Enero, 2024
No sólo fue uno de los intelectuales más reconocidos de México, también fue uno de los más queridos. Nació en junio de 1939 y partió de este mundo en enero de 2014. Se cumple el décimo aniversario del fallecimiento del escritor José Emilio Pacheco. Integrante de la llamada Generación de los Cincuenta o de Medio Siglo —en la que también se incluye a Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Juan García Ponce, José de la Colina, Salvador Elizondo, entre otros—, Pacheco fue uno de los principales arquitectos de la vida cultural y literaria del siglo XX mexicano. Cultivó casi todos los géneros literarios (poesía, novela, cuento y ensayo), así como el periodismo literario, la traducción y el guión cinematográfico. Tanto por títulos individuales como por el conjunto de su obra, el escritor mexicano recibió más de una veintena de premios nacionales e internacionales —como el Xavier Villaurrutia (México, 1973) o el Cervantes y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (ambos en 2009 en España)— y varios reconocimientos de entidades académicas. Ahora que se cumple una década de su partida, Víctor Roura recuerda a José Emilio Pacheco.
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José Emilio Pacheco parecía un poeta que no lo era. Por su constante inmersión en la prosa cuando hacía poesía, desobedeciendo ortodoxias o cánones escriturales, el poeta —fallecido a los 74 años de edad hace una década, el 26 de enero de 2014—era, entonces, un prosista lírico que se negaba a los encasillamientos.
No hay nada peor que le pueda pasar a un poeta como ser encasillado en cierta rama de la poesía. Efraín Huerta, pese a su extensa y variada obra poética, no dejó nunca de ser considerado, exclusivamente, “el poeta de la urbe”. A Jaime Sabines lo catalogaron el poeta de los amorosos. Con José Emilio Pacheco no sucedió tal clasificación, aunque hay un tema que lo obsesionaba visiblemente: la mortalidad.
A treinta y seis años de su primer poemario: Los elementos de la noche, y a tres décadas de aquel célebre libro No me preguntes cómo pasa el tiempo, José Emilio Pacheco publicaba, antes de finalizar 1999, La arena errante, un volumen con ciento treinta y tres poemas en donde se respira esa misma ansiedad por el inevitable paso de los años. El Tiempo, esa palabra inasible (que va, irremisiblemente, unida a la Muerte), es un factor esencial en la escritura del poeta. Desde su inicio, en 1963, a sus veinticuatro años, Pacheco no dejó de ocuparse de la “destrucción” que ocasiona el correr de los días…
En el lento cadáver de las horas
la noche va dejando transitorios venenos;
contra el aire se rompen las palabras, los días.
Nada se restituye, nada otorga
el verdor a los valles calcinados.
Ni el agua en su destierro sucederá a la fuente,
ni los huesos del águila volverán por sus alas…
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… ¿o sería más correcto, y más discreto, decir la “modificación” de las almas?
En lo alto del día
eres aquel que vuelve
a borrar de la tierra la oquedad de su paso;
el miserable héroe que huyó de la batalla
y apoyado en su escudo mira arder la derrota.
El náufrago secreto que se aferra a otro cuerpo
para que el mar no arroje su cadáver a solas.
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Era una obsesión suya la fugacidad del tiempo. Si en Los elementos de la noche ya figuraba como tema constante la efigie ominosa de la Muerte, en sus siguientes poemarios esta idea se convirtió en una plataforma ineludible. Dice en el libro No me preguntes cómo pasa el tiempo:
Pertenezco a una era fugitiva, mundo que se desploma ante mis ojos.
Piso una tierra firme que vientos y mareas erosionaron antes de que pudiera levantar su inventario.
Atrás quedan las ruinas cuyo esplendor mis ojos nunca vieron. Ciudades comidas por la selva, y en ellas nada puede reflejarme. Mohosas piedras en las que no me reconozco.
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Poeta que no se sujetaba a las ordenanzas y manierismos poéticos, Pacheco escribió legendarios poemas con la premisa inevitable de la transitoriedad. ¿Quién no ha oído por lo menos una vez su celebrada “Alta traición”, que es, de algún modo, un insigne epitafio, incluida en el volumen No me preguntes cómo pasa el tiempo:
No amo mi Patria. Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida
por diez lugares suyos, ciertas gentes,
puertos, bosques de pinos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
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En 1976, en Al margen, publica en dos líneas, bajo el título “Antiguos compañeros se reúnen”, un sabio aforismo:
Ya somos todo aquello
contra lo que luchamos a los veinte años.
Como se observa, el paso del tiempo era, es, la raíz de su maquinaria poética. Volvía, una y otra vez, a esta obstinación que era, tal vez a pesar suyo, la base de su trabajo escritural. En 1980, en el libro Desde entonces, publica:
Ni la misma casa ni la misma ciudad, ni los mismos amores ni las mismas costumbres, ni los mismos libros ni los mismos amigos: de aquella época lo único que conservo es mi nombre.
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Aunque probablemente, obsesión irrefrenable, al rato los hombres que vivimos ahora tampoco conservemos ya ni nuestros nombres. Dice en “El libro de los muertos” de su poemario La arena errante:
Intento la llamada
pero no hay nadie ya que la conteste.
El timbre suena a hueco en el vacío.
Es la nada la única respuesta.
Las cifras dan acceso al nunca más.
Otro nombre se borra en la libreta
o en la agenda electrónica.
Así acaba la historia.
Un día que ya figura en el calendario
alguien también cancelará mi nombre.
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Sin salirse del camino previamente trazado desde su inicio literario, José Emilio Pacheco se introdujo en los poemas como si no fuese poeta. Por eso no había ningún tema prohibido en su obra (“El fax vino en tinieblas desde el mundo de ayer —escribe en El silencio de la luna, libro editado por Era, como todos los del autor, en 1994—. // Algo giró en el aire y se imprimió en el espacio./ El impulso eléctrico/ envió señales al termopapel,/ engendró calor que se volvió letra y fantasma. // Leí con miedo en el fax/ una carta de hace veinte años”).
Sin embargo, y yo no sé si esté del todo en lo cierto, sus grandes poemas siempre tienen que ver con el Tiempo:
Ternura
de los objetos mudos que se irán.
Me acompañaron
cuatro meses o cincuenta años
y no volveré a verlos.
Se encaminan
al basurero en que se anularán como sombras.
Nadie nunca podrá rehacer
los momentos que han zozobrado.
El tacto de los días sobre las cosas,
la corriente feroz en la superficie
en donde el polvo dice:
“Nada más yo
estoy aquí para siempre”.
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Y si digo que José Emilio Pacheco pareciera un poeta que no lo es, no lo digo por anular, ni mucho menos disminuir, su impoluta labor escritural sino porque, desde mi perspectiva, en él es evidente la inexistencia de las solemnidades agotadoras, las suficiencias tremendistas, los formulismos localizables (esos ríspidos y ahuyentadores cerebrismos que se detectan en los inflexibles y rígidos literatos, tales como Salvador Elizondo, por ejemplo). Los poemas de Pacheco se leen como si fuera uno a leer un relato o una novela. Si nos hallamos un poema en lugar de un cuento, es por mera circunstancia del azar:
Si en un principio fui
ya estoy dejando de ser,
me alejo de este lugar, disminuyo
como un camino en el bosque
cuando el avión cobra altura.
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Los lectores también, después de todo, pertenecemos a la raza de los mortales.