Febrero, 2024
En el libro La experiencia del amor, un grupo heterogéneo de voces debaten sobre el tema. En Salida de Emergencia conversamos con el poeta, ensayista y traductor Francisco Segovia, quien, invitado por los editores Mauricio Sánchez y Jacobo Zanella del sello Gris Tormenta, escribió el prólogo de esta obra.
Alguien o algo tuvo que inventar el amor. Un poeta. Una artista. Una época. Por eso cuando le pregunto al maestro Francisco Segovia si “hay que reinventar el amor”, como decía Rimbaud, él me revira que lo más impactante de esa frase no es eso de “re-inventar”, sino la consideración de que el amor sea un invento, una invención.
“Esto es un hecho histórico, historiable —dice—. Se ve que la idea flotaba en el ambiente, pues la expresaron casi al mismo tiempo Rimbaud y Nietzsche, Engels y Marx. Pero hubo que esperar a Denis de Rougemont para ver esa historicidad mostrada de bulto, en su despliegue. El tema central de su libro, El amor y el Occidente, es justo ése. Su proposición central es que el amor-pasión (que para él es “el mito del adulterio”) ‘se inventó’ en Europa en el siglo XII, de mano de los poetas que rondaban las cortes provenzales”.
Pero ¿a cuento de qué viene lo de andarle preguntando a este poeta, ensayista, traductor y lexicógrafo acerca del amor y su necesaria reinvención? Pues resulta que —invitado por los editores Mauricio Sánchez y Jacobo Zanella— el maestro Francisco Segovia se encargó de escribir el prólogo de La experiencia del amor. Tentativas y miradas interiores a lo largo de una vida, un libro que tiene más la forma de eso que no es: una tertulia a la que el lector se integra en la parte más emotiva, que de eso que sí es: una antología.
Son 11 los autores que participan de esta relajada intoxicación amorosa desde sus experiencias vitales y poéticas. El único requisito que, para poder sumarse, debían cumplir los invitados es que pudieran expresarse desde el amor “real”, sosegado e imperecedero que, en general, sólo puede hallarse en la madurez, ya que, como apuntan los editores, “sentarse a pensar en el amor (en el primero o en el último, en el platónico, en el personal o en el universal, junto al dolor, la vida y la muerte), creíamos, requería cierta distancia, calma, memoria”.
Toda interpretación es tentativa
De este modo, la obra (publicada por Gris Tormenta y la Universidad Veracruzana) reúne textos de Julian Barnes, Carmen Boullosa, Natalia Ginzburg, Elvira Hernández, bell hooks, Eduardo Milán, Leonardo Padura, Nélida Piñón, George Steiner, Mark Vernon y Raúl Zurita. Ensayistas, poetas y narradores que dan muestra de que se habla distinto del amor según la vocación que en cada uno de ellos impere.
Lo dice más o menos así Francisco Segovia en el prólogo: típicamente (aunque no exclusivamente) el ensayista se fía del consenso y mira al amor a salvo, desde fuera; el poeta lo hace desde el amor mismo esperando que su lector lo encuentre de bulto en sus palabras; y el narrador, se entiende, puede ir y venir entre los dos extremos, pero más que hablar del amor, lo que prefiere es mostrar cómo es amar.
—Usted es poeta y ensayista, pero también traductor. ¿Hablar del amor no es también un intento por traducir una experiencia (o una esencia) de suyo intraducible? —le pregunto a Francisco Segovia—. Y si es así, ¿por qué cree que se sigue intentando, como lo muestran los variados autores que integran el libro?
—Toda traducción es, finalmente, una interpretación; es decir, una búsqueda de sentido. Así como el mismo poema de amor se traduce una y mil veces, sin que ninguna versión sea nunca “la definitiva”, así también aquello que más nos importa, lo que es más significativo para nosotros, tiene siempre nuevas expresiones e interpretaciones, sin que ninguna sea “la definitiva”. ¿O usted se conformaría con un solo poema de amor? ¿Usted podría pensar, de veras, que un solo poema de amor lo dice todo y no queda ya nada que decir?
—En alguna ocasión, al platicar sobre traducción con el maestro Carlos Montemayor, le pregunté acerca de por qué había decidido hacer una nueva traducción al español de Walt Whitman, si para entonces existían ya varias publicadas. Me respondió que cada generación debe traducir a “sus” autores. ¿Cree usted que sea así con el amor? ¿Cada generación debe crear y vivir su concepto del amor o más bien fiarnos del consenso?
—Sí, creo que hay que traducir de nuevo todo lo que haya que traducir de nuevo, ya porque nuestra lengua ha cambiado, ya porque el original nos dice a nosotros algo distinto de lo que les dijo a las generaciones anteriores. Lo dije ya al responder la primera pregunta: toda interpretación es tentativa. Lo cual no sólo significa que cada traductor interpreta según su personalidad y condición sino, sobre todo, que también la traducción es histórica, como el amor.
El ahora es cada día más fugaz
—Parece que, en efecto, como usted lo señala, los más jóvenes han encontrado la manera de hacer que todo sea rentable y no dure más que el clic de un like, lo que incluye la experiencia del amor. En este contexto, ¿por qué le parece que “hoy ya no sólo es inseguro y frágil, como siempre ha sido, sino que además se vuelve obsoleto un instante después de aparecer”?
—No es que lo diga yo; es que lo dicen varios de los ensayos del libro. Mi papel, como prologuista, no es tanto decir lo que yo pienso como presentar un panorama de lo que el lector hallará en el libro. Desde luego, este panorama es de algún modo personal, pues es muy probable que otro prologuista hubiera elegido otras cosas que destacar o comentar… Pero, si se trata de responder personalmente, yo estaría en general de acuerdo con la idea. Me parece que una de las características de la modernidad (especialmente la capitalista) es la integración de la juventud a la sociedad de consumo. El mercado de hoy se dirige primordialmente a los jóvenes. Y, por si no fuera éste, ya de por sí, el mercado más grande, la industria moderna ha extendido la categoría de “joven” por ambos extremos; por un lado, hoy se dirige a un público que apenas entra a la pubertad y, por el otro, considera que se es joven hasta los 35 o 40 años. La industria, y especialmente la publicidad, dan una buena medida de lo que hoy abarca el presente. A este ensanchamiento del presente corresponde, desde luego, la casi instantaneidad y universalidad de nuestro sistema de comunicaciones. Las cartas y las noticias ya no tardan. Todo ocurre ahora. Pero el ahora es cada día más fugaz. Dicho de otro modo: el presente es hoy enorme, pero el ahora dura lo que un clic, invariablemente remplazado por un nuevo clic. El tiempo de nuestro tiempo es así: muy grande por fuera, muy pequeño por dentro.
—¿El amor sigue siendo algo intrínsecamente revolucionario y liberador o, por el contrario, algo que somete y restringe?
—Creo que La experiencia del amor muestra varias clases de amor, pero que éstas podrían clasificarse (según lo hizo en su día Denis de Rougemont) en dos grandes categorías: el eros (el amor-pasión) y el ágape (el amor al prójimo, la amistad). Asociamos el primero con la juventud; el segundo, con la vejez. En medio de ambas cosas (y es un punto que me extrañó ver tan poco referido en el libro) está la familia, entendida ésta como el periodo de madurez, cuando ocurre el matrimonio y llegan los hijos. Si es verdad lo que siempre se ha dicho, y la familia es la base de la sociedad, entonces es la gente madura la que le da cimiento, mientras que la juventud se le opone. Si no por otra cosa, porque el amor-pasión se considera autosuficiente, autocontenido, y no ve mucho más allá de sí mismo: está presente, siempre presente, sólo para sí mismo. Por eso las historias de amor-pasión se detienen ahí, sin vislumbrar un futuro que seguramente los decepcionaría. Los amantes mueren jóvenes y sin hijos (ni Romeo y Julieta ni Tristán e Isolda tuvieron hijos); o, si viven, a nadie le importa ya su historia, que por eso se despacha de un plumazo diciendo que “se casaron, tuvieron muchos hijitos y vivieron muy felices”. El amor-pasión es estéril. Y muy a menudo (como señalaba Rougemont) es también adúltero. Son dos cosas que contradicen a la familia, cimiento de la sociedad. Quizá por eso resulta siempre de algún modo subversivo, revolucionario.
La responsabilidad de reinventar el amor
—¿Usted participaría de esa reinvención del amor de la que hablábamos al principio o “prefiere tomarse una copita de manzanilla y conversar largo y tendido con un puñado de amigos” sobre el tema, como escribe al final del prólogo?
—No sé qué decirle. Como a todos los poetas de estirpe romántica que colaboran en La experiencia del amor, me fascina el poder de subversión implícito en el amor-pasión. Pero, también como ellos, tengo más de 60 años y he aprendido a apreciar una buena conversación de sobremesa. Creo, sin embargo, que hay pocos libros de poemas dedicados al amor en la vejez; libros como Ella, de Eugène Guillevic (que yo traduje como regalo a mi mujer el año en que cumplimos 50). Creo que debería haber más libros como ése.
—Así que, como afirman los editores de La experiencia del amor, “la definición (o por lo menos la noción) del amor cambia con el tiempo y la edad”.
—El libro de Rougemont que mencioné al principio mostró que es posible escribir una historia del amor, porque el amor, sin duda, cambia con el tiempo. No son lo mismo el amor en la Grecia pagana, en la Roma católica, en la Provenza medieval… Y, a la vez, desde luego, son lo mismo; es decir, el amor es amor, pero cambia, al menos en cuanto a su expresión social… Y esta reserva (la de decir “al menos en cuanto a su expresión social”) me lleva a mencionar una perspectiva que lamentablemente El amor y el Occidente no alcanzó a cubrir: la de la ciencia. Los endocrinólogos modernos podrían mostrarnos las fases del amor (entre el eros y el ágape) según la activación o desactivación de ciertas hormonas; los genetistas remitirían esos cambios a las instrucciones del ADN, etcétera. Pero, aun si estos fenómenos fueran naturales y a su manera inmutables, su expresión social seguiría siendo histórica… En este sentido, el amor se ha reinventado todo el tiempo. Pero eso (diría quizá Rimbaud) no nos exime de la responsabilidad de reinventarlo nosotros mismos. Como se ve, esa responsabilidad es a su modo una exigencia revolucionaria. Creo que al Rimbaud de Una temporada en el infierno le hubiera gustado ver lo que ha ocurrido en el siglo y medio que ha corrido desde la publicación de su libro: no ya el movimiento feminista (que llevaba un buen rato haciendo ruido) sino el amor libre en el siglo XX, la defensa de los derechos de las comunidades LGBT en el XX y XXI, etcétera.