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Nicanor Parra y los 70 años de «Poemas y antipoemas»

El antinerudiano máximo

Septiembre, 2024

Dos efemérides coinciden en la figura de Nicanor Parra en este 2024: llegó al mundo hace 110 años pues nació en septiembre de 1914, y hace siete décadas vio la luz Poemas y antipoemas, un libro que revolucionó la poesía y la forma de poetizar en todo el mundo hispanohablante. Publicado en 1954 por la Editorial Nascimento, la obra estaba dividida en tres partes, con poemas escritos entre 1942 y 1954, algunos de los cuales ya se habían publicado previamente en algunas antologías. El escritor Patricio Pron recuerda al poeta, profesor e intelectual chileno.


Patricio Pron


Nicanor Parra publicó Poemas y antipoemas en 1954, hace setenta años. No era su primer libro —Cancionero sin nombre se había revelado, diecisiete años antes, como un comienzo fallido—, pero sí el primero que ponía de manifiesto el tipo de efecto de “bomba de profundidad” —la expresión es de Elvio Gandolfo— que iba a producir su poesía en la literatura en español: esa literatura continúa tratando de recuperarse de una obra “cuya consecuencia final es tan desestabilizadora”, en palabras de Raúl Zurita, “tan contraria al sistema de la propiedad y al modelo capitalista que nos rige, que nadie la ha querido asumirla plenamente” hasta ahora.

Enrique Vila-Matas propuso en una ocasión que nos olvidásemos de los “números redondos” y su “injustificado y absurdo prestigio”. Tenía buenas razones para hacerlo. Y sin embargo, hay veces en las que el brillo transitorio de la efeméride, su insinuación de que la historia es un largo poema lleno de rimas internas, nos encandila. Pero Poemas y antipoemas no debería ser recordado sólo por esa razón: la solución que Parra ofrecía allí al problema de cómo crear una lengua privada en el interior de la lengua pública —“el” problema de todos los escritores, siempre: no sólo de los poetas— sigue estando vigente y siendo adoptada por muchos, tanto por quienes se reconocen discípulos de Parra como por aquellos que afirman no serlo, así de grande es su influencia todavía hoy.

No lo era en 1954, por supuesto. Pablo Neruda era en ese momento el poeta más importante de la lengua, y seguiría siéndolo por casi veinte años. (Su Canto general es de 1950, en 1954 publicó las Odas elementales…). “Cuando un autor busca con desesperación su obra inmortal, lo más seguro es que halle su lápida mohosa”, escribió Leonardo Da Jandra. Neruda era de ese tipo de autor; cada uno de sus libros era el ladrillo de un magnífico mausoleo que el autor de Residencia en la tierra iba construyendo laboriosamente a su alrededor: cuando terminó su obra —como muchos otros escritores—, Neruda descubrió que había olvidado ponerle una puerta, y quedó encerrado en su mausoleo para siempre. Parra eludió graciosamente ese destino; contra otros proyectos de similar índole, no trató de “acercar la poesía” a la experiencia cotidiana, sino de extraer de esa experiencia —y en particular, de la lengua baja chilena— todo lo que nadie parecía haber encontrado en ella hasta ese momento, con la excepción de Pablo De Rokha: un lirismo que no excluía el sarcasmo, la ironía, el double entendre, el epigrama, el esplendor verbal del “garabato” chileno y la expresión más soez. Poemas y antipoemas ya tenía todo eso, y anticipaba “esa corte de los milagros que han ido fabricando las ciudades latinoamericanas en sus calles, barrios, plazas y oficinas” cuyos habitantes serían los protagonistas de su obra: en palabras de Gandolfo, “borrachos, vagabundos, falsos profetas, fanfarrones, tías macabras, oficinistas, engreídos, mujeres como fieras, simples energúmenos”.

Nuevamente según Gandolfo, Parra “empleó una y otra vez el enfoque conceptual, situacionista. Como esos cuatro sonetos donde las letras son reemplazadas, todas, por pequeñas cruces de cementerio. O aquel recital donde anunció que leería un soneto censurado, y se quedó (dramáticamente) callado el tiempo exacto que habrían durado las palabras dichas”. Nunca el más consecuente ni el más inmediatamente inteligible de los poetas, Parra —cuya actitud ante el golpe de Estado de 1973, por ejemplo, fue resumida por Hernán Valdés en Tejas Verdes / Diario de un campo de concentración en Chile— afirmó en su “Manifiesto” de 1963 que, “contra la poesía de salón”, su propósito era postular “la poesía de la plaza pública”; siempre el antinerudiano máximo —con perdón de De Rokha, que dijo que toda la obra de Neruda era un “plagio total”, que escribía “versos de asno” y que lo animaba la “vil intención de comercio”, como cuenta Álvaro Bisama en Mala lengua—, así como también el más sagaz entendedor del hecho de que la política de la literatura radica en sus formas, Parra se revolvió no sólo contra los hábitos que presidían la lectura de poesía y las ideas de su época sobre cuál era la relación “normal” entre un poeta y su obra, sino que también saboteó consistentemente la forma del poema, produjo poesía visual —su gesto recuerda al de Kurt Schwitters y su Merz, opuesto, pero complementario al Kommerz que era el trabajo de Schwitters como diagramador y publicista— y abrió una puerta que no se ha cerrado; por ella entraron a nuestra vida como lectores, contemporáneos suyos como Zurita y Enrique Lihn, Elvira Hernández y Claudio Bertoni, Gonzalo Millán y Juan Luis Martínez, pero también otros que vendrían después y construirían sobre los cimientos dejados por Parra: Bruno Vidal, Andrés Anwandter, Roberto Bolaño y muchos otros.

Fogwill también leyó mucho y bien a Parra, al punto de afirmar en el prólogo a su primer libro —El efecto de realidad y otros poemas (1959-1979)— que su propósito era el de “copiar los ecos de un habla fofa [el español de España] contra una lengua naciente y ya descomponiéndose [el habla argentina]” para poner de manifiesto que “cada poema es el envase provisorio de los ecos de sus Lenguas [sic] contra mi lengua”. (Después, Fogwill se desdijo, por supuesto, y sostuvo, en “El adjetivo”, que: “la poesía no es el motivo del poema. // Tal vez no sea siquiera un efecto del poema. // La poesía es una institución. / Quizás inevitable, como todas / las cosas concertadas de la vida”.) Pero hubiese suscrito gustoso las pullas de Parra contra el Papado (“Los cardenales están molestos conmigo / porque no los saludo como antes / ¿demasiado solemne? / es que soy el Papa caramba”), el nacionalismo (“Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”) o la política democrática: “No creo en la vía pacífica”.

Quizás haya una media docena de antologías de la obra de Parra; mi favorita es Parranda larga, la que preparó y prologó Elvio Gandolfo para Alfaguara en 2010. La biografía a cargo de Rafael Gumucio titulada Nicanor Parra: rey y mendigo podría completarla. Sería divertido tratar de establecer contra quién se rebelan los poetas en este momento, si es que la rebeldía —y no una indiferencia culposa— sigue siendo un impulso para hacer algo para alguien. Unos setenta años atrás, comenzaba todo eso “bañado / Por una luz entre irónica y pérfida” que, en palabras de Parra en el “Epitafio” de Poemas y antipoemas iba a convertirse en la revolución más silenciosa y duradera de la poesía en español. La “bomba de profundidad” sigue allí, en una época de estímulos superficiales.

Epitafio

De estatura mediana,
Con una voz ni delgada ni gruesa,
Hijo mayor de profesor primario
Y de una modista de trastienda;
Flaco de nacimiento
Aunque devoto de la buena mesa;
De mejillas escuálidas
Y de más bien abundantes orejas;
Con un rostro cuadrado
En que los ojos se abren apenas
Y una nariz de boxeador mulato
Baja a la boca de ídolo azteca
—Todo esto bañado
Por una luz entre irónica y pérfida—
Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y de aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestial!

Patricio Pron es escritor. Su última novela es La naturaleza secreta de las cosas de este mundo(Anagrama, 2023).
[Texto publicado originalmente en CTXT; es reproducido bajo la licencia Creative Commons — CC BY-NC 4.0.]

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