Marzo, 2024
Lleva por nombre de Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, pero en el mundo editorial es más conocido como Jacobo Siruela. Editor, escritor, diseñador gráfico, agricultor y ganadero, en 1982 creó la editorial Siruela y la presentó con una colección de libros medievales. Veinte años después, con éxitos de venta y calidad, decidió venderla para reinventarse no sólo a sí mismo sino a su proyecto editorial. Así nació en 2005 Atalanta, un sello en el que caben (y dialogan) lo mismo las tradiciones místicas que la mecánica cuántica. Miguel Ángel Ortega Lucas ha conversado con el editor español.
Miguel Ángel Ortega Lucas
A Jacobo Siruela (Madrid, 1954) no le gustan los focos. Prefiere “la invisibilidad”, aunque muchas veces le resulte arduo “viniendo” de donde viene. “Mi mundo corresponde a lo privado”, dice el tercer hijo de Cayetana Fitz-James Stuart, XVIII duquesa de Alba, y del también aristócrata Luis Martínez de Irujo. De ahí que se prodigue poco en foros y encuentros públicos. Pero si algo puede hacerle emerger de su refugio íntimo en el Ampurdán (en Cataluña, España), donde vive desde hace años, es una conversación sobre libros y el papel que todavía puede desempeñar la cultura en una sociedad de rumbo cada vez más incierto, abocada a las inercias y los diezmos de la tecnología.
Aristócrata de cultura más que de sangre, mucho más cercano por visión humanista a su tocayo Giacomo Casanova —cuyas memorias editó en castellano— que a los fastos nobiliarios, Siruela fundó a principios de los años ochenta la editorial homónima, aún hoy sinónimo tanto de calidad como de éxito comercial. Veinte años después, ya con el nuevo siglo, cambió de tercio, dejando Siruela para redoblar la apuesta con Atalanta, donde ha podido desarrollar esa forma personal de compromiso con el mundo: dando libros —de diseño exquisito— que cuestionan nuestro modo de vida. Poniendo al día un caudal milenario en títulos que pueden abordar, y conciliar, tanto a Platón como a Einstein, tanto las tradiciones místicas de Oriente como la mecánica cuántica; que indagan en el mito del Grial como en la ecología y en las últimas investigaciones que demuestran que el Universo es un ente vivo de inteligencia infinita y no un reloj cartesiano sin propósito.
Así vive hoy Jacobo Siruela: alejado del mundo en una masía catalana en proceso de restauración, pero en absoluto ajeno al mundo. Recolectando por todo el planeta, como un jardinero silencioso, especies bellísimas de libros que pongan a la Naturaleza “en el centro” de la evolución humana. Pues, si su oficio se limitara a vender, sería “incoloro e insípido”. Y, como decía su maestro Borges: “El arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara”.
—¿Por qué editor? ¿Qué impulso le llevó a ello?
—Soy editor, podemos decir, por destino; pero casi todo comienzo es debido a las circunstancias. En aquella época yo era, o, mejor dicho, quería ser, pintor. Publiqué mi primer libro en 1980, a los veintiséis años. Se titulaba La muerte del rey Arturo. Un volumen de unos 45 centímetros de alto, con buenísimo papel, geométricas composiciones tipográficas y unos dibujos visionarios de Susanne Grange. Una locura juvenil que pagué con la pequeña herencia que había recibido por la muerte de mi padre. Lo más normal hubiera sido comérmelo con patatas, pero quiso el destino que ganara el primer premio de ese año al Libro Mejor Editado, lo cual me permitió difundirlo y vender toda la edición en pocos meses. Ese éxito me animó a fundar la editorial Siruela [con una inversión de 50.000 pesetas] y a publicar en el otoño de 1982 dos relatos medievales, Sir Gawain y el caballero verde y la historia de Melusina, que se vendieron también divinamente al coincidir su aparición con una especie de moda medieval que flotaba ese año en el aire. De modo que empecé a editar regularmente libros medievales escogidos y diseñados por mí, con los dos amigos con los que había empezado mi aventura, que se ocupaban de la parte económica y de producción de la empresa. Así que la editorial fue poco a poco profesionalizándose, hasta quedar yo solo al final de los años ochenta con todo un equipo. Fueron apareciendo dos colecciones de literatura fantástica, una de ellas dirigida por Borges; una colección de literatura contemporánea, cuyo primer libro fue Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino; una colección de arte; una revista trimestral, El paseante, de cultura contemporánea; y una colección de literatura infantil-juvenil en la que apareció Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite, que llegó a vender más de cien mil ejemplares.
—¿Hasta qué punto se ha podido cumplir lo que proyectaba cuando empezó la aventura, tanto en Siruela como más tarde en Atalanta?
—Puedo decir que si decidí vender Siruela y marcharme de Madrid es que había llegado al tope de mi experiencia en una editorial como ésa, y el cuerpo me pedía cambiar de vida. Así que me fui al Ampurdán, a una vieja masía del siglo XVIII que sigo arreglando. En cualquier caso, editar es algo apasionante; no sólo por el trabajo que realizas, sino porque haces partícipe a mucha gente de tus entusiasmos, que continúan germinando en otras muchas mentes desconocidas. Eliges y difundes; es perfecto. También incorporas todo el placer del ir haciendo; es decir, de buscar la imagen para la portada, diseñar las cubiertas… Además de leer y pensar los libros, que es la médula del asunto. Atalanta ya casi publica sólo ensayo, porque nuestro interés ha ido trasladándose cada vez más hacia la tarea de abrir la mente a lo que creemos que debe de ser el siglo XXI, cuyos temas principales son la naturaleza y la tecnología.
—Se me hace obligatorio preguntarle por esa colaboración suya con Borges, siendo usted muy joven. ¿Cómo fue eso? ¿Qué recuerdos guarda de él?
—Fue al descubrir en uno de mis viajes anuales a París que el editor italiano Franco Maria Ricci había publicado, con un diseño cautivador, una colección de literatura fantástica titulada La Biblioteca de Babel, nada menos que dirigida por Borges. Así que me fui a verle a Milán para adquirir ese tesoro. Estuvo encantador y a la vez encantado de venderme su colección, que se empezó a publicar en 1983. Con Borges no hablé hasta un año después, en un curso que dirigí para la Universidad Menéndez Pelayo en Sevilla, al que asistió también Italo Calvino. En realidad con Borges no se dio un verdadero acercamiento. Sí tengo un recuerdo muy vivo de él paseando en un coche de mulas por las calles de Sevilla junto a [su esposa] María Kodama, pero iba algo ensimismado. Cuando le conocí era ya muy mayor, y le traté en unas circunstancias nada íntimas, siempre rodeado de gente. Con Kodama sí hice buena amistad. Pero, al margen del trato personal, que siempre es anecdótico, Borges representa algo fundamental, porque cambió realmente mi trayectoria de lector hacia la literatura universal en todos los sentidos, seleccionada además por una persona como él. Sin duda ha tenido una gran influencia en la orientación de mis gustos literarios, y es para mí, junto a Kafka, el escritor al que más horas de gozo he dedicado a lo largo de mi vida.
—La babel libresca es hoy aún mayor debido al auge de lo digital. Sé que no tiene nada en contra del ebook, pero que también tiene claro, hasta donde alcanzo, que los títulos de Atalanta no van a pasar a ese formato. Entiendo que tiene que ver esencialmente con su concepción del libro como objeto sensual, fruto de una artesanía en que fondo y forma constituyen un todo que la planicie de la pantalla destruiría.
—En efecto, no tengo nada contra el ebook; sin embargo, Atalanta pertenece totalmente a la tradición y cultura del libro impreso. La diferencia radica entre tener en las manos un objeto real y, si es posible, sensual, o enchufar la mente a un mecanismo. Para recibir la información de las noticias cada mañana o escribir mensajes es un medio óptimo, pero para leer de verdad cualquier libro que se precie, desde luego, no es lo más apropiado. Además, los niños que abusan de la senda electrónica asimilan peor las lecciones que aquellos que estudian como siempre. Pero, en cualquier caso, es un asunto de sensibilidad, no de necesidad. Desde luego, no son pocas las personas que hoy en día tienen depositada toda su fe en el mito del progreso, que no sé cuánto tiempo va a mantenerse como hasta ahora, en su doble disyuntiva tanto de avance como de destrucción. Vivimos una época difícil, que demanda profundos cambios, y hay que ir viendo cómo y cuándo se van poniendo en marcha estas transformaciones que son absolutamente necesarias.
—Usted ha dicho que todos los grandes inventos artísticos ya se hicieron entre los últimos compases del siglo XIX y primeros del XX; es decir, las vanguardias, y toda la pléyade que surgió en la época. ¿Qué opinión le merece la época que vivimos en ese sentido? Parecen vendernos de continuo como grandes genialidades cosas que hasta hace poco no hubieran pasado de ocurrencias sin fuste.
—Así es: no se deja de llamar “vanguardia” a lo que en realidad es puro manierismo. La vanguardia es un concepto que se ha hecho viejo, y ha perdido todo su sentido original. Las vanguardias germinaron durante los primeros treinta años del siglo pasado y dieron sus últimos suspiros en los años sesenta; pero pretender, hoy, que una obra nutrida de ideas y propuestas muy anteriores siga siendo rompedora, no es más que un artificio puramente mercantil, o simple inercia conceptual. En lugar de la “ruptura” hay que buscar, por encima de todo, la calidad de las obras; hay que comprender las cualidades que expresan. Pero para ello hay que entender; haber pasado por una larga y provechosa experiencia con el arte.
—El catálogo de Siruela trajo joyas como El mundo de Sofía (1991), que acercó a muchos lectores jóvenes a la historia de la filosofía. La apuesta de Atalanta ha sido más audaz, quizás única en el panorama editorial en español, ofreciendo libros de gran factura intelectual que aúnan filosofía, antropología, mitología y ciencia avanzada. ¿Obedeció este afán a una vocación por nutrir a los lectores contemporáneos de una cosmovisión necesaria para los tiempos que vivimos?
—Atalanta nació, en 2005, de una manera muy natural. Los primeros volúmenes fueron de relato breve, de Joseph Conrad y Vivan Denon, junto a la Historia de Genji, una de las novelas más antiguas y monumentales de la humanidad, escrita a principios del siglo XII por una dama japonesa, Murasaki Shikibu, perteneciente a una refinadísima corte medieval. Es, podría decirse, la primera novela psicológica del mundo, escrita nada menos que hace más de ocho siglos, que retrata minuciosamente la sociedad de su tiempo. Sin embargo, esta nueva aventura editorial, que empezó de una manera tan literaria, ha ido poco a poco orientándose hacia el pensamiento, tomando un compromiso cada vez mayor con las ideas, hasta acabar siendo una editorial que prácticamente sólo publica siete ensayos al año. Atalanta se define bien con sus cuatro colecciones, que nacieron desde una perspectiva muy lejana de las leyes que rigen el mercado. Si el panorama demanda novelas, nosotros, dijimos, publicaremos cuentos; y así nació Ars brevis. Si el mercado pide insistentemente actualidad, nosotros acudiremos a la memoria, que es un ejercicio totalmente necesario para la salud de una cultura, y así es Memoria mundi. En lugar de rendir tributo a la razón, quisimos rendírselo a la Imaginación con mayúscula, es decir, no entendida como mera fantasía, sino de una manera jungiana [de la psicología revolucionaria de Gustav Jung], como una forma de conocimiento del inconsciente más profundo, y ahí está Imaginatio vera. En los últimos años hemos añadido una nueva colección en torno a la naturaleza, que responde al nombre de Liber naturae. Así que nuestros temas son la brevedad, la memoria, la imaginación y la naturaleza.
—El mundo bajo los párpados (2010) es una obra suya en torno a los sueños, escrita desde un punto de vista muy original. Ahí se cuenta, por ejemplo, cómo Von Bismark, Abraham Lincoln y otros tuvieron sueños que influyeron decisivamente en su devenir. ¿Qué cree, a día de hoy, que son los sueños? El propio Jung los consideró mensajes encriptados de nuestra psique; metáforas con que nuestro inconsciente se comunica con nuestra razón para darnos un conocimiento imposible por otras vías.
—Los sueños son los mensajeros de nuestro inefable mundo interior. Algunos de ellos parecen tener un cariz biológico, próximo a lo instintivo, pero otros, claramente, tienen una cualidad espiritual, puramente anímica. Desde luego debiéramos tenerlos presentes, porque no sólo nos hablan de cómo somos, sino que a veces nos sugieren lo que hemos de hacer. En mi libro hablo del onirismo desde varias perspectivas. Desde la histórica, dando ejemplos concretos de cómo algunos sueños llegaron a cambiar el curso de la historia porque sus soñadores tomaron nota y actuaron en consecuencia. En otro capítulo describo con detalle los fascinantes lugares de incubación de sueños en la Grecia antigua, donde acudían cientos de personas de todo tipo para tener un sueño curativo. También hay dos capítulos fenomenológicos: uno en torno al sueño lúcido, es decir, a la experiencia de recuperar totalmente la consciencia en el sueño, y otro dedicado a los sueños premonitorios, los que luego se cumplen en la vida real, rompiendo así las leyes usuales del tiempo. Por último, está el capítulo que trata sobre el sueño y su relación con la muerte: es decir, si la muerte es simplemente un dormir, como creen los materialistas, o un soñar, y, en este segundo caso, algo semejante a estar soñando.
—Escribió Joseph Campbell —figura capital a quien usted ha editado en Atalanta— que “el sueño es el mito personalizado”, mientras que “el mito es el sueño despersonalizado”, colectivo. Está ya demostrado que todas las civilizaciones participan en el fondo de un mismo caudal arquetípico que nos hermana. ¿No es esto otra prueba de lo absurdo que resulta que la gente se siga matando por cuestiones de raza, de nación, de discrepancias dogmáticas por un versículo religioso…?
—El hombre lleva desde su origen cometiendo actos violentos. La violencia está en su naturaleza de una forma codificada. Es su fatum, como consecuencia de provenir de medios ambientales naturales en los que era duro sobrevivir. De ahí que todas las prácticas anímicas, desde las religiosas a las artísticas, desde las científicas a las éticas, sean tan necesarias para un adecuado desarrollo del espíritu humano. El mito ha sido durante siglos la manera más efectiva de introducir sentido en el alma humana. Pero, aunque ya nos regimos desde hace siglos por normas puramente racionales, los mitos, cuando se comprenden, continúan siendo anímicamente muy efectivos.
—Restaurar el alma del mundo, de David Fideler, publicado por usted, pudiera ser un buen lema para resumir el espíritu de Atalanta. Decía Octavio Paz en sus últimos años que queda en manos de los artistas y científicos más conscientes evitar que la deriva mecanicista, des-almada, acabe por fagocitar lo que nos hace verdaderamente personas. La llamada inteligencia artificial parece ser una amenaza muy seria en este sentido. ¿Qué lugar cree que debe ocupar la cultura, tal y como usted la concibe, para contribuir a que lo humano prevalezca?
—En efecto, la IA puede convertirse, estoy seguro, en un serio problema. Es por ello que su contrario, la naturaleza, no debe ser sólo una necesidad del planeta: ha de ser también un modelo interior de la evolución humana, donde la esencia de la vida se instale en el centro de nuestra alma. El problema radica en que los seres humanos dependan cada vez más de las máquinas, con todos los riesgos que esto conlleva para cortar los últimos hilos que nos unen a la vida, lo cual nos abocaría a una nada interior cada vez más dependiente de todo tipo de estímulos vacuos. De ahí que no paremos de ofrecer en Atalanta formas de asimilar nuestra propia alma con el “Alma del Mundo”.