Cultura bonita
Marzo, 2024
La pandemia fue una desgracia: hizo que las clases medias se volvieran también cultas, no sólo nada más decentes y racistas como siempre lo habían sido, no nada más capaces de opinar de familia y deportes, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega de ‘El Espíritu Inútil’. Con una versatilidad pasmosas se las ve opinando con suficiencia —que confunden con autoridad— de la cultura clásica y contemporánea, étnica y universal, con la única condición de que sea bonita, esto es, que no cueste trabajo y que no ponga muy triste.
La pandemia fue una desgracia: hizo que las clases medias se volvieran también cultas, no sólo nada más decentes y racistas como siempre lo habían sido, no sólo nada más capaces de opinar de familia y deportes. Tantos meses de aburrimiento y redes sociales hicieron sus estragos. Con una soltura y versatilidad pasmosas se las ve opinando con suficiencia —que confunden con autoridad— de la cultura clásica y contemporánea, étnica y universal, con la única condición de que sea bonita, esto es, que no cueste trabajo y que no ponga —muy— triste.
Como gente culta que ahora son, se platican de un sinfín de temas todos imperdibles, porque ya saben de todo; de música: Händel, Alondra de la Parra, Dvořák; ciudades: Abu Dabi, Dubái, Canary Wharf; películas: de los Óscar, de la Berlinale, de Sundance; meteorología: eclipses, auroras boreales, Fatas Morganas; arquitectura: Norman Foster, Frank Gehry, Luis Barragán; gastronomía: sushi, churrasco, kebab; literatura: no, porque ésa se tiene que hacer a solas y se tarda mucho; miscelánea y varia y de barrio: masa madre, Peso Pluma, carbón activado y lo que toque terciar a la hora del ristretto, latte, macchiato.
Y pintura: Delacroix, Vermeer, Tintoretto; y Velázquez, Klimt, Turner; aquí son seis porque de eso saben muchísimo, y hasta se permiten, con humor de meme, intercambiarse fotos y videos geniales y creativísimos donde el Discóbolo le cierra el ojo a una turista en el museo, la Mona Lisa saca un brazo del marco del cuadro (hasta un anuncio de Coca-Cola dirigido a nuestras clases cultas se los copió —o al revés—) y así repetitivamente hasta el cansancio donde todos se aplauden la gracia, habida cuenta de que el cuadro ya lo conocían de suyo, que es justo el toque, el tono, la clave de toda esta bonita cultura, a saber, que se note que todo esto es un asunto entre entendidos, hablando de obras y autores y museos como si fuera un tema dado por sabido, como si supieran desde siempre lo que acaban de enterarse esa misma tarde.
Pero, como dijo Ralph W. Emerson, “la cultura es una cosa y el barniz es otra”. Lo que asusta no es ahorita que se trate de mercancía de consumo de la oferta cultural —como ya le llaman—, ni siquiera que crean que la cultura es todo aquello que han vislumbrado como propio de las clases altas —lo cual suena medio ignorante—, ni incluso que el acto de compartir tanta sabiduría como si fuera algo normal y obvio sea para que los otros, los de más abajo —taco, torta, tamal— tengan que poner cara de que sí entienden pero se les cache que no y se sientan chinches, que es el verdadero objetivo de la cultura bonita: hacer sentir mal a los otros. Lo que asusta es la superficialidad.
La cultura de a deveras se vive, no se cacarea. La cultura de verdad significa pertenecer a una historia y una tradición, que son un tiempo denso, hondo, colectivo: la historia consiste en saber no solamente el pasado con que está hecho el presente, sino saber íntimamente —calladamente— que la historia seguirá después de nosotros, y que a ésa también se pertenece; y la tradición es eso que decían los Hermanos Cohen en una película sobre las canciones folk: aquello que nunca es nuevo y que nunca es viejo y que nunca se olvida.
Así que parece que la cultura cierta, que es más profunda y que por lo tanto no se nota, está en otra parte, en las frases hechas, en la calle, a la hora de la cena, por los rincones de la casa, en la vida diaria, en las tiendas, en las penas del amor y el desamor, en las ilusiones y los agotamientos, en los lunes en la mañana —nada bonitos— y en otros lugares comunes por donde la gente de las clases altas y bajas se han sabido mover desde siempre con soltura y suficiencia, con versatilidad e indiferencia sin siquiera enterarse porque es lo que se sabe sin aprenderlo. La cultura radica en ir sintiendo mientras se va viviendo que se habita una historia y una tradición y que se pertenece a un futuro que quién sabe cuál será, pero que ahí está y también nos toca.
La cultura bonita en rigor es un desdén por todo esto. Y lo que asusta es que su superficialidad en el fondo es horrible porque bajo su cáscara no hay nada de cultura, ya que con lo mismo que cacarea es con lo que se ha ido vaciando de historia y tradición; y es con eso con lo que los nuevos cultos y admiradores que los rodean quieren hacer el futuro. La cultura bonita es un desprecio por la cultura y una fascinación por el barniz: asusta que con eso quieran gobernar.