Abril, 2024
Nuevamente la vida me enfrentó al reto de educar a un adolescente. Otra vez vestí el difícil y ceñido uniforme de docente tratando de ser amable, tolerante, pero exigente. Sobre todo, eso: exigente, escribe Alma Evelyn Martínez Montesinos en las siguientes líneas. Y el joven, que antes te miraba con simpatía, empieza a desconfiar y a pensar qué poder maligno lo puso en tu camino. No lo niego, también uno, el educador, lo ha pensado sinnúmero de veces.
Nuevamente la vida me enfrentó al reto de educar a un adolescente. Otra vez vestí el difícil y ceñido uniforme de docente tratando de ser amable, tolerante, pero exigente. Sobre todo, eso: exigente. Porque te la pasas demandando el cumplimiento de tareas que tú supones sencillas, pero que el joven considera en extremo difíciles.
Y la orden se repite una y otra vez: ¿ya terminaste esto, o aquello?, ¿lo hiciste como se te indicó?, ¿qué fue lo qué entendiste?
Etcétera, etcétera.
Y el joven, que antes te miraba con simpatía, empieza a desconfiar y a pensar qué poder maligno lo puso en tu camino. No lo niego, también uno, el educador, lo ha pensado sinnúmero de veces.
Y en ese trance estaba cuando me acordé de ti. No sé exactamente qué ocasionó aquel regaño al grupo: una tarea no hecha, indisciplina, un tema sin estudiar, no lo recuerdo. Pero lo que nunca olvidaré es que al final de la clase tú te acercaste para decirme: “Un día regresaré para mostrarle mi título de abogado”.
Y desde entonces te espero. Claro, yo sé que no estaremos en el mismo salón de la escuela, aquella de barrio marginal, tipificado como de alta violencia. No… Puede ser en el Metro, en un café, en cualquier otro lugar. Porque el mundo, bien sabemos, Arturo, es redondo y en realidad pequeño, así nos encontraremos y te veré hecho un abogado, no importa si tienes o no el título, basta con que ejerzas libre y altruistamente el difícil arte de la defensa de la justicia, así como imaginó el Hidalgo de la Mancha.
Nos veremos un día, Arturo, porque uno siempre termina encontrándose en el camino, no importa si se reconoce o no, o si se quiere reconocer o no a la persona. Una vez me encontré, frente a frente, con un exalumno en el asiento de una pesera; yo, saltando de gusto, le saludé mientras él aseguró no conocerme, ni haber estudiado nunca en dicha escuela. Bien puede suceder esto, Arturo, aunque en tu caso yo sé que vendrás porque ésa fue tu promesa.
Y puede ser que aquella promesa te lleve a buscarme, o tal vez simplemente quieras disfrutar la compañía de alguien en quien puedes confiar para compartir ideas. Así como Pancho, por ejemplo. ¡Cuántas tardes pasamos discutiendo y soñando la manera para aportar algo mejor al mundo! En ese entonces él quería ser Secretario General del Sindicato Nacional de Músicos y yo sería su secretaria particular. Iríamos a los eventos en auto y mientras llegáramos repasaríamos los temas culturales necesarios para la ocasión. Porque ya habíamos pasado por el bochornoso caso en que el Presidente de la República en turno no supiera qué contestar a la pregunta obvia dentro de un Festival del Libro: “Señor Presidente, ¿cuál ha sido su libro preferido?” A lo que él respondiera, penosamente: “La Biblia”. Digo penosamente, porque era evidente que no hubiese sido el canalla que fue si hubiera acometido dicha lectura. No, a nosotros no nos pasaría eso. Para ello, teníamos ya preparados temas diversos, debates posibles, respuestas inteligentes y hasta eruditas para ocasiones varias. Sin embargo, no fueron posibles nuestros anhelos dado que Pancho prefirió “titularse en el amor”, tomando esposa y deviniendo padre de dos niñas. Te confieso, Arturo, que no puedo más que sentirme orgullosa de presenciar título tan libre, consciente, original y talentoso. Y, aunque hemos suspendido nuestra actividad intelectual, no por ello dejamos de recomendar, a cualquier aspirante a político decente, la consideración de tener siempre a un profesor a su lado.
No abundaré más en las anécdotas entre mis exalumnos y una servidora, no sea que ocurra como aquella vez en que René me contactó por mensaje en el face, a lo que yo le respondí con una carta tan extensa como hermosa hablando de las bondades de la educación. “No sé escribir tan bonito como usted, maestra”, comentó para no volverme a escribir nunca.
Así concluyo ésta, Arturo, si bien sé que los ciclos se cierran, que las personas pasan, se van, sean padres o maestros, pero yo te espero, tan pacientemente como Hachikō, aquel perro de la película que les mandé ver para que argumentaran si podía o no sostenerse la tesis de la superioridad humana con respecto a la animal, ¿te acuerdas? Así que aquí estoy, no te preocupes si ahora ya estas calvo o quizá gordo, que yo tampoco soy como antes, ya no luzco los jeans ni mucho menos las minifaldas, pero seguro nos reconoceremos porque, como dijo nuestro amigo Parménides, la esencia permanece. ¿Recuerdas?
¡Mira, Arturo! ¡Acá, arriba, frente a ti, en la terraza! ¡Soy la señora de lentes, con el libro del Quijote de la Mancha!