puedes cambiarlo, pero hay algo fundamental: no dar consentimiento. Hablábamos de resistencias: no dar consentimiento a la injusticia que te golpea. Las protestas fueron decisivas en la guerra de Vietnam, hasta el punto de que hubo una reunión en 1975 de la Comisión Trilateral, que era como la gran internacional del capitalismo, donde concluyeron que el problema había estado en “un exceso de democracia”, porque las protestas habían llegado a todas partes… Me quedó eso en la cabeza entonces. Pensé: “Ah, ya sé lo que es democracia: un exceso de democracia”. ¿Qué es pacifismo?: un exceso de paz.

—“Haced caso a las palabras porque ellas son cosa vivida”, dijo alguna vez Unamuno. Se refería a eso mismo: son seres vivos, con un comportamiento orgánico y un ADN. Pero también eso puede alterarse. ¿Cuánta responsabilidad cree que tienen las empresas informativas para reproducir ese tipo de modelos pervertidos por el poder?

—Me acuerdo de Elías Canetti. Contaba que al principio de la II Guerra Mundial encontró en un cajón unas notas suyas de cuando era joven, refiriéndose a la guerra anterior, en que decía: “Si de verdad fueras escritor deberías poder parar esta guerra”. En ese momento pensó: “Qué pretencioso este joven”, pero con el paso de las horas concluyó que quizá no estaba tan equivocado. Porque si las palabras, la información, pueden pavimentar el camino a la guerra, debe de haber otras palabras que la paren, o al menos lo intenten. La peor crisis del periodismo es ésa que nos hizo creer que era innecesario. Creo que se fue inoculando en pequeñas dosis. Pero vemos hoy que ese ideal de un periodismo que no sea servil, ese margen de espacios emancipados para la escucha y la comunicación, es imprescindible para que la des-civilización no se acabe imponiendo. Podríamos hablar de lugares de información limpios de miedo. Es fundamental… Creo que sería interesante que se mantuvieran físicamente los kioscos en las ciudades. Es una metáfora, pero así la prensa formaba parte del paisaje también, del paisaje urbano.

—No deja de ser sombría una ciudad sin kioscos. No por nostalgia, sino porque el rito, al menos del domingo por la mañana, en que la gente compraba el periódico físico, era una forma de mantener ese diálogo de plaza pública.

—La fórmula de hoy es codicia más velocidad. La maquinaria del dominio es cada vez más potente, y hay que intentar que haya más procesos de resistencia. Para hacer periodismo, y sin hacer saudade del pasado (yo tengo más saudade del futuro…), el primer periódico en que pude trabajar en Coruña [El Ideal Gallego], prácticamente de chaval, estaba en el centro de la ciudad. Podía haber un bedel, pero sin restricciones de entrada. ¿Qué significaba eso? Una redacción llena de gente. Que podían ser un árbitro de futbol con un ojo morado, una comisión de mariscadoras, un constructor fumándose un puro, alguien que venía a meter una esquela… Lo que los griegos llamaban “los campos de verdad”: la redacción era un campo de verdad. No creo que este encastillamiento posterior ayudara al periodismo. Porque luego se traslada a la información: que sólo puedas cubrir una guerra empotrado en el ejército más poderoso, por ejemplo.

“Hoy las fábricas de mentiras están echando humo continuamente. Y se llegó al absurdo con la llamada ‘realidad alternativa’. Esto nos hace ver cuánta verdad decía Walter Benjamin con eso de que ‘todo documento de civilización tiene un envés de barbarie’. Eso es lo que pasa cuando la mentira pasa a llamarse ‘realidad alternativa’. Siempre hubo medios que mentían, pero ahora se quiere presentar la mentira como otra forma de verdad. Sin embargo, volviendo a lo que decíamos al principio, yo tengo una pizca de esperanza siempre, y esa esperanza está en las palabras. Con la relación digamos primaria, natural, con las palabras. La poesía, por etimología, es para mí acción más verdad. Sería el activismo de la verdad. Una dictadura puede temblar porque aparece una pintura en un túnel; se vuelven locos. Esa pizca de esperanza está en que, pese a todo, hay en las palabras un acento de verdad”.

—Porque la poesía desafía a esa postura petrificada que no admite dudas, que pretende etiquetar continuamente la realidad para tenerla controlada. Recuerda al flujo de la vida tal cual es, sin dejarnos que nos tiranice nuestro propio pensamiento.

—Desde luego una de las funciones de escribir es luchar contra las propias estupideces y las propias verdades inamovibles que niegan los porqués. Ahora tratan de neutralizar los espacios donde todavía existen los porqués. Se establece una cháchara insustancial, cuanto más disparatada mejor porque más tendrás el foco. Sobre el periodismo más ruidoso, podríamos hablar de armas de distracción masiva. No me parece un asunto menor, por ejemplo, los índices de suicidios en adolescentes.

—De lo cual se habla lo justo también. Quizá porque evidencia el fracaso de todo un modelo de vida.

—Sí. Son las cuestiones que efectivamente deberían formar parte de una conversación. El activismo crítico debe ser la pulsión de un periodismo no domesticado. Lo que decía Darío Fo: reírnos ante esas tonterías de los poderosos. Años después le comentaba un compañero: “Tú decías que teníamos que reírnos pero fíjate en qué situación estamos”. Y le respondió Fo: “¡Pero no nos hemos reído lo suficiente!”.

—La vuelta bien entendida a la raíz es algo permanente en su literatura, que posee muchas veces un hechizo de cuento en torno al fuego. Desde 2020 cada vez más gente busca recuperar una vida que fuimos perdiendo; que nos robaron o que nos dejamos robar. Creo que es la médula de su poética, porque apela a lo más humano de lo humano.

—Decíamos que hay gente nacida para mandar. Yo creo que nacimos para escucharnos contar cuentos. La vida tiene voluntad de cuento, y es un cuento. Es eso que decías: un re-encantamiento que se transmite con las palabras y contagia al tiempo y al espacio. Las palabras vuelven a tener una aureola, vuelven a querer decir. Es el momento en que fermenta el pan: fermentan las historias y nosotros. Hay una idea muy bonita en el Talmud que dice que Dios inventó al ser humano para oírle contar cuentos. Está muy bien imaginar un dios así. Entender la vida con esa voluntad de cuento que a veces cercenamos. Y con que a veces lo más importante es lo que parece secundario, lo que va quedando fuera. Hay expresiones por las que te pueden llamar blando o cursi, pero la política tiene sentido para crear comunidad. El poeta Allen Ginsberg decía que la democracia tiene que ser afectiva. Y al hablar de esto ahora parece que eres un trasgo de los bosques. Pero sí: cuando la disputa con quien tienes al lado es más importante que la voluntad de cambiar las cosas, te das cuenta de que hay algo imprescindible para crear una comunidad, que es el afecto y una confianza básica. Para mí tiene que ver todo. En la literatura, y también en el periodismo y en la vida, es muy importante lo que podríamos denominar vínculo del desamparo. Lo que muchos de nuestros abuelos llamaron “la ayuda mutua”.

Manuel Rivas

—Se ha conseguido que las cuestiones más esenciales parezcan “cursis”. Y quizás pase todo por recuperar ciertas palabras que pervirtieron para que no creyéramos en ellas, para que nos conformemos con el cuento que ellos cuentan y que no tiene nada que ver con la verdadera vida.

—De acuerdo completamente; hay que configurar un activismo del rescate. Una especie de ecología de las palabras. Porque sin eso no es posible la aventura. Esa actitud de ridiculizar los sentimientos, la idea de comunidad, no es inocente. Cuando Thatcher dice que “la sociedad no existe” tiene que ver con eso. Creo que es producto de la excitación destructiva. Los peores regímenes del mundo se dan cuando Tánatos acaba con Eros. Cuando lo destructivo se impone a lo creativo. A mí me gusta hablar de decrecimiento. Y de una nueva abundancia que no consiste en la acumulación de propiedades, sino en una abundancia de tiempo libre, de naturaleza, del humor que comentábamos, una abundancia cultural… Creo que es la forma de contrarrestar el malestar del neoliberalismo autoritario que se quiere imponer.

—Porque ser rico de verdad es tener tiempo para uno mismo, por ejemplo. Hay cada vez más gente también dejando las ciudades.

—A los campesinos se les hizo muy difícil la vida por un proceso de extinción. El factor principal es justamente esa concepción del tiempo. Yo viví bastantes periodos en el campo y ahora voy y vengo. Las mujeres, que son las que más trabajan en el campo en Galicia, van a veces con unos lotes enormes de leña, de hierba… pero se quedan hablando contigo. Yo tengo una vecina allí que se llama Barca, una persona encantadora con una gran expresividad, que se para contigo como si no le pesara aquello, a contarte cosas: que si hay un lobo que es cojo, que si tal… Va hilando cuentos y yo me quedo hipnotizado mirando el lote que lleva encima, que me dan ganas de agarrarlo. Pero ella no mira el reloj. Está disponiendo de su tiempo, aunque trabaja muchísimo. Digamos que hay una concepción cultural del campesinado que deberíamos salvar de ese proceso de extinción, que es la condición de resistente. Y no hablo en términos de derecha o izquierda; es gente resistente a un sistema que sólo funciona en base a una plusvalía. Evidentemente es fundamental la subsistencia, pero ésta tiene una relación con las estaciones, con el tiempo, con la naturaleza… Es resistente porque un campesino no sabe lo que va a pasar al día siguiente. Nosotros decimos: “¿Y el guión? ¿Qué va a pasar dentro de seis meses?”. Cuando no sabemos lo que puede pasar en muy poco tiempo. Espacios, libertades, conquistas que parecían irreversibles: viene un golpe mal dado, como en esa tala de árboles, y lo que queda es el vacío.

—¿Qué sería el éxito, Manuel?

—Pues se me ocurre que un éxito sería no hacer daño. Que al hacer balance digas: pues no he hecho mucho daño. Creo que no estaría mal. Y conseguir que alguien querido se ría por una chispa de imaginación. Un éxito es una chispa. Una chispa de imaginación.

[Miguel Ángel Ortega Lucas: escriba; nómada; experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval y Pocavergüenza./ Entrevista publicada originalmente en CTXT; es reproducido bajo la licencia Creative Commons — CC BY-NC 4.0.]

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