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Herminio Martínez, una década después

Insólitos relatos

Agosto, 2024

Practicó y ejercitó con soltura la novela, el cuento y la poesía, dejando más de una veintena de libros publicados como el Diario maldito de Nuño de Guzmán, La jaula del tordo o Cantos de Machigua. También fue un importante cronista de su ciudad, Guanajuato, que lo vio nacer en marzo de 1949 y lo vio marcharse en agosto de 2014. Académico, y, sobre todo, profesor —como a él mismo le gustaba ser nombrado—, se cumple ahora una década del fallecimiento del escritor Herminio Martínez. Víctor Roura aquí lo recuerda.

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El guanajuatense Herminio Martínez, fallecido a los 65 años de edad hace una década —el 17 de agosto de 2014—, le dijo a Vicente Francisco Torres, en una entrevista que este crítico literario le hiciera en 1999 al entonces prominente hombre de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1994, que los tropos, ese procedimiento lingüístico que otorga a las palabras un sentido que propiamente no les corresponde pero que tienen con éste alguna significativa conexión, están “en el torrente sanguíneo que fluye de esa manera tan dulce, tan tierna y tan bonita de decir las cosas”.

El narrador y poeta Herminio Martínez recordaba que su padre lo llevaba al cerro de Culiacán, la montaña más alta de su Guanajuato y del centro del país, donde iba a sembrar tierras de temporal a la cumbre donde los vientos enfrían los encinales. Ahí, mientras miraban las nubes “que estaban abajo y arriba al mismo tiempo”, su progenitor le decía:

—Mira, Minio, acá arriba para los pobres la voluntad de Dios no está bajita; la voluntad de Dios está bajita nada más para los que siembran de riego allá en el valle.

Entonces, concluía el cuentista ante Vicente Francisco Torres, “cómo quieres que con estas clases uno no se haga narrador natural”.

Herminio Martínez / Foto: La Parada Poética.blogspot

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Otro día, Herminio Martínez le preguntó a su padre por don Juan Bustamante y le respondió que se había ido a una frontera pero no sabía cuál. Y para qué se fue a una frontera, insistió el niño Herminio. “Pues se fue para que lo remuela el tiempo”, contestó el padre.

—No sé si este señor iba huyendo de sí mismo, de una mujer o de un problema —dijo Martínez—, pero el hecho es que este don Juan Bustamante se fue a que lo remoliera el tiempo.

De ese modo, según confesó a Torres, Herminio Martínez traía consigo una “oralidad muy marcada” que, con los años, fue desplazando hacia sus ejercicios literarios, mismos que fueron exaltados, en su momento, tanto por Juan Rulfo (“leerlo es comprometer el espíritu a que camine por el mundo a paso de hombre”) como por Edmundo Valadés (sus narraciones sirven “para conocer a fondo las maneras de vivir y de pensar de personajes de nuestra provincia”).

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En 2003 la Editorial Lectórum reunió en La jaula del tordo todos los cuentos de Herminio Martínez, 46 en total, que, a decir del crítico Vicente Francisco Torres, prologuista del volumen citado, “recrean la vida provinciana en la que las plantas, las flores, los frutos, los animales, las pláticas y las creencias conforman un mundo apacible pero lleno de carencias económicas. Si los narradores del boom renegaron del provincianismo para exaltar la vida de las ciudades, los libros de Herminio Martínez, junto con los de Severino Salazar y Ricardo Elizondo, entre otros, nos han regresado a aquel mundo que hoy viste las galas de un lenguaje lírico poco parecido al de los narradores telúricos de la primera mitad del siglo XX”.

Varios cuentos deslumbran, en efecto.

En “El hospital de los podridos” hallamos nueve relatos desesperados: “Una mujer está bien suata —leemos en el quinto capítulo—. Imagínese si no: le platiqué a una comadre mía que a mi muchacho no se le pegaban las tablas de multiplicar y ella me aconsejó que le diera en ayunas un plato de resistol. Así lo hice. Lo garrotié primero bien garrotiado para que no me dejara nada. Únicamente le puse tantita azúcar para que no le supiera tan feo, y lo seguí garrotiando hasta que lo vi lamer el fondo del plato. Pero también aquí están los resultados. Nada más se arqueó y me dijo: ‘¡Ay, mamá, me muero!’ Es el mayor de los cinco que Agustín y yo tenemos. Nadie más para ayudar al sostenimiento de la casa. Él ya sabe desquelitar la tierra y hasta arrear la yunta. Mi marido ahora no trabaja porque dice que le debe a la vida tres meses de sueño y que le está pagando antes de que ésta le suba los intereses. Nada más se asoma al corral o entra a la cocina a ver qué encuentra de comer, para en seguida regresar a la cama a seguir pagando su deuda. Otro hijo, el que le sigue a éste, está también bien malo. Es una tos horrible, que allá, en el rancho de donde somos, conocemos como ‘la tos de fierro’, porque al oírla parece que estuvieran apedreando una campana. Hay tiempos en que se le calma tantito y otros en que le pega tan fuerte que el pobre se pone morado y arroja unas flemas verdes que ni los perros se tragan”.

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Otro caso hospitalario, el séptimo, también es aterrador: “Nada más dijo: ‘Con permiso, voy a ahorcarme’, y se colgó del mezquite. Quién sabe qué pensaría para dar ese mal paso… Tenemos once años de casados, cinco hijas y un muerto. Él es chacharero. Compra y vende, según la demanda. Ese es su negocio. Si uno quisiera, podría ser más feliz, pero, ya ve, no faltan los pesares. Nunca antes hizo cosa igual. Ha de haber sido el demonio, ¿o quién más? Nosotros somos de San Nicolás del Eco. Mucho más allá de la carretera. Nuestra hija mayor le decía que se bajara del mezquite, y él, necio, necio, que se hiciera a un lado porque iba a matarse. Andaba borracho, claro. No quiso oírnos. Nos mandó quién sabe a dónde antes de saltar con la reata amarrada al pescuezo. Quedó todo morado, echando espuma por la boca y con unos ojos que daban terror”.

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Hay en algunos cuentos demasiada fantasía; como en aquel, intitulado “Turicua”, donde se cuenta la historia del párroco que, soltando una infame palabrería contra el profesorado (“¡ustedes para lo único que sirven es para hacer marchas de protesta!”), comenzó a “lanzar extrañas preces: conjuros, imprecaciones, sonidos que lo hacían volver la cara hacia uno y otro lado”, hasta que exhausto y acaso loco por su iracundo discurso en el púlpito, “alzó una mano y los tepames de la loma de enfrente dejaron caer sus hojas muertas. Hizo un gesto y toda la montaña se estremeció en sus interiores. Se puso de rodillas, aulló y vomitó espuma negra antes de zarandearme por enésima vez —cuenta el profesor aludido— con miradas de sangre. Su extravagante actitud nos infundía terror bajo un cielo que parecía de tarde a la hora del crepúsculo. Después, poco a poco y sin dejar de verme, fue elevándose sobre las tablas del altar, a dos o tres metros por encima de nuestras cabezas, hasta que asumió la postura de una cruz en el aire”.

Pero, a pesar de este portentoso prodigio, la gente miraba la escena con impasible incredulidad: “¡Mire, profe! ¿No será vampiro?”, exclamó Timoteo, jalándole a la botella. “Lo ignoro, Timoteo —contestó el profe—. ¡No lo sé, hombre! Ojalá lo fuera para clavarle de una vez por todas una estaca de encino en el corazón”.

¿Entonces qué era ese párroco que se elevaba lentamente por los cielos después de sufrir una horrible transformación corporal?

Nadie lo sabía.

—Lo único que puedo decirte —dijo el profe a Timoteo— es que este cura no es san Juan de la Cruz en uno de sus arrebatos místicos.

Herminio Martínez. / Foto: Diezmo de Palabras.blogspot

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Sí, la mayoría de los cuentos narra situaciones extremas, sucesos lamentables entre la zona oscurecida de las grandes sociedades, acontecimientos arrebatados en las poblaciones desafortunadas del país, como aquel relato, “Alguien riega mis flores”, donde el narrador central es un niño que fue muerto por las zarandeadas de un caballo enloquecido (mordido en los corvejones por los perros de la tía Goya Mares) que lo hizo rebotar, rebotar y rebotar el bulto de sus huesos, “atorado como iba en uno de los estribos de la silla”.

Conmovedores y espantables relatos.

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