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Juan Gelman, una década después

Un cielo de orfebrería

Agosto, 2024

Nació en Buenos Aires en 1930 y murió en la Ciudad de México en 2014. Fue periodista, traductor y militante en organizaciones de lucha social. Pero, sobre todo y ante todo, Juan Gelman fue poeta. De los más importantes y sobresalientes de habla hispana. Porque con ella, con su poesía y la palabra, lucharía contra la última dictadura militar argentina. La misma que acabó con la vida de su hijo y de su nuera, y que le arrebató a su nieta nacida en cautiverio (y que hallaría 23 años después en Uruguay). Ahora que en este 2024 se cumple una década de su partida, Víctor Roura rememora al escritor y periodista argentino.

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Catorce días tenía apenas el año 2014 cuando falleció el poeta bonaerense Juan Gelman en la Ciudad de México, donde radicaba desde hacía casi un cuarto de siglo.

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Le digo a Juan Gelman que el cielo de Zacatecas es único en toda la República. Posee algo que todos los otros estados no tienen. Dice que es verdad. Su mujer, Mara, le ha dicho en la mañana que lo mira, al cielo, como de orfebrería. Y eso es: el cielo de Zacatecas es como un juguete, con algo de realidad obviamente intangible.

Caminamos bajo una inmensa lona azul. Somos la sombra de un cielo que alguien desconocido pinta todos los días en Zacatecas. Siempre me ha asombrado (en su sentido de pasmo, de maravilla, no de oscurecimiento de los colores ya que este azul zacatecano jamás podría, en su específico significado lingüístico, asombrarse) esta naturaleza zacatecana. No creo que algún pintor, y vaya que esta región los tiene, y muy buenos, pueda reproducir ese cielo en su exacta fidelidad. No por incapacidad, no por una escasez en su mirada, sino porque este cielo, sencillamente, es irreproducible. Tal vez los Coronel o los Nava o los Reyes o los Felguérez me digan, desde donde se encuentren, que estoy muy equivocado. Que ese azul al que me refiero, al cual no podría adjetivar (¿azulqué, azul impoluto, azul mi cielo, azul mezcal, azul sampedriano, azul dosfilosiano, azul delrealeano, azul lopezvelardeano, azulqué?), sí es posible reproducir, y están ahí en los cuadros de estos ilustres artistas plásticos; pero yo insisto, vislumbrado en mi terquedad, en que este cielo tiene un color inclasificado.

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Bajo el sol doble de la furia y la pena la vida sigue. La vida sigue bajo el sol doble de la furia y la pena. Sigue la vida y gira el sol doble de la furia y la pena. Es un recurso amar a un árbol y otras humillaciones del paisaje. El esplendor del tiempo respira en el hombro de una mujer. Se alejan pensamientos que no quieren ser vistos. El sueño cierra la puerta para que empiece otro.

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Lo miro —el cielo— como si no fuera real: ¿mas es real, acaso, el cielo que miramos todos los días? Si camina uno por La Encantada, por ejemplo, el lago es nada delante del hermoso lago azul que está en los cielos. Yo me imagino, a veces, que Zacatecas es un reino al revés: caminamos en sus alturas y el frío que se produce en las noches es consecuencia precisamente de esta vida de cabeza. Luego pienso que, por eso mismo, Zacatecas es, fue, un sitio minero. Porque está tan cerca del cielo que sus moradores tuvieron que introducirse a las montañas para descender un poco hacia la tierra. Más de una vez me he tirado al suelo para mirar nada más su cielo. Después caigo en la cuenta de que una de las virtudes de este espléndido cielo es que carece de nubes. Por eso su azul es, digámoslo pero sin ser forzosamente una adjetivación, tan intenso que no lo distrae a uno adivinando graciosas formas animales producidas por las nubes, las verdaderas sombras del cielo. Esta intensidad azulácea influye, cómo no, en la vida cotidiana. De allí que en 2001 los poetas de este lugar rindieran tributo a Juan Gelman, colorista de paisajes, a veces agrios, a veces soleados, a veces negros.

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Los que respetan su ignorancia merecen más cielo que los acostados en un banco que raspaban con ira. ¿Se hace sola la doble conciencia donde la huella brilla? ¿Por qué no creer en el sencillo callejón de la espera? Allí sustituyen al mundo con el cantar del universo. Canta y canta para sacarnos de aquí.

Juan Gelman. / Foto de Rubén Pax.

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Una vez callejoneaba por esos rincones de Dios cuando sentimos el vértigo, porque conmigo caminaba una tentadora mujer, de la ciudad. No sé si fue el intenso azul del cielo, o los vericuetos de la andanza, pero nos detuvimos sin ningún acuerdo mutuo sólo para besarnos prolongadamente, en un beso que podría decir que aún hoy no llega a su fin, para confirmar nuestras presencias en esta tierra. Si hubiera que culpar a alguien de esta rienda suelta amorosa, habría que mirar al profundo cielo.

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—Pero es diferente el cielo de Zacatecas como es diferente el cielo de Oaxaca o el cielo de Guadalajara —dijo el poeta Juan Gelman, nacido el 3 de mayo de 1930 en Argentina.

Le digo que no.

No quiero decir diferente en ese sentido. No hablo de diferencias regionales ni geográficas. Es otro cielo, como si fuera un cielo nuevo, un cielo acabadito de nacer. Es cuando dice Gelman que su esposa, Mara, le ha dicho que el cielo de Zacatecas le ha parecido como de orfebrería.

—Sí —dice el poeta José Ángel Leyva—, es como de juguete.

Y yo les creo, porque eso es lo que quiero decir. Ninguna ciudad es igual a otra. Las ciudades son distintas entre sí. Por su arquitectura, por su comida, por su gente, por su lenguaje. Pero Zacatecas es distinta por su cielo azul de juguetería. Por su cielo azul de intrincadas minas, y sé que la metáfora es de una sutil incomprensión porque las minas pueden gozar de colores terrenales, acaso infinitos, mas no de cielos intensos. En una mina lo que menos se aprecia es el cielo, y es de lo que menos se habla, pero por eso mismo el color del cielo zacatecano puede ser de intrincadas minas: porque es único, irreal, quimérico, diamantino, de juguete, como lo apreciara Mara, la esposa de Juan Gelman, el poeta argentino que estuvo en Zacatecas a principios de diciembre de 2001 porque fue su figura el centro del homenaje que se rendía cada año a distinto literato en su Festival de Poesía Ramón López Velarde.

Gelman fue por vez primera a Zacatecas entonces para recibir, el viernes 7 de diciembre por la noche, un tributo en una mesa presidida por Magdalena González, Eduardo Hurtado y José de Jesús Sampedro, quien confesara que leer a Gelman y a Bob Dylan, a fines de los sesenta (en su época de adolescencia “demasiado tardía”), había sido uno de sus nutrientes básicos.

Gelman, conmovido por las líneas que habían leído los comentaristas, preguntó, modesto y humilde, si lo que habían dicho de él estos poetas tenía algo de verdad, no sabía él si su obra había alcanzado las elevadas cotas literarias a las que se habían referido con abrumadora insistencia sus pares, que no había mejor homenaje, dijo, que el que hacían los poetas a un poeta.

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La pregunta que no tiene respuesta se convirtió en un sauce verdísimo y todo su alrededor canta. Su entraña es aire, también agua, pasado de alguna luna que pasó. En su madera más sutil el tiempo lloró mucho. Se apagaban los brazos, los perros en el fondo, ayes que no pudieron decir ay.

El poeta y periodista argentino. / Foto: Josué D. Romero.

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De Gelman justamente había yo leído, por aquellos días, su libro Valer la pena (que congrega ciento treinta y seis poemas en ciento cincuenta y ocho páginas, Editorial Era, 2001), que lo siento —aún hoy— un volumen reconciliado con esos fantasmas que habían aniquilado, de muchos modos, la persona de este grande poeta argentino —que recibiera en el año 2000, en Guadalajara, el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (después absolutamente desprestigiado con la entrega de este galardón, en 2012, a Bryce Echenique, quien recibiera los millones de pesos en la puerta de su casa para evitarlo confrontarse con los críticos que sabían de su costumbre por el plagio literario).

Si no reconciliado sí más espabilado con los temas que lo habían acompañado, al borde del precipicio, en el último cuarto de siglo de su vida: su hijo y su nuera muertos por la dictadura militar de su país y el reencuentro con la nieta extraviada, viviendo una vida separada, otra vida que no era la de los Gelman, pero que Juan Gelman había sabido que sí era ella, su nieta, la hija de su adorado hijo, porque lo vio en los ojos de la joven reaparecida. Después de esta conmoción, Gelman escribió, tal vez, con otra paz, con una paz ignorada, una paz metamorfoseada, desconocida. Valer la pena, por eso, quizá sea un libro íntimo, íntimamente turbador, emotivo:

Así que has vuelto.
Como si hubiera pasado nada.
Como si el campo de concentración, no.
Como si hace 23 años
que no escucho tu voz ni te veo.
Han vuelto el oso verde, tu
sobretodo larguísimo y yo
padre de entonces.
Hemos vuelto a tu hija incesante
en estos hierros que nunca terminan.
¿Ya nunca cesarán?
Ya nunca cesarás de cesar.
Vuelves y vuelves
y te tengo que explicar que estás muerto.

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Delante de estos poemas, que hacen quebrar la voz a cualquiera, la vida se detiene, momentáneamente se detiene. No es posible continuar ante tal lacerante dolor. Pero Gelman, y con él su mujer, Mara, continuaron en el camino.

Vigorosos y admirables.

Quería preguntarle a Gelman acerca de algunos bellos versos suyos, cómo nacieron, cómo llegaron a su cabeza: “¿A dónde va tanto olvido? ¿Es sangre ciega en los tableros del sur?”, “El día me recuerda que no soy árbol y no tengo raíces de pájaro”, “Cada lágrima es un problema sin solución”, “El viento levanta máscaras sagradas”, “Hay que leer las reglas del espanto en una ciudad con sol”, pero sólo hablamos unos cuantos minutos sobre el cielo zacatecano de juguetería, de ese cielo color de intrincadas minas, sólo hablamos de un cielo de orfebrería que no tiene nubes.

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